Crónicas de la Oscuridad:
Todos los rostros de los monstruos invisibles.
El escritor David Roas suele decir que “el monstruo encarna la transgresión, el desorden. Su existencia subvierte los límites que determinan lo que resulta aceptable desde un punto de vista físico, biológico e incluso moral”. Para el escritor, la cualidad monstruosa es una visión sobre la capacidad del hombre para comprenderse a sí mismo, su moralidad y la existencia misma de la razón, por lo cual el escritor concluye que siempre implica “su inevitable relación con el miedo. Porque una de las esenciales funciones del monstruo es encarnar nuestro miedo a la muerte (y a los seres que transgreden el tabú de la muerte, como ocurre con el vampiro, el fantasma, el zombi y otros revenants), a lo desconocido, al depredador, a lo materialmente espantoso… Pero, al mismo tiempo, el monstruo nos pone en contacto con el lado oscuro del ser humano al reflejar nuestros deseos más ocultos”. Una comprensión de que evade y hace mucho más amplios los límites de la realidad, tal y como la conocemos y sobre todo, asumimos su existencia.
La literatura de monstruos, no sólo analiza la visión que tenemos sobre nuestra propia naturaleza — lo violenta, compleja, extraña, incómoda, dolorosa que puede ser — sino además, elabora una concepción sobre la cualidad de lo monstruoso que define de hecho, una parte oscura de la mente humana. Todos somos monstruosos en cierta forma, dijo una vez Thomas Harris, creador de uno de los monstruos contemporáneos más elegantes y queridos como lo es el doctor Hannibal Lecter. Harris no sólo elaboró una teoría sobre lo temible a partir de la sofisticación — su personaje es malvado, violento, cruel pero también intelectualmente elevado — sino que lo concibió como el centro motor de una idea inquietante: ¿qué se esconde detrás de lo que creemos normalidad? No se trata de una percepción novedosa, mucho menos que no se haya profundizado lo suficiente, pero Harris creó un monstruo malvado capaz de paladear la música más exquisita al mismo tiempo que la carne humana.
Otro tanto podría decirse del Patrick Bateman de Bret Easton Ellis, uno de los personajes más fascinantes de la literatura contemporánea y uno de los que mejor resume la concepción del monstruo escondido bajo el rostro de un hombre común. Bateman es un ejecutivo de éxito en una ciudad que lo convierte en anónimo y también, un asesino despiadado que comete sus crímenes en medio de la indiferencia de una cultura en la que Bateman es una estadística sin rostro. El análisis de Easton Ellis sobre la ultraviolencia y la forma en que se relaciona con la naturaleza humana confinada bajo los límites de lo moral — “A veces imagino que asesino, pero resulta que es real” dice Bateman, delirante y en mitad de una percepción de lo cotidiano escindida — es quizás, uno de los ejemplos más evidentes del mal convertido en producto de consumo y normalizado hasta formar parte de algo más doloroso, inquietante y extraño. Incluso Easton Ellis llegó a insistir que la posibilidad de un Bateman real es por completo factible, “porque es inevitable” en una cultura, relacionada con la apariencia bajo la persistente versión de la conciencia convertida en caldo de cultivo para horrores inconfesables. “Tengo las manos llenas de sangre y en el bolsillo, mi tarjeta de presentación. La vida es un hilo entre ambas cosas” dice Bateman luego de asesinar a hachazos a unos de sus compañeros de oficina.
También la escritora Gilian Flynn, que reflexionó sobre la maldad y lo monstruoso desde un personaje casi doloroso en sus contrastes: Su Amy en Gone Girl, es un monstruo extraordinario, que además, tiene el potencial de ser incluso algo más duro de comprender que su mera noción sobre el bien y el mal moral que le conjugan. Por supuesto, que ni la película Gone Girl y mucho menos su gemelo en tinta del mismo nombre, son por completos novedosos. La batalla de los sexos personificadas por el hombre desconfiado y la mujer fatal ha sido suficientemente analizado en el cine y en la literatura e incluso con mayor acierto. Incluso, la misma percepción de la novela parece ser sencilla: se trata de una novela romántica — o así lo asegura su autora — con tintes detectivescos, una combinación que podría haber resultado poco afortunada de no haber creado un matiz ligeramente distinto sobre ambas cosas. Flynn, antigua periodista y crítica de renombre, crea con su novela no una nueva perspectiva de un tema sencillo, sino en realidad, una aproximación novedosa a la complejidad de la identidad femenina. Porque la Amy de Gillian Flynn es sorprendente por el mero hecho de ser indefinible, ambigua, incluso despreciable. La autora la dota de todos los elementos que usualmente se desdeñan de lo femenino y la convierte en un símbolo novedoso sobre la identidad femenina sino que reconstruye, quizás con poca sutileza esa noción de la la mujer como fuente de bondad y de pureza, la mujer frágil, vulnerable. El personaje de Flynn tiene tantas dimensiones y tantas maneras de percibirse a sí misma — una serie de estratos hacia una profundidad turbia y definitivamente real — que por si misma, es toda una declaración de intenciones. Y es que la escritora no sólo se rebela contra esa percepción tradicional de la mujer, sino contra esa interpretación única de lo femenino en el arte, la literatura y en el cine. Una complicada interacción entre lo que su personaje puede ser — y es — y lo que público percibe acerca de ella.
