Crónicas de la nerd entusiasta:

La siniestra mirada al olvido de la serie “Chernobyl” de HBO.

Aglaia Berlutti
8 min readMay 21, 2019

En el fotolibro Chernobyl del fotógrafo venezolano Ricardo Arispe, la antigua ciudad modelo de Rusia emerge de las ruinas como símbolo terrorífico del miedo. Cada una de las fotografías — que muestran casas abandonadas, el bosque petrificado y los rostros tensos de algunos sobrevivientes — es una colección de miradas sobre el desamparo. Una ciudad fantasma que sin embargo, es por completo distinta a cualquier otra del planeta. En la ciudad de Chernobyl, la muerte — o la posibilidad de ella — está en todas partes — y las imágenes de Arispe la muestran en toda su aterradora dimensión. Un paisaje desolado, estéril y aterrador cubierto por la nieve que deja poco a la imaginación. Las casas abandonadas tienen un aspecto siniestro: la mayoría conservan los muebles y objetos personales de sus antiguos ocupantes, lo mismo que los edificios estatales y escuelas. En Chernobyl, la vida se detuvo hace treinta años y lo hizo por el impacto de un desastre nuclear cuyos motivos aún no se comprenden lo suficiente. Ahora, el canal por cable HBO intenta recrear la tragedia — bajo la misma mirada desolada — desde un supuesto documental (en realidad es una crónica ficcionada con tintes de película de terror), que recorre la ocurrido paso a paso. El resultado es una inmensa obra visual, que además tiene mucho de recorrido histórico acerca de una catástrofe que la Unión Soviética mantuvo en secreto tanto como pudo y que aún en la actualidad, resulta un misterio en sus implicaciones.

El 26 de abril de 1986, comenzó un incendio devastador en la Central Nuclear Vladímir Ilich Lenin, una de las más grandes mundo, durante una prueba de corte eléctrico en la que se perdió el control. Hasta entonces, Chernobyl — el pueblo más cercano a la planta — había sido la imagen fija sobre las bondades que el comunismo ruso deseaba vender. El lugar había crecido de manera ordenada — y controlada — alrededor de la planta: la mayoría de los funcionarios y operadores vivían en el pueblo y eran un ejemplo del nuevo hombre soviético: Con catorce mil habitantes (la mayoría técnicos y científicos) tenía el pulido aspecto de un lugar construido bajo las exigencias de un sistema colectivizado que además, en el caso de Chernobyl, tenía un lustre casi moderno. Desde la escuela local — amplia, luminosa y con capacidad para doscientos niños — hasta los departamentos de dos habitaciones con ventanas hacia parques y calles, Chernobyl era la demostración que el sistema socialista soviético funcionaba. Y quizás, por ese motivo, la tragedia a su alrededor tomó tintes de políticos y se convirtió en un misterio histórico. No sólo se trató del incidente más grave en la Escala Internacional de Accidentes Nucleares (además del accidente nuclear de Fukushima I en Japón en 2011), sino además, uno de los mayores desastres medioambientales de la historia. Todo, bajo la pesada losa de la censura y el silencio ideológico.

