Crónicas de la Oscuridad:
La muerte y la vida en medio del silencio.
La muerte no es algo que pueda comprenderse de una sola manera, aunque lo parezca. Hace unos días, leía a un ensayista que ponderaba que morir en nuestra época, se ha hecho ridículamente complicado “Mueres de forma cerebral, física. Pero sigues vivo. Después, hay el trámite interminable de las cosas que se harán después con tu cadáver, de modo que de alguna forma, sigues vivo. Todo se ha hecho difuso y complejo. Tanto como para que la frontera entre lo que estar muerto significa sea más difícil de definir que nunca antes”. La reflexión me hizo pensar en que en realidad, la muerte pasó a ser un concepto cultural, cuando en realidad, se trata de algo por completo físico. Una percepción durísima y apabullante sobre la finitud de la vida humana.
Porque de eso se trata todo, ¿no es así? me digo mientras me subo a la báscula en la consulta de mi médico de cabecera. Perdí tres kilos, pero sigo muy lejos de mi peso ideal. También aumentó mi nivel de colesterol y debería comenzar a tener más cuidado con el azúcar que consumo. La cuarta década de mi vida está muy cerca y también, la pérdida de cierta juventud. O mejor dicho, de la conciencia sobre mi vida como un hecho que me sobrepasa, un misterio sin número ni explicación real. Ahora, me restan quizás cuarenta años antes de la vejez y la senectud. O un poco menos. Estoy a punto de rebasar la línea que separa a la esperanza de la certeza. Sé, con cierta seguridad, cuando moriré.
— Eso es una idea tétrica — dice mi médico cuando se la digo.
— Pero es realista.
— Claro que lo es. Pero no deja de ser tenebrosa. ¿Te asusta?
Estoy al otro lado del biombo de tela y me enfundo en mis jeans, que siguen quedándome estrechos. Antes, me parecía divertido dar saltos hasta lograr subir la cremallera. Pero hoy, pienso en que el sobrepeso que me afecta, es un real problema de salud. Uno que puede volverse crónico, uno que sin duda, deberé tener en cuenta en el futuro. ¿Habría pensado en esos términos diez o veinte años atrás? Seguramente no. Y ahora, en la mera idea hay algo de medroso, inquieto, doloroso. Y sí, claro un poco de miedo.
— Supongo que es natural que me asuste — le respondo.
— Es natural, claro. Pero también parte de esta época.
Suspiro. Me calzo los zapatos, salgo y me siento en la silla de plástico frente al escritorio. Mi doctor lo ha sido desde principios de la veintena, de modo que me ha visto crecer. Ha visto mi cuerpo hacerse el de una mujer madura y también, mi salud volverse una colección de pequeños achaques. La sensación que hay un reloj oculto en mi cuerpo que marca el compás del fin de mi vida, va más rápido ahora, pienso. Tanto, como para quizás adelantar un minuto, un poco más.
— ¿Temerle?
— Sólo pensar en la muerte cuando alcanzas cierta edad.
— ¿Y antes no era así?
Uno de mis libros favoritos es Cementerio de Animales del escritor estadounidense Stephen King, cuyo tema central es precisamente la mortalidad y el miedo a la incertidumbre al final de la vida, aderezado con cementerios indígenas con poderes misteriosos y uno que otro fantasma. Pero en realidad, es una historia sobre el dolor, el duelo y el miedo a la muerte. En una de sus escenas más filosóficas, dos de los personajes tienen una extraña conversación sobre la forma en que en la actualidad, se comprende la muerte “se trata de ocultar” dice Jud Crandal, el viejo sabio que medita sobre el tiempo y los horrores secretos “Como si no existiera. Como si morir fuera un hecho vergonzoso”.
— En realidad, esta es una sociedad que rinde culto a la belleza y a la juventud — dice mi médico — lo que quiere decir que le resulta impensable el hecho mismo de morir. Amamos la idea de esta especie de etapa atemporal que transcurre mientras somos adultos, que flota y enaltece la noción y percepción sobre la vida y lo que ocurre después como algo lírico. En realidad, es lo más simple y brutal. Una combinación de procesos biológicos.