El fenómeno no es exclusivo Harris, Easton Ellis y Flynn y probablemente se haga más profundo a medida que la cualidad del horror se haga más poliédrica y complicada de definir. Durante los últimos años, hay una proliferación de monstruos con rostro humano, profundos y tridimensionales que reelaboran la percepción sobre la maldad cultural para reflejar algo por completo nuevo, tan doloroso y angustioso, como para elaborar una hipótesis profunda sobre lo que guarda la oscuridad del mal contemporáneo, herencia básica de un tipo de percepción sobre lo maligno tan antiguo como inexorable.
Claro está, los ejemplos actuales sobre como la figura del monstruo evolucionó hasta convertirse en una mirada al reflejo son lo suficientemente poderosos para dejar una impronta profunda en el tiempo y la forma como comprendemos el mal ¿Cuales son los antecedentes más directos de esta nueva versión del monstruo que se convierte en una cualidad, antes que en una forma de asumir la naturaleza humana? Quizás los siguientes:
The Sandman de “The Sandman” de E.T.A. Hoffmann (1816)
Este personaje tiene el raro honor de haber brindado a Freud un ejemplo para englobar el concepto del misterio en una idea inquietante sobre la mente, el comportamiento y sus espacios oscuros. El héroe traumatizado de Hoffman, es también, una combinación del mal moderno — con toda su carga alegórica y su comprensión dolorosa sobre su propias heridas espirituales — pero a la vez es un monstruo que se sostiene sobre los horrores que oculta. El personaje comienza su relato sobre su extrañísima historia, contando la leyenda de Sandman, que roba los ojos de los niños que no obedecen a sus padres al ir a dormir. Pero más allá de eso, Hoffman elucubra sobre los orígenes de la oscuridad interior y crea un mapa de ruta que conduce directamente a las puertas de la imaginación en la que conviven los traumas, dolores y terrores que nos convierten en criaturas temibles. “Soy la sublimación del mal que he creado” dice el personaje en uno de los momentos más escalofriantes de la narración.
Gil-Martin de The Private Memoirs and Confessions of a Justified Sinner del escritor James Hogg (1824)
Para Hogg, lo monstruoso proviene de la posibilidad que cada hombre y mujer en el mundo es capaz de asesinar. Y hacerlo, en un acto de vanidad sublime que puede justificar con cualquier tipo de pensamiento, construcción de la memoria y percepción sobre la identidad que pueda endilgarse al supremo acto de la maldad. El personaje (una especie de homicida misántropo que además, elabora una concepción sobre el daemon socrático por completo aterradora), no deja de preguntarse en cada oportunidad posible por el valor de la vida humana, como si el mero hecho de la existencia pudiera contradecir, sostener o luchar contra la concepción de la maldad enarbolada como una mirada hacia la oscuridad íntima“¿Qué es la vida de un hombre más que la vida de un cordero, o cualquier animal culpable? (…) Gil Martin acosa a un clérigo, que termina asesinando en nombre de Dios y se convierte en una de las figuras más trágicas de la literatura del terror, al llevar sobre los hombros la culpa, el miedo, los tormentos y las angustias, en medio de la a
Beatrice Rappaccini de “Rappaccini’s Daughter” del escritor Nathaniel Hawthorne (1844)
Ambigua y extravagante, la historia sobre la hija del botánico loco, convertida en una especie de criatura malvada cuyo beso presagia la muerte, es quizás uno de los símbolos arquetípicos de la mujer fatal más curiosos de la larga selección de ejemplos en la literatura. Brutal, seductora, con una prosa hipnótica pero sobre todo, un extraño recorrido por los temores insistentes de la cultura sobre la naturaleza femenina — su dualidad, su temor y la posibilidad del pecado — , el personaje de Hawthorne se convierte en una conclusión elaborada sobre una mirada a los temores que se relacionan con el misterio del otro, pero también, un recorrido angustioso sobre el bien y el mal como algo más profundo que la mera cualidad de nuestras acciones. La mayor parte del relato, son insinuaciones sobre lo que Beatrice podría o no hacer, pero el mero hecho que se relacione con los temores subyacentes y jamás revelados sobre la mujer, convierte la obra en una extraña rareza incómoda sobre la percepción de la maldad como una mera idea.