De hecho, todo lo que rodea a Chernobyl, tiene algo de misterioso e incompleto: Las autoridades soviéticas ocultaron el desastre tanto como pudieron, mientras la tragedia humana y medio ambiental avanzaba como una ola devastadora. De hecho, lo ocurrido sólo trascendió cuando tres días después de ocurrido el accidente, los trabajadores de una planta nuclear en Suecia, descubrieron que su ropa estaba cubierta de partículas radiactivas, aunque el lugar tenía niveles óptimos de protección. Las autoridades suecas rastrearon el origen de la radiación hasta la frontera Ucrania y Bielorrusia, lo que ocasionó que de inmediato se activara un protocolo de emergencia. Sólo entonces, el gobierno soviético admitió “existía la posibilidad de una fuga radiactiva en Chernobyl” aunque jamás mostró del todo — aún no lo hace — la envergadura colosal de la tragedia. “La radio no decía nada y los periódicos tampoco, pero las abejas lo sabían. No salieron durante dos días, ni uno solo”, contó un testigo a la escritora rusa Svetlana Alexievich. “Sabíamos que algo ocurría por el comportamiento de los jefes de partido: todos parecían nerviosos” cuenta otro testimonio de los cientos que recopila el extraordinario libro de Alexievich “Las voces de Chernobyl”. Y esa frase lo que resume el ambiente de la época: los habitantes de Chernobyl descubrieron que los jefes del Partido comunista en la región tomaban tabletas de yodo y sólo caminaban sobre la triple capa de asfalto fresco que se había colocado para su visita. La tragedia estaba allí, muy cerca de la superficie, aunque nadie sabía en realidad sus verdaderas proporciones.

La serie Chernobyl — coproducida por HBO y Sky U.K y escrita por Craig Mazin — profundiza sobre el secretismo y el dolor invisible en esta miniserie que en cinco capítulos, intentará contar la tragedia real, además de la presión política e ideológica que convirtió lo ocurrido en algo mucho peor. Chernobyl tiene un punto de vista despiadado y cruel: la cámara observa el desastre y lo hace desde una cercanía inquietante. Los personajes con la piel quemada y sangrante se mueven en medio de escombros en una mezcla de vulnerabilidad y desvalida conciencia sobre el horror que viven, presionados además por el miedo y el deber nacionalista. Hay un aire tenebroso y pesimista en la forma en que el guión abarca algo más que el desastre en primer plano: los personajes emergen de la tragedia en medio de una siniestra conciencia sobre su muerte, aunque nadie lo pone en palabras, ni tampoco, lo analiza de cualquier otra forma. La muerte está allí, en los operarios de uniforme blanco que miran el fuego del reactor con la cara descubierta, los que caen al suelo con la piel sangrante, pero también con los habitantes del pueblo que contemplan el desastre a la distancia, un espiral radiante en plena noche que anuncia una catástrofe inimaginable. La serie explora cada espacio del miedo colectivo y lo hace además, incluyendo sus implicaciones y terrores culturales. No se trata únicamente de una reconstrucción vívida de una tragedia de la que se sabe — o se recuerda — más bien poco, sino además un alegato directo y frío sobre la ineficiencia burocrática, los tentáculos de la ideología, la lealtad ciega al poder y quizás, sólo la crueldad de funcionarios que sacrificaron la vida de cientos en beneficio de la integridad de un sistema político que colapsaba frente a la enormidad de la colosal catástrofe.

Chernobyl resulta una narración brillante de un flashback detallado: la historia de Valery Legasov (Jared Harris) — un destacado miembro de la Academia de Ciencias de la URSS — es el hilo conductor que sostiene la narración y también, el contexto directo en el que se basa las líneas argumentales de una historia compleja. Una decisión más que adecuada. Legasov fue el encargado de llevar a cabo la investigación sobre el desastre, aunque la gran mayoría de sus especulaciones, teorías y datos, se quedan cortos en comparación a la envergadura de lo que realmente había ocurrido en Chernobyl. Lo que sí dejó claro el trabajo del funcionario fue que lo ocurrido en la Central nuclear no fue obra de un accidente, sino de años de ineficacia y una cadena de descuidos que tuvieron como consecuencia lo inimaginable. Chernobyl hace hincapié en el uso retorcido del poder y también, la forma como la torpeza, inexperiencia y la solapada crueldad humana hicieron aún peor un incidente de gravísimas implicaciones. Desde los errores del diseño de la estructura hasta la falta de un protocolo de emergencia que pudiera haber salvado un número indeterminado de víctimas, Chernobyl analiza la tragedia dentro de la tragedia.

