Crónicas de la Nerd entusiasta:

Un Drácula para todas las generaciones: Un repaso por la historia.

Aglaia Berlutti
21 min readJan 6, 2020

Las primeras páginas del libro Drácula de Bram Stoker son una curiosa combinación del género epistolar con una crónica de viajes muy meticulosa. Jonathan Harker, además de abogado joven y prometedor, también parece tener algunas aptitudes literarias, mientras describe con detalles coloridos el país inquietante, que atraviesa con un par de maletas y con los mínimos conocimientos del idioma local. En una ocasión, una mujer se inclina hacia él y le cuelga del pecho un crucifijo. Harker, anglicano, incrédulo y por lo visto, profundamente desconfiado hacia la simbología religiosa católica, lo acepta con reservas. “¡Ah, tanto que aprender de las supersticiones de estas gentes” escribirá después.

Lo que por supuesto, no podía sospechar Harker, era que las supersticiones rumanas y en especial, las que brotaban como círculos de fuego azul en mitad de los bosques transilvanos, eran más reales de lo que podía suponer. Bram Stoker dedica una buena cantidad de tiempo en analizar la idea del positivismo victoriano en contraposición a la credulidad de Europa del Este y la conclusión es obvia: el misterio se resiste a ser explicado. De la misma manera que el mal en estado puro y el miedo que reviste la cualidad monstruosa, Harker descubriría que el viejo mito del vampiro se reinventa para una nueva época.

Y no lo hace sólo de manera simbólica. Cuando Harker llega al castillo del Conde Drácula, encuentra que su anfitrión es un anciano con específicas ambiciones de abandonar la vida rural para entrar de lleno en la civilización. O eso afirma, mientras se comporta de manera en apariencia excéntrica, deja claro que el abogado es un rehén en lugar de invitado y al final, que es un monstruo que tomó la deliberada determinación de volver “al mundo”. De hecho, el personaje lo dice en más de una ocasión, entre sonrisas e insinuaciones, como si Stoker necesitara dejar claro que su vampiro, salido de la oscuridad de las leyendas y la historia Valaca, no se conformaría con sobrevivir en la eternidad, sino en triunfar sobre “el tiempo de los hombres”.

“¡Bienvenido a mi casa! ¡Haga el favor de entrar! Entre…, entre sin temor”, dice Drácula al recibir a Harker, que ya por entonces, había tenido una serie de curiosas experiencias, entre las que se incluían montar en un coche cuyo cochero jamás le mostró el rostro, ver fuegos fatuos en mitad de la noche y que un lobo le lamiera la garganta en mitad de una pesadilla. Pero ahora, está a salvo, en la seguridad del viejo castillo familiar del Conde. O eso debió pensar el buen abogado londinense, sin imaginar que no sólo se encontraba en las puertas mismas de un infierno sensual, extravagante y amoral, sino que sería el centro de una historia que 123 años después, continúa siendo el epítome de la novela de vampiros por excelencia.

Convertido en mito Universal, el vampiro actual tiene poco que ver con el caballero de aspecto feroz y orejas hirsutas que describe Stoker en su libro. Desde el elegantísimo y esbelto Conde encarnado por Christopher Lee hasta el exquisito Louis De Pointe Du Lac de Brad Pitt en Entrevista con el Vampiro (Neil Jordan — 1994) , perpetuamente atormentado por la culpa y cristalizado en el ambar de la belleza eterna, el vampiro moderno tiene más relación con las pulsiones, nociones y obsesiones de nuestra época, que con la evolución natural de una leyenda rural. Incluso los modernos, despreocupados y en ocasiones vampiros de Charlene Harris que dieron origen a la serie True Blood, están muy conscientes de su atractivo, poder de seducción y sobre todo la promesa que encarnan. Lo mismo que el Drácula martirizado por el dolor y la culpa al que dio vida Gary Oldman en la clásica película de Coppola e incluso, la criatura andrógina, de piel brillante y ojos dorados con que Stephenie Meyer conquistó a toda una generación de adolescentes. Del Blade furioso de Wesley Snipes a los violentos vampiros de Treinta días de Noche (David Slade — 2007) la naturaleza del vampiro parece coincidir en una sola cosa: su capacidad para metaforizar la naturaleza humana en muchas cosas distintas.