Eso lo sé, claro. Cuando era una adolescente, pasé unos cuantos años obsesionada con la muerte, a tal nivel y de forma tan desesperada, que comencé a recorrer las funerarias para contemplar los cadáveres en sus ataúdes. Era un hábito ridículo, que tenía más de desafío a mis propios terrores — que los tenía, sin duda — pero también, aprendí sobre la forma en que analizamos la muerte como un ritual, cuando en realidad, es un hecho crudo y concreto.
Solía sentarme en las sillas que rodeaban el féretro, que usualmente, se encontraban ocupadas por parientes, pero en realidad, casi siempre estaban solas. Nadie le agrada estar en compañía de un cadáver, a pesar del dolor, el duelo o la angustia que produzca la muerte de un ser querido. De modo que casi siempre, el cadáver era una especie de pequeño espacio silencioso, rodeado por los tradicionales Cirios o en los lugares más modernos, lámparas de reflejo amarillento. Me acercaba y me dejaba caer a unos metros. Aguardaba a que se me pasara el miedo — o la sensación de estar haciendo algo realmente incorrecto — y entonces, contemplaba el rostro en el cristal. Ancianos, mujeres jóvenes, hombres de edad media. En dos ocasiones un adolescente de caso mi edad. Siempre me sorprendía y me hacía sentir un ligero vértigo sobre la conciencia de mi propia mortalidad. De la forma en que se enlaza la noción sobre la muerte — o cómo la concebimos — con una idea muy profunda, extraña y dolorosa. La mayoría de las veces, no podía soportar demasiado la rara tensión de aquel silencio, rodeada de familiares que suspiraban y lloraban en voz baja, a unos metros de distancia. Pero en otras, me obligaba a mirar, a hacerme preguntas. Y me quedaba sin respuestas.
— ¿Le contaste a tu abuela eso alguna vez?
— No, me avergonzaba — admití — pero si llegué a comentar la forma como me impresionaba que la muerte fuera…¿qué? ¿ritualizada? ¿Se llama así?
— No lo sé. Lo que si sé es que todos necesitamos el luto.
— Duelo.
— Ambas cosas.
— Lo estás enfocando mal — mi médico suspiró con cierto cansancio — el luto y el duelo son necesarios para que tu mente comprenda que está ocurriendo. Aceptar la muerte de otro te permite comprender la propia.
La necesidad de entender a la muerte, me llevó a investigar. Tenía catorce años cuando comencé a buscar en el recién descubierto mundo de Internet, todos los textos que pudiera encontrar sobre el embasamiento, la exhumación y otros temas parecidos. A la distancia, me asombra un poco que no haya comenzado por investigar sobre oficios, rituales y leyendas, sino algo tan mundano como un proceso que prometía brindarle a un cadáver una momentánea apariencia de vida. Pero por algún motivo, eso me parecía más real y cercano, que alimentar ideas sobre la trascendencia que no sabía muy bien como encajar. Suponía — esperaba — que podía haber algo después de la muerte. Pero por el momento, me parecía de infinita importancia comprender qué ocurría en realidad al morir. ¿Podía ser un vínculo entre ambas cosas? ¿La certeza biológica sosteniendo algo más trascendental?
Nunca lo supe con claridad, pero aprendí algunas cosas que por años, sostuvieron mis razonamientos y reflexiones sobre el tema de mortalidad. Por ejemplo, gracias a una serie fotográfica médica, supe que el cuerpo humano reconoce la muerte no como una cese de sus procesos vitales, sino algo más parecido a dejar de resistirse a los millones de microorganismos, que hasta entonces le habían mantenido con vida. Miré en pequeñas láminas de acetato, como las bacterias del tracto digestivo, la piel y otras tantas, se hacían de pronto imparables, invadían el cuerpo, se extendían como una multitudinaria reacción en cadena. De modo que en la muerte, lo que mantuvo al cuerpo vivo por tanto tiempo, de pronto se vuelve la forma en que la naturaleza intenta consumirlo de forma eficiente y asombrosa. En una ocasión, miré un vídeo en cámara rápida, que mostraba justamente ese proceso. Me aterrorizó y me fascinó. Me provocó pesadillas por meses. Pero también, me mostró la manera en que la vida sigue siendo vida, incluso en la muerte. Una idea de extraña belleza.
