Crónicas de la Nerd entusiasta:

Todo lo que deberías saber sobre la figura del payaso y los terrores que oculta.

Aglaia Berlutti
10 min readOct 9, 2019

La figura del payaso espeluznante no es en absoluto novedosa: ya por la segunda mitad del medioevo, las efigie de hombres con el rostro maquillado con colores muy brillantes, se usaban para mostrar tanto felicidad como cierto tipo de terror no explicito. Los bufones de las diversas cortes, juglares de feria y marchantes en espectáculos ambulantes, eran personajes misteriosos, a menudo marginados con problemas físicos. Y también eran peligrosos: tanto como para provocar temor.

De hecho, el payaso y lo monstruoso fue considerado una única cosa durante buena parte de la historia. Lo que hacía reír era esa conmoción sobre la morbosidad que representaba lo extraño, lo inquietante y lo poco usual. Las deformidades físicas eran una forma de curiosidad y algunas cortes, pagaban bien para que sus bufones fueran criaturas tenebrosas y hostiles, arrancados de los brazos de sus familias para la diversión del poderoso de turno. El payaso, era de hecho, una combinación entre una excentricidad costosa y un lujo por el cual se enfrentaban de forma amistosa familias con poder. El bufón, el tullido, el enano de la corte era un símbolo de alcurnia, una forma de demostrar el poder de las extravagancias que podía acoger las cabezas coronadas de la historia.

Por supuesto, había algo de ritualista y extraño en la forma en que el humor se comprendía por entonces: los bufones y demás criaturas asociadas con la risa, tenían la potestad de burlarse de a lo que cualquier otra persona, hubiera costado la vida. Era común que el bufón de la corte pudiera reír de la fealdad del Rey, la gordura de la reina e incluso, dirigir críticas solapadas a la forma de gobierno que se ejercía en el Reino bajo la excusa de la risa. Ese discurso sobre la hilaridad, se sostenía a través de disfraces y maquillajes llamativos, pero sobre todo, sobre la agudeza mental del bromista. No obstante, a medida que el poder se hizo más personalista — sensible — y dependió mucho más del respeto de Lores y aristócratas, el humor del bufón comenzó a rozar los límites peligrosos de la exclusión. Para mediados del renacimiento, la salvedad del humor grotesco desapareció y buena parte de los bufones aprendieron a fuerza de ejecuciones, que la risa debía volverse un fenómeno indescifrable. Un truco de palabras.

En 1700, el inglés Joseph Grimaldi creó la primera versión del payaso tal y como la conocemos en la actualidad: mitad mofa al mundo que le rodea y una nota de amarga burla que se combina para crear algo más amargo. El actor incorporó a la clásica commedia dell’arte la figura del payaso triste y fue el primero, en interactuar con el público e incluirlo dentro de sus actos. Pero Grimaldi también tenía un lado oscuro: era conocido por su extraño sentido del humor, y de vez en cuando, se le llegó a considerar un hombre siniestro alrededor del cual había todo tipo de rumores inquietantes. Se habló de una infancia marcada por traumas y carencias, de la muerte de varios de sus parientes más cercanos en circunstancias siniestras y al final, el payaso más amado de Inglaterra, sucumbió a su mito. En la actualidad, poca gente recuerda la historia de Grimaldi más allá de su aporte a la comedia moderna, una transición invisible entre el hombre y a su personaje que resulta macabra por toda la simbología que sostiene a cuestas.

La transformación entre el hombre y el personaje, se consideró por años un tema literario recurrente: hubo poemas anónimos e incluso relatos orales, sobre lo que escondía la máscara y el traje de payaso. La versión sobre el hombre atormentado que esconde sus penurias tras la risa, se convirtió en un tópico siniestro y de hecho, existe una considerable colección de obras que analizan ese recorrido desde la cordura aparente hacia una forma de locura. La más conocida sin duda, es L’Homme Qui Rit, o The Man Who Laughs del escritor Victor Hugo, publicada en 1869 y que construyó el arquetipo del payaso siniestro como una alegoría directa a los infinitos matices del bien y del mal.

Un terror a las sombras:

Para el momento en que escribió la obra, Victor Hugo atravesaba una dura situación personal: aislado por aristócratas franceses, asediado por las deudas y con sus novelas anteriores convertidas en un hecho político, el escritor debió lidiar con el poder y el sistema para sobrevivir. Para entonces, tanto Los Miserables como El jorobado de Notre Dame, eran considerados ataques no sólo a los Nobles franceses sino al pueblo mismo de Francia, por lo que tuvo que enfrentar críticas, rechazo e incluso, una discreta pero hostil persecución en el mundo literario. Pero el escritor no se dejó amedrentar: conocido por su carácter rebelde y sobre todo, el trasfondo crítico de sus obras, reaccionó de la única forma que podía o sabía hacerlo: escribiendo una nueva obra.