El vampiro es mucho más que un hecho mitológico: es también una búsqueda sobre la forma en que la cultura comprende la incertidumbre de la mortalidad. Al contrario de otras criaturas, no sólo mata para vivir, sino que seduce para beber sangre, lo que le convierte en además de un asesino, una criatura hipnótica y temible que podría además de asesinar, conquistar el alma de su víctima. O así la imaginan la magnífica historia Déjame entrar de John Ajvide Lindqvist — que tuvo su adaptación con una película de Tomas Alfredson del 2008 — , la preciosa, simbólica y angustiosa Byzantium (2013) de Neil Jordan y esa rareza formidable como lo es Una chica vuelve a casa sola de noche (2014) de Ana Lily Amirpour, que se adentra en el mito de la misma manera íntima que Only Lovers Left Alive (2014) de Jim Jarmusch y la dolorosa Thirst (2009) de Chan-Wook Park, en la que la culpa y el horror de la muerte, sostienen a la inmortalidad como una versión profana de un milagro. Para bien o para mal, el vampiro es algo más que un monstruo imaginario: es un reflejo inquietante de nuestra propia necesidad de comprender nuestro apetitos inconfesables.

La muerte, el silencio, el secreto:

En la novela de Stephen King El Misterio de Salem’s Lot, la naturaleza del vampiro se transforma en una infección que se esparce por la Norteamérica rural con la velocidad de una peste silenciosa. De hecho, el autor se regodea en la posibilidad de una tragedia a pequeña escala que ocurre detrás de las persianas y cortinas cerradas de un pueblo corriente. En uno de sus capítulos más inquietantes, el autor declara que “El pueblo ha muerto, pero nadie lo sabe” y comienza la descripción de la forma como la sed de sangre — y el monstruo que crea — se extendió en todas direcciones como un hilo carmesí que convierte a las víctimas no sólo en potenciales monstruos, sino testigos impotentes de algo más perturbador y violento.

Según el libro La historia de Drácula del escritor británico Clive Leatherdale, es que de hecho, para el momento en que se escribió la novela, Stoker tenía más intenciones de escandalizar que asustar: De hecho, la enorme, evidente y notoria carga sexual de la novela, también tiene algo de contagio infeccioso. Mina bebe sangre del pecho del Conde — en una escena erótica y levemente violenta que haría las delicias de cualquier freudiano — y de pronto, se hace “más astuta, perspicaz y fría”, palabras que utiliza Van Helsing para describirla con cierto temor. Pero el cenit de toda la lenta transformación de Mina en algo más que la esposa de Jonathan Harker, ocurre cuando el trozo de una hostia bendecida quema su frente. De pronto, el estigma de “la bestia” — o del deseo — es evidente para todos y Mina, es ahora, menos que la mujer honrada victoriana que era al comenzar la novela. Es impía, impura, poderosa, inquietante y por si eso no fuera suficiente, comparte un vínculo mental inexplicable con el Conde, que ahora huye del grupo de improvisados cazadores de vampiros hacia Europa. Pero es Mina y nadie más que Mina, la que sostiene la noción de la seducción, la percepción del sexo como una condena inquietante. Toda una declaración de intenciones por parte de Stoker.