— Lo sé, cuando acudía a todos esos velorios, de pronto entendía mejor que…- no supe como ponerlo en palabras.
— Que te ocurrirá, tarde o temprano.
— Sí.
— Es una idea inquietante pero práctica.
— ¿La piensa usted?
— ¿Cómo médico? Siempre.
Cuando cursaba la colegiatura de leyes en la Universidad, una de las asignaturas exigía que debía visitar la morgue de mi ciudad, un lugar pestilente y extraño alrededor del cual había todo tipo de leyendas. Cuando el profesor anunció la visita, al menos la mitad de mis compañeros declinaron la oferta. Yo me ofrecí y no porque fuera especialmente valiente — no lo era — sino porque me recordó de forma muy clara, a mis vagabundeos de adolescente entre funerarias y velorios. Además de la mía, había sólo seis o siete manos levantadas. El profesor nos echó una ojeada curiosa.
— No será una visita sencilla — puntualizó — es probable tengan deseos de vomitar o que lo hagan.
Nadie respondió. Me pregunté qué podía causarme semejante reacción. ¿La vista del cadáver? ¿O…el hecho real de ser testigo de…? Me recorrió un escalofrío. Levanté la mano.
— ¿Veremos una autopsia? — pregunté.
— Asistirán a parte del proceso, sí — respondió el profesor con toda tranquilidad.
Un murmullo aterrorizado recorrió el salón. Me quedé sin saber qué hacer y preguntándome si estaba a tiempo de retroceder, de admitir que de pronto tenía mucho más miedo de lo que podía admitir y que la mera idea de estar en semejante proceso, me sobrepasaba. Pero no lo hice. Me quedé sentada, muy quieta y pensé que quizás, necesitaba entender la muerte desde esa región meridional y violenta de lo biológica. No habría donde escapar. Tendría que entender qué ocurría al morir o al menos, con nuestro cuerpo.
— ¿Sigue queriendo ir? — Me preguntó el profesor.
— Sí — y mi voz me pareció tranquila, lenta. Como de muy lejos. Me pregunté si me desmayaría allí mismo. Me alivio que no ocurriera.
Mi doctor río cuando le conté lo anterior. Una risa amable, comprensiva. Recordé que tenía que haber pasado por algo semejante. Sacudió la cabeza cuando se lo comenté.
— En medicina es distinto. El cuerpo humano es un recorrido natural que debemos llevar a cabo desde lo básico. Muerto o vivo, ningún estudiante se sorprende en realidad. Pero para ustedes debió ser distinto.
En realidad, no sólo fue distinto sino devastador. En mi caso, se convirtió en uno de esos eventos capitales en la vida que no se olvidan con facilidad o que de alguna u otra forma, sostienen algo más grande y elaborado en la forma en cómo concebimos la realidad. Todavía, transcurridos casi veinte años, algún olor me recuerda la sensación o me encuentro pensando en lo que pensé durante la escasa hora que duró la visita. Es como una especie de espolón que despierta otras tantas ideas, que se unen unas con otras para dar significado a una serie de pensamientos muy privados, dolorosos y puros.
— ¿Tanto te afectó? — preguntó mi médico con curiosidad.
— Fue…no fue lo que me afectó, fue la forma como sacudió mis básicas y románticas ideas sobre la muerte.