La serie guarda evidentes paralelismos con la película del 1979 El síndrome China, dirigida por James Bridges. Ambas historias analizan el puño ideológico sobre la divulgación de la verdad y sobre todo, la confrontación de la especulación sobre lo trágico en un complejo juego de poder de enormes implicaciones. En el film de Bridges, la noción sobre la tragedia es más amplia y la presión que los personajes ambigua,directamente relacionada con el manejo de los hilos del poder que se esconden detrás de puerta cerradas y la burocracia. No obstante, Chernobyl apuesta a una solidez de discurso que lleva esa mirada a un nivel más profundo: en la voz de Ulana Khomyuk (Emily Watson) el cuestionamiento al establishment político es más duro, a medida que la tragedia se desgrana en una colección de imágenes pulcras y crudas. Para Khomyuk la idea es clara y también violenta: lo ocurrido en la Central Nuclear ha sido la consecuencia de algo más colosal, un enemigo en la sombra que en la Unión Soviética de los años ochenta, no puede señalarse de manera directa. La mirada del guión atraviesa la catástrofe pero también las oficinas burocráticas, las conversaciones a media voz de funcionarios aterrorizados y como si eso no fuera suficiente, los rostros de las víctimas, atrapados en medio de la ignorancia y la aterrorizada conciencia de algo que les supera por completo.

Chernobyl no es una historia sencilla y recorre caminos poco frecuentes para contar una historia real: muy lejos el sentimentalismo, se esfuerza en una dureza visual y conceptual que resulta efectiva en el contexto de la severidad de un contexto violento. La Unión Soviética descrita por la historia tiene la misma frialdad peligrosa que los funcionarios que recorren los lugares de la tragedia con un pañuelo sobre el rostro y observando a la distancia. El rostro de todos ellos es el de Boris Shcherbina (Stellan Skarsgård), jefe adjunto del gobierno soviético. Shcherbina encarna la ceguera y autoritarismo de Moscú en medio de una situación que le desborda, sino además, las grietas en un discurso de poder que al final debe reconocer la dimensión de la catástrofe sin precedentes. La escena en que Shcherbina salva la vida de la nube radioactiva gracias a la desobediencia del piloto que le transporta, es el nudo del razonamiento posterior del personaje: el miedo y la ignorancia, convertidas en experiencia urgente. En una exploración desconcertada sobre el núcleo de una amenaza desconocida.

El guión de Chernobyl se prodiga en analizar la tragedia (que para el gobierno duró oficialmente apenas cuatro días, pero cuyas consecuencias se extendieron por años) en medio de la maraña de falsa información, censura y miedo que rodeó la historia real. Los expertos utilizan eufemismos hablar sobre lo ocurrido, mientras que el gobierno se empeña en desaparecer el rastro de cualquier noticia o investigación relacionada por la fuerza bruta. La atmósfera enrarecida y paranoica muestra la forma como el poder utiliza todos los medios a su alcance para reconstruir la historia y sobre todo, para imponer su propia versión. La fotografía de Johan Renck — con sus tonos verdes y amarillos que dotan a las escenas de un aire lúgubre — brindan un telón de fondo contenido para la tensión que sostiene la serie como documento visual. La Unión Soviética tiene algo de monstruo invisible, presionando desde todos los ángulos: una amenaza latente tan peligrosa como la radiación. La muerte tiene muchas formas en medio de una tragedia anónima y Chernobyl las muestra todas. Desde los detalles aterradores sobre los efectos de la radiación pero también, el miedo que gravita sobre los personajes como una condena pesarosa.

Chernobyl muestra una versión árida y violenta del apocalipsis. Con su sentido del absurdo y su extraña colección de imágenes dolorosas, la serie es quizás una de las narraciones más sólidas sobre una tragedia de la vida real que se haya llevado a la pantalla chica. Una retorcida mirada al poder autodestructivo del hombre y sobre todo, su capacidad para crear incluso algo peor desde la mezquindad del poder.

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Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión. Desobediente por afición. Escribo en @Hipertextual @ElEstimulo @ElNacionalweb @PopconCine