Pero la figura del vampiro, parece emparentada de forma definitiva e inevitable con el deseo sexual. En el libro Miedo y deseo: historia cultural de Drácula del escritor Alejandro Lillo, insiste que la figura del Conde es en sí misma, una progresión de un tipo de maldad mutable que además tiene muchos rostros. Después de todo, el conde no dice una sola palabra de forma directa y personal en la novela que lleva su nombre: le conocemos como una leyenda urbana, un rumor victoriano que va de diario en diario, de pequeños fragmentos de historias y las versiones de otro. ¿Qué habría tenido que decir Drácula de su presencia en la habitación de Mina Harker a semejante hora de la noche? ¿O del hecho que le persiguieran por asesinar a Lucy Westenra, quien parecía más interesada en el misterio que en las peticiones matrimoniales que rechazaba a diario? La incógnita que plantea Lillo no sólo es interesante, sino profundamente seductora: ¿Quiso Stoker hablar de algo más entre las líneas educadas y pudorosas de su novela? El sexo, siempre el sexo, parece insinuar el vacío entre los diarios, narraciones, llantos y temores de los personajes. O al menos la insinuación de una relación más oscura, deliciosa y perversa con las tinieblas de la existencia del Vampiro de la que se puede entrever a través de la narración.

Y para la nueva generación, un nuevo vampiro.

El Drácula interpretado por el actor Claes Bang, no es una figura lóbrega, sufriente y martirizada por su pasado. En realidad, es una criatura plena de poder, llena de energía intelectual y sexual, pero sobre todo, es un personaje inclasificable. La enésima versión del vampiro más famoso de la literatura, llega a la televisión desde una perspectiva tan fresca como atractiva: Es un monstruo, pero también es un hombre brillante — y no, no hay que preocuparse que lo sea como el olvidable Edward Cullen — que tiene en mente un gran plan. Desde esta noción de la ambición, la narración a base de Flashbacks de Steven Moffat y Mark Gatiss es un nuevo rostro para el mal en estado puro, pero también, una búsqueda exhaustiva de la raíz de lo que consideramos monstruoso.

Por supuesto, también es una obra clásica gótica y como tal, abunda la sangre, la oscuridad y la elegancia misteriosa de los castillos y grandes habitaciones en penumbras, pero lo realmente original de este Drácula para la segunda década del Milenio, es sin duda su cualidad cínica, violenta, bestial y al borde de lo que podríamos suponer incluso desconcertante. El Drácula contemporáneo no sólo es amante de los juegos de palabra, del humor retorcido, sino que también es una bestia violenta, un hombre con una visión política a largo plazo y una criatura inmortal planeando el futuro. Todo bajo el empaque de un caballero impecable que siempre sonríe después de matar.

Sin duda, a una buena cantidad de fanáticos del género de vampiros y del cine gótico en general, le puede resultar por completo incómodo un Conde Drácula tan consciente de su atractivo, más interesado en vivir que en sufrir una larga existencia de penurias en la oscuridad y sobre todo, uno que tomó la decisión consciente de enfrentar el mundo de los hombres con sus propias armas. Pero es inevitable que el vampiro se transforme de generación en generación, que tenga un rostro nuevo para cada forma del mal cultural que representa y que sin duda, sea un símbolo mutable de lo que consideramos maligno. Hagamos un repaso de como Vlad Tepes III, Principe de Valaquia, se convirtió en una celebridad pop del nuevo milenio.

El rostro del misterio.

Decía Paul Barber — investigador del folclor de los vampiros del Museo Fowler de Historia Cultural en la Universidad de California — que los vampiros “son el rostro del mal que se transforma siglo con siglo”. Un planteamiento interesante que parece resumir esa visión de lo maligno — y del monstruo — como un reflejo de la sociedad que le crea, le protege y le teme. Y no obstante el vampiro, como símbolo de la aspiración elemental del hombre por la eternidad y más allá, de esa tentación del mal en estado puro, parece incluso trascender a esa idea: Tal vez por ese motivo, el mito del chupador de sangre ha formado parte de los temores y misterios del hombre durante casi toda su historia. Un monstruo a su imagen y semejanza, una criatura capaz de reflejar lo que somos y también, lo que tememos ser.