The Man Who Laughs es un tétrico melodrama político que usa la figura del payaso para recorrer los recovecos más incómodos del poder y construir una versión sobre lo moral, a través de la concepción del humor — y el payaso — como una máscara del miedo y las perversiones. La novela es un compendio de los temas favoritos de Hugo — hay toda una selección de sofisticadas traiciones, asesinatos, artimañas y trampas políticas — y también, un romance crepuscular que el autor dota con una sentida visión sobre el tiempo y los horrores ocultos a la sombra de la sociedad. Hay además y para no variar en las obras del escritor, una relación tormentosa y un suicidio en medio de las fauces de la locura. Por supuesto, una metáfora semejante necesitaba un personaje lo suficientemente oscuro para sostenerse y para Victor Hugo, la selección fue inevitable. El protagonista de todos los horrores, temores y pesares era por supuesto, un payaso.

Pero no se trataba sólo de un personaje ligado a la vieja tradición del humor callejero, sino la sublimación de la máscara retorcida que oculta algo mucho más macabro de lo que puede verse a simple vista. La trama cuenta la historia de como el malvado Rey Jacobo II de Francia, hace ejecutar a un rival político en una ejecución pública y como si la crueldad no fuera suficiente, ordena que se desfigure el rostro de su hijo varón con una sonrisa grabada a cuchillo. Abandonado y despojado de todas las riquezas de su padre, el jovencísimo Gwynplaine, vaga por las calles de París junto a una niña ciega, hasta que ambos son adoptados por un carnaval ambulante.

Traumatizado y como es de suponer, con un latente y violento deseo de venganza, Gwynplaine crece para convertirse en la principal atracción del circo, al crear un acto en que sus horrorosas cicatrices son el espectáculo central. Se trata de hecho, de una conexión inmediata con la antigua percepción del payaso como fenómeno de lo grotesco y el que creó Grimaldi. Hugo utiliza ambas versiones de la risa y el horror, para crear un discurso escindido y cruel, que convirtió a su personaje en el origen de todas las versiones futuras sobre payasos inquietantes y monstruosos, que ocultan apetitos inconfesables bajo la risa. Más allá de eso, el Gwynplaine es una criatura trágica, devorado por la oscuridad y que al final, se construye a sí mismo como una figura tenebrosa que encarna todos los horrores que sostienen a la novela como discurso el dolor y la crueldad que habita en la naturaleza humana.

Claro está, para Hugo era del todo imposible contar una historia sin redención, por lo que aunque Gwynplaine está destinado a la destrucción y a la muerte, acaba enamorándose de la niña ciega — que creció para convertirse en una bella mujer — y ambos viven una trágica historia de amor. Para bien o para mal, el escritor elaboró una versión muy adelantada a su tiempo sobre el miedo y la moral escondida, enlazada con algo más fecundo y extraño de digerir. Poco a poco, Gwynplaine deja de ser sólo un hijo de la tragedia y se convierte en una metáfora de la pérdida y de la injusticia social. Todo bajo la percepción de Hugo que la mente humana crea sus propios monstruos y los alimenta como puede.

A pesar de su buen ritmo — y quizás debido a su flojo desenlace, fruto de las prisas de Hugo por publicar su proclama contra los ricos y poderosos — la novela se convirtió en la menos popular de su obra y por años, hubo un largo debate sobre su valor y sobre todo, la forma en que podía comprenderse una crítica contra la sociedad y la cultura, encarnada por un personaje ambiguo e inclasificable. Porque Gwynplaine era tanto un héroe como un villano, hermoso y a la vez monstruoso. El argumento levantó largas y encendidas discusiones sobre la posibilidad de la bondad en un hombre semejante y al final, incluso se acusó a Victor Hugo, de intentar “destruir las aspiraciones de bondad” a través de la “fealdad y violencia” del mutilado Gwynplaine. Con todo, la historia se volvió parte recurrente de textos posteriores y por supuesto, de una de las obras más fascinantes de la historia del cine.

El hombre que ríe a carcajadas.

Cuando el director norteamericano Paul Leni se interesó por llevar al cine una adaptación de The Man Who Laughs, ya había dos versiones cinematográficas y una teatral, ninguna con especial éxito. Sobre todo, la austriaca del director Julius Herska de 1921 había tenido muy poco éxito y peores comentarios. Pero Leni no estaba interesado en contar la historia desde el punto de vista romántico — que quizás fue el error de Herska — sino la extraña, siniestra y cruel historia de Gwynplaine.