El forense miró al grupo de ocho alumnos que formábamos parte de la visita — una corta, guiada y pulcra, insistió el profesor — con curiosidad. Nos encontrábamos en su oficina, a unos cuantos metros de la sala de autopsia, en la que alguien hablaba en voz alta aunque no podía comprender bien que decía. Un lugar pequeño, atestado de archivos, con un escritorio y una silla de plástico. Un modelo a escala del cuerpo humano sobre una mesa y un anaquel de metal con puertas de vidrio lleno de instrumentos médicos. Nos encontrábamos acurrucados junto a la pared más alejada de la puerta. Cinco mujeres y tres hombres. El doctor se acercó a uno de los muchachos, que respiraba de manera superficial y muy rápida, aunque aún no habíamos visto nada más que la antesala del lugar y unos cuantos objetos médicos en diversos estado de deterioro. Me pregunté qué le asustaba tanto y si también, debería estar asustada también.
— ¿Se siente mal? — preguntó el forense.
— Es como huele — dijo. La voz le temblaba —eso…que huele.
Todos los demás se llevaron la mano a la boca. como si la mera frase hubiera despertado algún instinto primario. Alguien a mi derecha se cubrió la nariz, yo me quedé aturdida, sin saber qué hacer o qué debía decir. Había un olor, sin duda. Algo concentrado, dulzón, desagradable. Pero no era especialmente agresivo. ¿O si y yo no lo notaba? Me froté la nariz, apreté los labios. Había algo tenebroso en la mera percepción de algo sensorial que podía provocar una reacción semejante.
— Es algo natural — dijo el médico. Era joven y tenía cara de cansado — ¿por qué te afecta así?
Porque se trata de un hedor que te recuerda qué ocurrirá inmediatamente después de morir, pensé con un sobresalto. Ya por entonces, sabía que un cadáver no suda por razones obvias, sino que sobre la piel, existe una reacción química provocada por las bacterias que están en la epidermis, que ya el sistema inmunitario no puede contener y que de hecho, no puede hacerlo. Que lo que suele llamarse “el olor a cadáver” es en realidad un proceso químico muy rápido que está ocurriendo casi de manera visible. Y que claro, produce un olor. Uno muy penetrante que atrae a las moscas, que recuerda a cementerios, que…entonces tuve miedo, uno muy diáfano, joven y abrumador. Tuve el impulso de correr afuera, de disculparme, de explicar que en realidad no estaba tan preparada como pensaba para una experiencia semejante.
— No es nada que te haga daño — estaba explicando el forense cuando me recuperé un poco de mi acceso de pánico — es algo que está relacionado con la forma en cómo funciona el cuerpo y sobre todo, en cómo se relaciona con su entorno. Ese hedor, es combustión de químicos sobre la dermis y epidermis. De hecho, ese es el origen del término cadáver. Carne data vermes. “Datar la carne con los gusanos”.
Una de las muchachas no soportó semejante explicación y tuvo un acceso de nauseas. De inmediato, otro de los compañeros se ofreció a sacarla del lugar y el forense se los permitió. Nos quedamos entonces sólo seis. El muchacho que no soportaba el olor pidió permiso para salir también. Cinco, conté con un sobresalto.
— ¿Ya les explicó su profesor que van a ver?
Lo había hecho, claro. Pero una cosa es hablar del tema — morboso e inquietante — en un salón iluminado con grandes ventanales abiertas, que en esa habitación pequeña y claustrofóbica. Al otro lado del pasillo, había cadáveres. Al menos uno. Desnudos, tendidos sobre una mesa de metal. Cadáveres que tenían el hedor de la muerte. Cadáveres preparados para ser analizados bajo el ojos de la ciencia.
— Sólo ver el resultado parcial de una autopsia y levantar un informe de perito fiscal— murmuró alguien.