El vampiro ha sido el monstruo predilecto durante décadas en todo tipo de versiones distintas. Desde los mitos históricos de orígenes confusos hasta el anti héroe predilecto de un siglo empeñado en lo superficial, el Vampiro parece construir toda una hipótesis sobre la maldad basado no sólo en una idea sino también en cierta expresión de la carnalidad. No sólo el vampiro es el mal que ataca, seduce y domina, sino que también es la capacidad de lo lóbrego para reconstruir las ideas que se asumen únicas, reales y válidas dentro de un mundo dual. Con toda su carga de belleza y fatalidad, de violencia y sexualidad, simboliza las pasiones más secretas e intensas de una mirada cultural reprimida y también su aspiración a la trascendencia.

Muy probablemente, esas fueron las razones que convirtieron a la novela Drácula de Bram Stoker publicada en 1897 en un éxito inmediato. Eso, a pesar del revuelo que causó, de la desconfianza que suscitó entre la pudibunda sociedad londinense y el miedo que pareció encarnar en una sociedad frágil y reprimida. Porque Drácula con toda su aparente apariencia de novela gótica al uso, es en realidad una mirada extrañamente ambigua sobre los códigos morales y sociales de una Inglaterra profundamente abrumada por las convenciones sociales.

Se suele decir que cada siglo tiene un monstruo o mejor dicho, que cada monstruo refleja lo peor o mejor del siglo donde causó terror. Cualquiera sea el caso, la cualidad de cualquier criatura mítica para encarnar el mal — como esencia, como elemento cultural e incluso, como reflejo de una idea mucho más compleja — es parte de ese atractivo secular que construye un lenguaje muy concreto. Porque el mal — comprendido como una idea más dura y elemental de lo que supone una mera contradicción al bien — tiene incontables acepciones y lo que resulta más intrigante, cientos de implicaciones que lo hacen un concepto formidable. Es entonces cuando el monstruo, no sólo encarna esa original noción sobre lo que las ideas morales pueden ser, sino que le brindan un sentido por completo nuevo. Inquietante en su humanidad y sobre todo, desconcertante en su poder de evocación.

Tal vez por ese motivo, el vampiro ha sido el monstruo predilecto durante tantas décadas y sobre todo, en tantas versiones distintas. Desde los mitos históricos de origenes confusos hasta el antihéroe predilecto de un siglo empeñado en lo superficial, el Vampiro parece construir toda una hipótesis sobre la maldad basado no sólo en una idea sino también en cierta expresión de la carnalidad. No sólo el vampiro es el mal que ataca, seduce y domina, sino que también es la capacidad de lo lóbrego para reconstruir las ideas que se asumen únicas, reales y válidas dentro de un mundo dual. Y es que el vampiro, con toda su carga de belleza y fatalidad, de violencia y sexualidad, pareciera no sólo simbolizar las pasiones más secretas e intensas de una mirada cultural reprimida, sino también su aspiración a la trascendencia. Porque un vampiro no es solamente inmortal, sobreviendo a la muerte como puede y de manera precaría, sino que en sus visiones y transformaciones más poderosas, es también una criatura luminosa, capaz de elaborar percepciones complejas sobre la metáfora que sostiene y expresa. Un vampiro no es sólo un no — muerto, sino también, la capacidad del hombre para enfrentarse a su temor a a la muerte, de aspirar a la eternidad como una intricada combinación de ideas y más allá de eso, un planteamiento doloroso sobre nuestro infinito temor al misterio más allá de la muerte. Con toda su triste belleza, su poder para conjugar el deseo y la aspiración, el vampiro es la maldad radiante. Un tipo de malevolencia fatal del que ninguna época parece estar ajena y mucho menos, ignorar.