Leni, además, era quizás la elección perfecta para llevar a la pantalla grande en Norteamérica, una historia especialmente cruel y siniestra. Veterano del expresionismo alemán y además, un artista interesado en “la belleza de la oscuridad”, como escribirá años después al narrar su experiencia durante la producción de la película. Para encarnar a Gwynplaine, Leni insistió en Conrad Veidt, un actor que había causado furor como el sonámbulo asesino en la película El Gabinete del doctor Caligari de Robert Wiene de 1920. Además, Veidt era un hombre especialmente siniestro: corrían historias extrañas sobre su afición a recorrer cementerios a mitad de la noche y su retorcido sentido del humor. Para Leni, fue el candidato ideal — quizás el único — para encarnar al más retorcido de todos los payasos literarios.

El estudio Universal quería una obra de arte para una de sus películas más ambiciosas y apostó a un equipo creativo de lujo: para el maquillaje del espectral Gwynplaine, contrató a Jack Pierce, un artista recién llegado pero que había dado muestras de originalidad en producciones de alto calibre como El Jorobado de Notre Dame de Wallace Worsley estrenada en 1923 y El Fantasma de la Opera de Lon Chaney, Rupert Julian, Edward Sedgwick y Ernst Laemmley de 1925. Pierce tuvo la libertad de innovar para crear un tipo de personaje extravagante que hasta entonces, nadie intentado crear a partir de una historia clásica. Para mostrar el alma torturada de Gwynplaine, el artista uso un revolucionario maquillaje blanco con base verde, que en los tonos blancos y negros, creaba sombras y matices que destacaban las duras facciones de Veidt. Además, agregó dientes postizos e hizo que el actor llevara emplastes internos de algodón para crear la ilusión de una cicatriz tumefacta.

Veidt se mostró encantado con el largo proceso de caracterización y quizás inspirado por el trabajo de Pierce, creó al personaje a base de un proceso largo y complicado, que incluyó encerrarse a solas en habitaciones de hoteles para recitar los parlamentos a gritos. Fue tanta la obsesión de Veidt por crear un Gwynplaine creíble, que sus parientes y allegados llegaron a temer por su cordura. “El papel se volvió el centro de su vida” comentó Pierce, quien en más de una ocasión debió maquillar al actor para los largos y agónicos ensayos en solitario. Incluso Paul Leni, llegó a preocuparse por la salud mental de su protagonista. “El personaje se convirtió en su oscura sombra” escribió en sus diarios del rodaje.

Con todo, la obsesión de Veidt debió inspirar al elenco y al director: la película es un recorrido cuidadoso, espectral y visualmente extraordinario por el descenso al sufrimiento extremo de Gwynplaine, que recorre la atmósfera sórdida de un carnaval tétrico en medio de una iluminación a dos focos, todo un experimento para la época, lo que permitió crear un clima enrarecido que sólo acentuó la noción que la historia, era algo más que una simple película de terror. Además, Veidt logró encontrar el tono justo del personaje: con sus enormes ojos angustiados, la sonrisa siniestra y los dientes retorcidos, era la imagen misma del miedo y el sufrimiento. El público se asombró por el sufrimiento del personaje pero más allá de eso, se conmovió por su transición de hombre amable — hijo de un gran héroe — para convertirse en un tétrico payaso inquietante. La película se convirtió en un éxito instantáneo y hasta la actualidad, es considerada un brillante cierre al expresionismo alemán.

Un villano con una amplia sonrisa:

La alargada sombra de Gwynplaine se ha convertido en parte importante de la cultura popular y sobre todo, la que analiza la psiquis del hombre y los dolores sociales. Desde su evidente influencia en el diseño creación del Guasón original imaginado por Bill Finger y Bob Kane, hasta la encarnación de Heath Ledger del personaje para Christopher Nolan en 2008, el personaje de Victor Hugo forma parte de cierta percepción colectiva sobre el mal escindido y el terror que esconde el rostro del hombre común. Hay una evidente correlación en la forma como el escritor imagino no sólo las penurias de los espíritus torturados detrás del maquillaje del payaso, sino también la imposibilidad de redención inmediata. Cada villano que oculta los terrores que puede infligir detrás de la máscara rota de algo mucho más elaborado y duro de comprender, es una nueva encarnación del personaje con el escritor trató de construir un nuevo tipo de horror. Una forma poderosa de profundizar en las tinieblas que se esconden en la forma en como concebimos la incertidumbre y el poder del mal.

El Gwynplaine de Hugo, a mitad de camino entre la luz y la oscuridad, elaboró el que es quizás, el reflejo más fidedigno y poderoso del espíritu del miedo que se esconde en la naturaleza humana. Una metáfora poderosa sobre el bien y el mal, lo que subyace sobre la conciencia colectiva y la forma en que nacen los monstruos del mundo de las ideas. Todo un recorrido por la conciencia del mal desde una perspectiva de dolorosa crueldad.

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Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión. Desobediente por afición. Escribo en @Hipertextual @ElEstimulo @ElNacionalweb @PopconCine