Silencio otra vez. Las palabras sonaban a cualquier cosa. Otra de las muchachas pidió permiso para salir. Luego el hombre que estaba a mi derecha. Tres, me dije. El forense asintió, comprensivo. Nos contempló y tuve la certeza que ya había visto la misma escena cientos de veces, en otras tantas ocasiones. El miedo me cerró la garganta, me dejó sin voz, me hizo retroceder un paso. Pero no me atreví a pedir permiso para salir. En realidad no sabía qué hacer. Había una parte de mí — la curiosa, la empecinada en comprender — que quería quedarse. Para ser del todo honestos, la parte que quería salir corriendo era más convincente, más fuerte y más urgente.
— No vamos a entrar hoy a la sala de disección — dijo entonces el Forense — pero sí, vamos a mirar por la ventanilla. Miren, saquen sus conclusiones y luego se me van.
No parecía disgustado. Sólo un poco preocupado y también, cansado, infinitamente agotado. Asentí agradecida. De pronto me sentí muy sola, muy triste, muy simple. Agobiada por pensamientos infantiles, triviales. Recuerdo el trayecto por el largo pasillo en el cual el hedor que tanto había asustado a mi compañero era insoportable. Me voy a acostumbrar, pensé. En un rato, ya no lo oleré, me recordé. Eso es lo que sucedería. Miraría por la ventanilla, me iría a mi casa. Y eso es todo. Dejaría de oler.
No dejó de hacerlo.
Quizás se trataba de algo psicológico, pero el olor era más vivo y real cuando me puse de puntillas para mirar por la ventana circular hacia la sala de disección. No estaba bien iluminada, las ventanas rectangulares brillaban como focos brumosos. Y había un hombre tendido en una mesa de metal. Un hombre desnudo, con la cabeza vuelta hacia la puerta. Los ojos entreabiertos. La piel color ceniza. No era como los cadáveres de las funerarias, tan atildados y bien maquillados. Este tenía el cuerpo en una posición laxa y extraña, la boca entreabierta. El cabello apelmazado sobre la frente. Era un hombre y estaba muerto. Muerto de verdad.
Retrocedí, las nauseas me subieron a la garganta. Alguien me zarandeó, me puso un vaso de agua en la mano. Todo era brumoso y rápido. Pero seguí pensando que…¿qué? No sé que pensaba. Lo real, lo doloroso, era haber creído que la muerte eran los parientes que lloraban, los cirios ardientes, la capilla decorada, el cristal empañado del ataúd.
La muerte era esto. La muerte era algo doloroso, temible, incomprensible. Por completo natural, ajeno a cualquier sofisticación. La muerte era ¿qué? No recuerdo como volví por el pasillo hacia la oficina y de allí, al exterior del edificio. Sólo sé que el olor estaba allí, era real y me acompañó por mucho rato — más de que podría ser real — hasta que finalmente desapareció.
La película “la autopsia de Jane Doe” del director André Øvredal transcurre casi por completo en una sala de disección y análisis forense. En la película no se le llama así, sino que por algún eufemismo casi amable, se habla de una funeraria, lo que quizás hace parecer la pequeñísima habitación de paredes metalizadas y bañada en luz led, menos amenazante. Pero lo sigue siendo: en un giro insólito para una película de terror el guión analiza no sólo la muerte desde la incertidumbre de lo sobrenatural, sino también desde esa perspectiva incómoda y sobre la cual pocas veces se reflexiona cómo es el destino final del cuerpo humano al morir.
El actor Brian Cox resume el particular clima de la película en una única frase: “Todos somos idénticos en la muerte y eso aterroriza porque no nada la atenúa como hecho físico”. Lo dice mientras mira el cuerpo de Jane Doe, llegado del misterio para atravesar el trámite pragmático de su autopsia. En lo que es quizás una de las escenas más duras de la película, el forense se inclina hacia el rostro del cadáver y abre sus ojos. La mirada opaca y gris de la muerta parece recorrer el lugar, flotar en la nada. “Somos un proceso biológico que termina muy pronto” añade el personaje.