Muy probablemente, esas fueron las razones que convirtieron a la novela “Drácula” de Bram Stoker, publicada en 1897 en un éxito inmediato. Eso, a pesar del revuelo que causó, de la desconfianza que suscitó entre la pudibunda sociedad londinense y el miedo que pareció encarnar en una sociedad frágil y reprimida. Porque “Drácula” con toda su aparente apariencia de novela gótica al uso, es en realidad una mirada extrañamente ambigua sobre los códigos morales y sociales de una Inglaterra profundamente abrumada por las convenciones sociales. La historia, que combina con relativo éxito el terror y lo místico, refundo la figura del vampiro y lo dotó de todo un Universo claustrofóbico que aún se mantiene como principal imagen del más antiguo monstruo inmortal. Stoker, ocultista y sobre todo, profundamente enamorado de la vasta mitología del vampiro europeo, reconstruyó el mito y lo convirtió en una idea que desafiaba no sólo la visión de la época sobre el mal — esa entelequía mística profundamente social — y lo transformó en algo más complejo. En una insistente mirada sobre lo que tememos y deseamos, sobre lo que nos asusta y lo que comprendemos como parte de una idea radical sobre la malevolencia y lo maligno.

Eso, a pesar de que “Drácula” parece no ser lo suficientemente original para sorprender y que con el transcurrir del tiempo, su adulcorado estilo a jugado en contra del planteamiento original. No sólo por el hecho que aparentemente su estilo epistolar no logra crear un ambiente que cimente una historia tan compleja sino porque además, los personajes adolecen de profundidad y en ocasiones, son indistinguibles unos de otros. Empeñado en crear una visión moral sobre la maldad, en construir una idea humana sobre la inmortalidad, Stoker crea una pequeña sinfonía de voces y personajes tan semejantes entre sí que amenaza la idea esencial de la historia. Esa multiplicidad de visiones y expresiones sobre lo que el vampiro puede ser y como comprenderlo, como símbolo del horror y también de algo tan antiguo como elemental. El deseo y el terror que hipnotiza, que tienta y que finalmente, parece crear una percepción sobre el monstruo que humaniza, asume el lugar de una idea mucho más primitiva y que aún así, se mezcla con una percepción ideal y sustancial sobre lo que el miedo puede ser y también, sucintar.

No obstante, “Drácula” es mucho más que su estilo en esencia costumbrista y su mirada romántica sobre la batalla del bien y del mal. En el trasfondo, subyacen todo tipo de rumores, ideas y percepciones acerca de la mitología y leyenda del monstruo bebedor de sangre, creando un meta mensaje tan sutil que en ocasiones parece confundirse con el planteamiento inicial. Porque para Stoker nada es sencillo, mucho menos evidente. Y es esa incisiva visión sobre el deseo, el dolor, la perdida y la tentación, lo que hace de “Drácula” una nueva percepción sobre lo maligno. Una tan vasta y destructora que convirtió el vampiro — hasta entonces, una leyenda rural que sobrevivía a duras penas al racionalismo — en una reflexión profunda sobre las motivaciones culturales del hombre de su época. “Drácula” no sólo es un monstruo, sino también, un análisis sobre las cualidades del horror en una época aparente, disminuida por el dolor de la perdida de la inocencia y abrumada por los idolos rotos. Stoker crea un personaje que se enfrenta al naciente ateísmo, a la angustia incidental de la locura, que proclama la idea de lo sobrenatural en el Centro mismo de las nociones más elementales de lo que la sociedad percibe sobre sí misma. Y es que el vampiro de Stoker, que apenas aparece en la novela que lleva su nombre, es una especie de leyenda urbana primitiva que se enfrenta contra la incredulidad a través de la violencia. Drácula, como hombre y como vampiro, parece asumir la carga de las décadas y los terrores para sostener su visión sobre lo que somos y podemos ser. De lo que en secreto, quizás, deseamos alcanzar.

Como todo clásico literario, la novela — su escritura y el mundo en que nació — está rodeada de rumores. Se dice que la historia proviene de las conversaciones del autor con un erudito húngaro llamado Arminius Vámbéry, y que éste fue quién le habló de Vlad Drăculea, el Principe Valaco en quien se basa la historia. También se insiste en que Stoker utilizó sus conocimientos sobre ocultismo para crear una trama hipnótica, cargada de ideas subyacentes y simbolos esotéricos. Se debate sobre la evidente carga sexual de la novela — Drácula muerde, asesina y transforma a la delicada Lucy, que renace convertida en una criatura casi erótica — e incluso, sus connotaciones levemente críticas sobre la emigración, el colonialismo o el folclore. Aún así, la novela parece crear una idea intangible sobre lo que se insinúa y no llega a mostrarse, como si la figura del Vampiro — que aparece con tan poca frecuencia en la novela — fuera también el símbolo de lo que la historia oculta, disimula, formula desde la periferia.