Silas Ruthyn del tío Silas por J. Sheridan Le Fanu (1864)
Como toda novela victoriana que se precie, Sheridan Le Fanu creó un personaje tan inquietante como repulsivo, a pesar de tener el aspecto de un brillante caballero de traje, chaleco y bastón. El Tio Silas que imaginó para su narración sobre la maldad y los dolores invisibles que se esconden detrás de los muros domésticos — o en este caso, del castillo de turno — tiene algo de turbio por el hecho de meditar sobre temas modernos, que a la distancia siguen pareciendo actuales, frescos y temibles, a pesar de su contexto anticuado y tenebroso. Silas Ruthyn es un adicto, que además, siente una especial predilección por la violencia y disfruta de ejercerla, a través de un tipo de maldad sofisticada que sorprende por su inteligencia. No sólo es el padre de un asesino a quien oculta y protege, sino además, siente un especial deleite por la cualidad del miedo que engendra la posibilidad de herir, mutilar y asesinar. Todo un villano a la altura de su majestuosa casa familiar, que Le Fanu describe con amor y detalle a lo largo de la novela.
Lokis de “Lokis” de Proser Mérimée (1869)
Aunque Proser Mérimée se le conoce por ser el autor de la novela “Carmen” (que luego sería inmortalizada como una pieza operática por Georges Bizet), el autor creó uno de los personajes más inquietantes de la literatura de su época: La de Lokis, una criatura híbrida con rostro humano que pasa buena parte de su vida intentando ocultar su naturaleza bestial. De hecho lo logra, hasta que contrae matrimonio y en la noche de bodas, es incapaz de contener al hombre lobo con la envergadura de un Oso que vive en su interior. La escena del asesinato de su núbil esposa es por completo aterradora y lo es aún más, porque Mérimée al final, dota al personaje de una especie de final feliz, en la que vive el resto de sus días como un monstruo libre entre los bosques que rodean al antiguo pueblo en el que vivió. Toda una metáfora al mal que sorprende por su crudeza.
Ayesha de Ayesha: the return of She del escritor H. Rider Haggard (1887)
Quizás, ahora mismo es muy poco recordada, pero en su época, fue una de las novelas más vendidas de la historia. También se trata de uno de los ejemplos más elaborados sobre la gran fantasía de la época victoriana, de encontrar lugares inexplorados en medio de un ambiente primitivo y en esencia, bondadoso, alejado de los vicios modernos. Pero en realidad, es también una versión retorcida sobre los peligros de lo desconocido: Ayesha es una mujer formidable, elocuente, posesiva y poderosa, pero también, un personaje monstruo capaz de asesinar y destripar con la misma facilidad de ponderar sobre los dolores morales de la pérdida de la inocencia. Toda una versión extraordinaria de la mujer poderosa y cruel, muy adelantada a su época.
La Cosa de “The Damned Thing” de Ambrose Bierce (1893)
Uno de los primeros personajes no antropomórficos en provocar terror y miedo: la “cosa” de Bierce es inquietante por el mero hecho de carecer de forma, pero también, porque a pesar de eso tiene una personalidad y es perfectamente capaz de matar, en medio de lo que parece ser el anuncio de una presencia maligna. No obstante, hay algo que hace de esta criatura desconcertante algo aun más aterrador: puede decidir tener apariencia humana y de hecho, lo hace con cierta regularidad. Toda una versión sobre la mutabilidad del mar que asombra por su inteligencia y buen uso de los recursos del terror apenas sugerido.
The Great God Pan de “The Great God Pan” de Arthur Machen (1894)
Una de las novelas más extrañas sobre la naturaleza de lo sobrenatural y además, la búsqueda de la noción sobre los dolores y lo terrores, convertidos en algo más elaborado, doloroso y monstruoso. Claro está, también se trata de la reinvención de Machen sobre la naturaleza de un monstruo Galés violento y de apetitos inconfesables, pero en esencial, la novela crea una inevitable colección entre lo que vincula a la naturaleza humana con el desenfreno, el poder alegórico del deseo y la capacidad de la mente para crear una noción extraordinaria sobre la violencia. En medio de toda este análisis sobre el bien y el mal escindido, hay por supuesto, todo tipo de manifestaciones sobrenaturales, orgías paganas y mujeres monstruosas, en un tributo a la percepción del horror como una pérdida absoluta del control sobre nuestros instintos y versiones de la realidad.