Se trata de un buen tema para una película de terror, pienso mientras el metraje avanza. La muerte no es un pensamiento sencillo. Y no lo será jamás porque la mente humana es incapaz de enfrentar — aunque lo intente — esa última barrera hacia la incertidumbre. Más de un filósofo ha llegado a la conclusión que la muerte nos aterra y nos deja sin armas para dulcificar su concepto o incluso, elaborar algo más complejo de la oscuridad, porque se trata de un límite desconocido. Sabemos cómo ocurre, pero no que vendrá después, si es que algo sucede en realidad. La ciencia no insiste en explicaciones sobre el tránsito de la conciencia — y de hecho, lo niega — mientras que el resto del saber humano se empeña en brindar algún tipo de significado. En adornar la posibilidad de supervivencia a la muerte con sus fantasías y terrores. Pero aún así, el verdadero terror comienza mucho antes y se analiza desde el rostro de un cadáver.
— A nadie le gusta pensar que su vida termina de una manera tan prosaica — me dice P. , quien es patólogo de profesión y habla del tema con cierta admiración — a nadie le gusta pensar que morir no es otra cosa que un hecho físico que termina con todas las expectativas y esperanzas. Que destruye la personalidad y te deja convertido en un montón de carne que comienza un proceso biológico por el que poca gente se interesa. Morir es un trámite concreto, nada poético. Y eso aterroriza claro.
La primera vez que conversé con P. habían transcurrido casi cinco años del episodio de la morgue. Me lo recomendó mi psiquiatra, a quien le había contado a detalle mi experiencia traumática. De modo que hablar con un patólogo, fue quizás la decisión más sensata para entender mi propio proceso de entender a la muerte como algo en esencia, biológico, algo que mi mente seguía resistiéndose a aceptar. Para P. mi experiencia fue natural y de hecho, nuestras reacciones de todo comprensible. En esa primera conversación, me habló sobre la ocasión en que trabajó en una funeraria y tuvo que enfrentarse al cadáver de una mujer a la que debía “preparar” para su funeral. Se trata de un proceso que intenta dulcificar la muerte desde cierta sensibilidad: lavar, vestir, peinar e incluso maquillar al cadáver. Pero P. se ocupaba del embalsamamiento, un procedimiento mucho más médico que ritualista y por supuesto, mucho más específico que espiritual.
— Embalsamar no es algo sencillo y hasta hace unos años, el método pasaba de experto a aprendiz en las funerarias — me dijo en esa ocasión — yo aprendí con un hombre poco paciente que pasó más tiempo mostrándome las herramientas que como llevar a cabo algo tan delicado. Aprendí por ensayo y error y no es una imagen bonita: el aspecto de un cadáver es importantísimo para sus familiares. No te imaginas cuanto. Como luce provoca un efecto emocional y esa es tu responsabilidad. Fue la primera vez que entendí el dolor de la muerte, en familiares y amigos. Para la mayoría, ver el carácter con el mismo aspecto que tuvo en vida, es un consuelo. Pequeño y que nadie comprende muy bien, pero consuelo al fin.
Pienso en ese ritual milenario que se conserva casi intacto de época en época. Los egipcios estaban convencidos que para disfrutar de la vida después de la muerte, era necesario que el cuerpo debía conservarse incólume. Un cadáver — o en todo caso, su permanencia — era necesario para asegurar que el alma pudiera transitar hacia ese misterioso otro mundo poblado de Dioses que esperaba más allá. En la actualidad, el embalsamamiento parece resumir la misma idea de la supervivencia de la muerte a través de la carne. Esa resurrección imaginada por tantas culturas y religiones — incluyendo la cristiana — que necesita el cuerpo para comprenderse.
— La muerte es un asunto emocional, aunque ya no tanto como lo era en otra época — concluyó P. en esa oportunidad — y esa emoción era el miedo. Un terror que el duelo expresa en lo posible y el luto intenta dar un tinte cultural sobre cómo percibes la ausencia. Pero es miedo, sin más. El miedo a esa conciencia que vas a morir. Que a pesar de lo que hagas, morirás tarde o temprano.