Por supuesto, que Stoker no inventó la leyenda del vampiro, pero si supo construir una nueva percepción sobre su figura que aún ahora, continúa siendo poderosa y perturbadora. Más allá de eso, El “Drácula” de Bram Stoker, logra elaborar un manifiesto por completo nuevo sobre la maldad y la perdida de la inocencia, en un siglo que aún no se recupera de la perdida de sus máscaras favoritas y que además, era incapaz de asumir el sufrimiento de ese vacío existencial. Con su vampiro, Stoker no sólo construye una percepción desconcertante para un siglo de pocas sorpresas y además, una nueva propuesta sobre lo que el mal puede ser. Una dimensión exquisita, lúcida y tan cerca del antiguo pecado que convierte al vampiro el maligno por el mero hecho de ser, profundamente humano.

Drácula, de Bram Stoker: la consagración del Vampiro

Por supuesto, las leyendas sobre vampiros y otras criaturas similares forman parte de todo tipo de ciclos mitológicos alrededor del mundo. No sólo se trata de una mirada a la búsqueda de la inmortalidad a través de la visión escindida del bien y del mal, sino un análisis persistente sobre la naturaleza humana y su relación con violencia. Y Drácula — personaje inmortalizado en la novela del mismo nombre del escritor Bram Stoker publicada en 1897 — es quizás el símbolo más notorio de la intrincada visión de la cultura occidental sobre lo desconocido, la incertidumbre de la muerte e incluso, el erotismo. Detrás de lo que a primera vista podría interpretarse como una tradicional historia gótica, hay toda una poderosa visión del símbolo de la sangre como una forma de trascendencia — una idea tan antigua como persistente en diversas culturas — y también de la percepción de la violencia como una expresión de poder. También se trata de una revisión a la noción acerca de lo sobrenatural de una Europa recién liberada del oscurantismo, la superstición y el miedo cultural. Como obra, Drácula no sólo reflexiona sobre las usuales preguntas existenciales tan en boga en una época positivista sino que además, profundiza en cuestiones de profundo valor incidental para la comprensión intelectual de la época en que fue publicada.

¿Realmente Drácula fue Vlad el empalador?

Se ha especulado con frecuencia que el personaje de Drácula está basado por completo en la figura del Príncipe Valaco del siglo XV, Vlad el empalador. No obstante una revisión del texto sugiere que Stoker no sólo se basó en la siniestra figura del personaje histórico — y símbolo de poder rumano — sino también en diversas leyendas del folclore irlandés, para crear un híbrido intelectual entre ambas visiones del monstruo bebedor de sangre. El punto de vista de Stoker sobre el vampiro, parece más relacionada con la agresivo concepto de la sangre y la lucha contra la inmortalidad entremezclada con nociones de magia y brujería, que la simple percepción de una controvertida y oscura figura medieval. Para Stoker — que tenía un especial interés por el ocultismo y otros temas herméticos — era de especial interés revestir a su novela con cierto sustrato esencial sobre la reflexión de la vida y la muerte como etapas del ser y más allá de eso, una dimensión por completa nueva sobre la comprensión de la moral y lo sexual. Meses después de la publicación de la novela, se sugirió que la historia había sufrido todo tipo de censuras y revisiones, hasta llegar al manuscrito levemente edulcorado y con toques románticos que llegó al público y a las librerías. Una versión que Stoker jamás desmintió — tampoco confirmó — y que hizo correr ríos de tinta sobre las verdaderas intenciones del escritor con respecto a su historia más conocida.