Conde Magnus de “Count Magnus” por M.R. James (1904)
En la actualidad, puede parecer una historia simple sobre fantasmas, arraigados en pequeños estratos de lo temible, pero se trata en realidad de un relato muy sutil de lo maligno que se esconde bajo lo cotidiano. El Conde Magnus en realidad no es un personaje, sino una pintura que parece simbolizar toda la maldad del mundo y que al final, termina siendo la excusa para una serie de asesinatos violentos. James jamás aclara si en realidad se trató de la influencia de la pintura lo que provocó los sucesos que narra la historia, de modo que la posibilidad que la naturaleza humana se enlace con el miedo y la probabilidad de lo sobrenatural, sigue siendo uno de los puntos más intrigantes del relato.
Mandragora de La Mandragora del escritor Hanns Heinz Ewers (1911)
Se dice que es la versión reaccionaria, violenta y mucho más erótica del Frankenstein de Mary Shelley, pero en realidad es algo más: con su atmósfera grotesca, la novela de Heinz Ewers crea una concepción sobre el absurdo y el temor a medio camino entre la antigua ambición de crear vida y los peligros que simboliza la posibilidad. Todo en mitad de una historia retorcida en la que una mujer es concebida a través del esperma de un hombre horcado que una vez de adulta, se convierte en una criatura vil, violenta y de brillante intelecto. Uno de los personajes más ambiguos, profundos y terroríficos de la literatura.
Cassavius de Malpertius por Jean Ray (1943)
Esta novela surrealista Belga, trata de una extrañísima fantasía emparentada con las ensoñaciones más grotescas de Cocteau sobre la naturaleza escindida de nuestras aspiraciones, mitos y leyendas. Pero también, es una búsqueda de significado a la oscuridad de la memoria colectiva, plasmada en una inquietante mansión, en la que el mago Cassavius mantiene cautivo a todo de Dioses y divinidades de diferentes lugares del mundo. Todas las aventuras que narra el libro son expresiones de dolorosa belleza sobre la naturaleza humana sublimada pero también degradada, lo que crea una combinación angustiosa sobre las sombras y la luz que habitan en el espíritu de la memoria colectiva.
Mr. Potato Head de “Subsoil” de Nicholson Baker (1994)
Probablemente la versión más estrafalaria y extraña sobre el mal, el bien y los terrores que se ocultan detrás de los objetos comunes. Cuando el historiador agrícola, Nyle T. Milner, decide pasar la noche en una misteriosa mansión, deberá enfrentar la venganza de la naturaleza convertida en una fuerza maligna e irrefrenable. La imagen de la lenta, agonizante y en apariencia muy dolorosa muerte de Milner es quizás uno de las escenas más grotescas de la literatura de terror. El narrador — que no es del todo fiable — por momento tiene el ambiguo discurso de sugerir que lo ocurre es consecuencia de la avaricia y la arrogancia del hombre, con la intención de someter a la naturaleza a su voluntad quebradiza. De modo que mientras el miedo se convierte en una versión aterradora sobre el poder primitivo e invisible que sostiene a la incertidumbre, también puede ser un recorrido a través de la locura, la pérdida de la razón y al final, la libertad absoluta del miedo convertido en puente hacia algo más inquietante que la muerte. Una idea que el autor elabora con enorme sutileza.
La noción del monstruo, el hombre creador y sobre todo, la percepción sobre lo que somos como colectivo y cultura, se transforma a través de los años. Quizás por ese motivo, el investigador Masahiro Mori abarcó la cuestión en uno de los tratados más influyentes de la historia de la robótica. Publicado en 1970, la investigación analizaba la idea del “Valle inquietante” y el rechazo natural que cualquier hombre sentiría hacia criaturas no humanas, que sin embargo tuvieran aspecto o características humanas. Una repulsión absoluta que Mori jamás pudo explicar pero que dejó claro, era la respuesta a cualquier cosa “creada por el hombre con el objeto de acercarse al hombre”. Como si se tratara de la frontera entre lo aterrador y un cierto tipo de esperanza frustrada, la teoría de Mori engloba quizás el último estadio de una percepción sobre la conciencia creativa que aún permanece incompleta e inexplicable. De la misma manera que nuestras dudas existenciales más profundas. Nuestra casi ingenua necesidad de brindar sentido y forma a la irracionalidad de la existencia.