Nos encontramos en la biblioteca de su casa, repleta de libros sobre la muerte, los procesos de embalsamamiento, textos médicos y otros dedicados en específico a la patología forense. Se acerca y toma uno. En la portada aparece una habitación médica de aspecto impoluto y antiguo. “El arte de embalsamar” leo en voz baja. Pienso en los elaborados libros egipcios sobre la muerte y la resurrección, repletos de preciosos símbolos y pinturas. Tiene mucho de alegórico que los libros de la muerte de nuestra época sean tan vulgares y poco atractivos.
— Morir es el último terror de la humanidad. El que todos compartimos, contra el que todos luchamos — prosigue— no hay nada en la muerte que podamos controlar. Y toda nuestra cultura medita sobre la posibilidad hacerlo, aunque no parezca evidente. Todo lo que hacemos es una visión contra la muerte, lo sepas o no.
La muerte y otras máscaras rotas:
Una vez leí que los médicos del Complejo de Ciencia Forense Aplicada al Sudeste de Texas utilizan los cadáveres que nadie reclama en la morgue de la ciudad para investigar los procesos de la muerte y cómo puede ayudarnos a comprender mejor la biología del proceso. Lo hacen dejando los cuerpos pudrir en el extenso bosque de casi 3 hectáreas que rodea el National Forest, propiedad de la Universidad Estatal Sam Houston (SHSU). Se trata de un paisaje de pesadilla: los cadáveres desnudos yacen en todos los rincones del frondoso lugar y de hecho, los trabajadores que no pertenecen al equipo científico son sustituidos cada dos o tres meses para evitar traumas futuros. No obstante, la idea no es reciente: siglos atrás los habitantes de los pueblos de Europa del Este asolados por la peste, dejaban a los cadáveres de las víctimas en los bosques circundantes. Atados a árboles y ramas, la costumbre tenía por objeto comprender que sucedía con los cadáveres una vez que les abandonaba — o eso se suponía — o simplemente, comprobar que no ocurría algo sobrenatural luego de su muerte. A la macabra costumbre se le llamaba “bosques de sombras”.
— Hace décadas, no se sabía con exactitud que ocurría en el cuerpo humano después de la muerte. No había una manera específica de hacer cálculos y análisis sobre la forma como la descomposición afecta los tejidos. Pero ahora sí y toda la patología forense actual tiene una inmediata relación ese nuevo conocimiento — me explica P.
Me dice que una autopsia consta de tres fases y cada una de ellas, amplia los conocimientos que te brinda la anterior. La primera analiza el cuerpo desde el ámbito de lo visible: la integridad de músculos y huesos, heridas visibles o lesiones evidentes. La segunda fase consiste en diseccionar el cuerpo e investigar el comportamiento de los órganos. Por último, las muestras de tejido se observan bajo el microscopio y se teoriza sobre las causas de la muerte. Es un proceso largo y trabajoso que se graba y se filma. “Y que no tiene nada que ver con esas rapidísimas escenas de las películas” dice P. con una sonrisa cansada. “Una autopsia lleva alrededor de seis horas de trabajo arduo. Y es un procedimiento que llega a ser agobiante. No hay forma de saber cuándo finalizó”.
Las autopsias se dividen en clínicas (que se realizan para especificar la causa de la muerte por causas naturales) y las autopsia forense, que es la que se lleva a cabo por motivos legales. Ambas tienen procedimientos distintos y en cada una, el patólogo también busca elementos distintos. Ambas sin embargo, están destinadas a convertir a la muerte en un suceso médico verificable, algo que siglos atrás, resultaba impensable.