De hecho, toda novela parece rodeada por un halo de fortuito misterio: El titulo original del primer borrador que Stoker entregó a su editor llevaba por título “El no muerto” — en referencia a la naturaleza monstruosa de Drácula — y era mucho más enrevesado que la estructura epistolar que más tarde adoptaría la historia. Resulta curioso que más de un investigador, ha encontrado pruebas consistentes que Stoker no parecía interesado en contar la historia del Príncipe Valaco, sino en realidad, concentrarse en la extrañísima visión de la vida, la muerte y el amor en la leyenda del vampiro. En 1998, la profesora del Memorial University of Newfoundland Elizabeth Miller, publicó un ensayo en el que sostenía — y probaba — que las notas de investigación de Bram Stoker para el libro, no indicaban que tuviera un conocimiento biográfico detallado ni tampoco muy amplio sobre Vlad III. Para el 2015, Miller amplió su hipótesis en el “A Dracula Handbook”, en el que analiza el hecho que Stoker no sólo no parecía especialmente interesado en analizar la vida y obra del Príncipe Valaco, sino que utilizó la mera posibilidad de su existencia para sostener una serie de ideas sobre la violencia que parecían sustentarse sobre la historia conocida sobre el héroe Rumano. Para Miller, era evidente que la mezcla entre la figura del Vampiro en el libro de Stoker y Vlad III fue un añadido posterior a la primera versión de la novela original. Y aunque la académica no llega a conclusiones sobre el motivo de Stoker para revestir a su personaje de cierto peso histórico, deja entrever que el escritor estaba mucho más interesado en los símbolos y supersticiones relacionadas con el vampiro que con la identidad de uno de las figuras preponderantes de la Europa medieval.

Los vampiros en el folclore irlandés: la leyenda de Abhartach y Cathain
Basados en las investigaciones de Miller, algunos historiadores sugieren que Stoker no se inspiró en absoluto en la brutal y retorcida vida de Vlad II para su personaje, sino que enteramente utilizó el folclore irlandés para crear la atmósfera malsana e inquietante que rodea al mundo del vampiro y su identidad como alegoría a lo sobrenatural. Hace unos años, el profesor de Historia Natural y Folclore de la Universidad de Ulster Bob Curran fue más allá y teorizó que la verdadera figura detrás de Drácula era algo más que una recombinación aleatoria de datos históricos incompletos y superstición. Para el académico, la percepción sobre la maldad y la bondad en la novela de Stoker tiene una clara reminiscencia pagana, lo que remite su origen a ciertos mitos irlandeses pre cristianos que no sólo asumen la figura del vampiro como heroína sino también, su trascendencia como parte de la historia rural de la región. En un artículo publicado en la revista History Ireland, el investigador sugiere que Stoker además, basó a su legendaria criatura en la vida y obra de Abhartach, un líder irlandés del siglo V conocido por sus hábitos violentos y sobre todo, por el hecho de utilizar la sangre con propósitos ritualistas y sacramentales. Para Curran es evidente que Stoker no sólo mezcló la percepción del vampiro como figura de talla histórica sino que también, sostuvo su personalidad y poder a través de los datos conocidos del violento líder.

Claro está, cualquier aproximación a la figura de Abhartach está oculta entre el velo del misterio y las escasas aproximaciones académicas que se han llevado a cabo para verificar la realidad de su existencia. En el siglo XVII, el historiador Geoffrey Keating publicó un registro pormenorizado sobre los hechos y vicisitudes de Irlanda durante al menos tres siglos e incluyó a Abhartach como parte del legado histórico del país. Fue la primera vez que el líder histórico fue considerado como algo más que una leyenda local. Keating fue más allá: lo identificó como parte de las guerras interinas de la región V y concluyó que no sólo se había tratado de un hombre real sino que además, ya por entonces era temido y considerado peligroso por su pueblo. El académico no incluyó entre sus investigaciones los rumores que apuntaban que Abhartach era un No muerto o una criatura eterna, pero dejó entrever que su pueblo le temía “por razones misteriosas y ocultas pero sobretodo debido su antinatural longevidad”.

Según las investigaciones de Keating — ampliadas en los años posteriores por relatos orales recopilados y analizados a la luz de sus conclusiones — Abhartach era un guerrero brutal que provocaba el terror no sólo entre sus enemigos sino incluso, su propio pueblo. Además, se aseguraba que tenía poderes mágicos y que bebía la sangre de niños y ancianos para “mantenerse lozano y con aspecto atractivo”. Aterrorizados por la maldad y la violencia de su líder, los miembros más viejos de la tribu pidieron a un guerrero vecino llamado Cathain, que lo asesinara. Se trató de un combate épico que se alargó durante casi una semana. Cada amanecer Abhartach, se retiraba a las cuevas antes de la llegada de la luz para “reponer fuerzas” y sólo al anochecer, volvía al campo de batalla. Finalmente Cathain consiguió matar a Abhartach clavándole una hoja de plata y oro y lo enterró de pie, como respetando su dignidad como líder. Según las leyendas y otras tradiciones orales, Cathain se asombró de la belleza aún en la muerte del líder asesinado y le hizo velar, para recordar “sus grandes obras a pesar de su crueldad”.

Es entonces cuando la historia adquiere tintes sobrenaturales y emparenta de manera directa con las leyendas folclóricas irlandesas: Un día después de morir Abhartach volvió de la tumba y atacó a su propia aldea. Mató a hombres y mujeres para beber su sangre y recuperar la energía. Aterrorizado, Cathain mató de nuevo Abhartach por segunda vez, pero de nuevo, el líder se levantó de la Tierra, enfurecido y sediento de sangre. Tanto el pueblo de Cathain como el de Abhartach huyeron de la figura del líder resucitado, que les perseguía durante la noche “para cebarse en la sangre y piel de quienes le habían traicionado”.

Aterrorizado por los poderes misteriosos de Abhartach, Cathain buscó el consejo de un sabio cristiano, quien le invitó a su biblioteca y le mostró libros en los que se hablaba de criaturas semejantes a la que se había enfrentado. El erudito le explicó además, Abhartach era un “No muerto” que debía ser asesinado con una espada hecha de tejo, antes de ser enterrado boca abajo con una gran piedra. Cathain siguió el consejo y finalmente, asesinó a Abhartach en una batalla se extendió “seis días con sus noches, en medio del terror de la sangre y el fuego”. Como conmemoración a la proeza, aún hoy, en la ciudad de Slaghtaverty, se recuerda el valor de Cathain en batalla. Pero también, la ferocidad “brutal y enigmática” de Abhartach.

La historia de Cathain y Abhartach fue contada como pieza literaria por Patrick Weston Joyce, en los tres volúmenes de su “The Origin and History of Irish Names of Places (1869, 1875, 1913), que se publicó doce años antes que Bram Stoker escribiera la novela que le hizo famoso. En el texto, Weston Joyce analiza las relaciones de poder y misterio en la tradicional historia de Abhartach y utiliza la palabra celta “dreach-fhuola” (que se traduce literalmente como sangre contaminada del gaélico irlandés) para referirse a su extraña naturaleza dual. Hay investigaciones que sugieren que en realidad el “Drácula” de Stoker no es más que una recombinación del término para adecuarlo a una mirada más sofisticada sobre la figura del vampiro. Y aunque nunca pueda probarse de manera definitiva el origen de la criatura literaria imaginada por Stoker, la figura de Abhartach permanece como uno de los misterios más sugerentes de la rica historia de Irlanda. Como si se tratara de una rarísima visión entre el poder y la trascendencia, la muerte y la inmortalidad.

¿Quién es el vampiro en la actualidad? La nueva encarnación tiene planes ambiciosos para una Londres descreída. Y pretende llevarlo a cabo a pesar de lo que cualquiera de sus enemigos pueda hacer para evitarlo. Quizás la más extraña y siniestra metáfora de la seducción del mal que el vampiro encarna.

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Aglaia Berlutti
Aglaia Berlutti

Written by Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión. Desobediente por afición. Escribo en @Hipertextual @ElEstimulo @ElNacionalweb @PopconCine

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