De hecho, durante buena parte de la historia de la humanidad, manipular un cadáver con propósitos médicos ha sido motivo de castigos legales e incluso la muerte. Hasta el siglo XIX, en casi todos los países del mundo estaba prohibido realizar cualquier proceso científico a cualquier cadáver, por contradecir las estricta visión bíblica sobre la resurrección de la carne y las consecuencias que podía tener la destrucción de la muerte la abstracta promesa de inmortalidad cristiana. No obstante, ya para el año 300 D.C, Galeno había realizado la primera autopsia que se conoce, enfrentándose a las autoridades de su época e incluso a una leve condena judicial por publicar sus resultados. Siglos más tarde, Leonardo Da Vinci sería el primero en detallar una autopsia en sus cuadernos de dibujo, osadía que casi le causa una condena — y seguramente la muerte — por cometer herejía.
No obstante, la primera vez que la autopsia comenzó a considerarse un método legal, fue gracias al trabajo de Rudolf Virchow y Carl von Rokitansky, quienes durante la primera mitad del siglo XIX elaboraron la primera investigación académica de la relación entre las manifestaciones patológicas de un cadáver y las causas de la muerte. Gracias a su extensa experiencia en más de 30.000 autopsias clínicas y legales, ambos médicos lograron que Alemania se convirtiera en el primer país de Europa en considerar la patología forense como una disciplina científica a pleno derecho.
— Fueron pioneros pero no los únicos curiosos — me comenta P. cuando le comento lo anterior — ya por el año 1767, Carl Linneo explicó las infinitas relaciones entre la muerte de la materia y su transformación en materia procesable por la naturaleza. La investigación le trajo casi un año de cárcel por contradecir a la Madre Iglesia. ¿Te imaginas? insistir que sólo somos carne y que la Tierra nos devorará hasta convertirnos en polvo.
Una idea curiosa, nada metafísica pero si lo bastante violenta para dejar a cualquiera sin aliento. Sobre todo en una cultura como la nuestra, en la que la religión, se mezcla de manera casi peligrosa, como la noción y la percepción sobre lo inexplicable. Así que la muerte debía ser explicada, regurgitada a través de la fe. Los retablos medievales mostraban retablos brillantes de cielos rígidos de azul radiante y el infierno, poblado de criaturas misteriosas y crueles. Entre ambas cosas, se encontraba el mundo, los terrores inconfesables. Contradecir esa idea rompe cierto tipo de inocencia, de fervor crédulo, de esperanza infantil.
— Como cumplir los cuarenta — dice mi médico con una carcajada.
— Sin duda — digo y sonrío también.
Pero al salir, tengo la sensación que soy más consciente sobre mi cuerpo que nunca, que pesa y es real en una manera que me produce cierto agobio. Y por supuesto, recuerdo el olor de la morgue. La forma en que me recordó los límites de la carne, cerró la puerta de la identidad más amplia e ideal para siempre. El hedor que me dejó claro que puedo creer lo que quiera sobre mi identidad inmortal, pero que mi cuerpo, está anclado a la tierra, al tiempo, a la mundana posibilidad de lo finito.
Según los principios de la termodinámica, la energía no se crea ni se destruye, sino que se transforma en una nueva materia convertida en algo por completo nuevo. O lo que es lo mismo: cualquier elemento tiende a destruirse para crear una energía nueva a partir de las partes desmenuzadas del conjunto. Pienso en esa teoría sentada en la oscuridad de la terraza de mi casa, contemplando la cúpula celeste cuajada de estrellas grises y púrpuras. Pienso en las teorías que aseguran que somos producto de una sorprendente causalidad cósmica, de la combinación de elementos estelares que dieron origen a la vida, sin que seamos otra cosa que un accidente. Pienso en la descomposición, que engloba esa visión del cuerpo convertido en algo más que una interpretación sobre nuestra existencia. En una nueva visión sobre ese origen Universal e infinito, que regresa a la Tierra como una manera de asumir la creación de algo más extraordinario e impensable. Una noción sobre la vida y la muerte como procesos creacionistas en estado puro.
No se trata de una idea alentadora pero en realidad, es mucho más profunda de lo que podemos analizar a primera vista.
Cenizas a las cenizas, polvo al polvo. Luz de estrellas muertas.