Crónicas de la Nerd Entusiasta:
De Taxi Driver a The Irishman, un recorrido por el mundo secreto de Martin Scorsese.
Han transcurrido cuarenta años desde que un taxista inquietante recorriera Nueva York y cambiara el cine — o al menos, el pulso entre el cine y la realidad — para siempre. En 1976, Taxi Driver escandalizó y aterrorizó a partes iguales para sentar las bases de un nuevo tipo de creación cinematográfica más cercana al dolor y a la filosofía del miedo urbano que a la idealización del medio. Con guión de Paul Schrader, la impecable cinematografía de Michael Chapman y la explosiva capacidad de Martin Scorsese para analizar el dolor y el desarraigo desde la violencia, la película se convirtió en un hito inmediato y en una descarnada visión de la soledad moderna que aún asombra por su durísima propuesta.
En el 2019, Scorsese crea la que es quizás, una de las obras más meditadas y profundas de su estupenda filmografía: The Irishman recorre por caminos distintos, las mismas reflexiones que le obsesionaron en Taxi Driver, pero ahora, también hay un interés turbulento, angustiado y provocador por la oscuridad de los hombres, el reverso en sombras que les convierte en ambiguas visiones del bien y el mal, al mismo tiempo villanos y héroes. La película, de la misma forma que en su momento lo fue la historia de Travis Brickle, es una pesarosa reflexión sobre el mal contemporáneo, pero también medita sobre la ambición como centro motor de las decisiones de una cultura que asume lo criminal como inevitable. Para Scorsese el mundo está lleno de grises y tanto Taxi Driver como The Irishman dialogan desde perspectivas semejantes sobre la ambigüedad de la razón moderna.
Para Scorsese, la cámara es un ojo que mira sin parpadear, un tiburón en claro avance perpetuo que en The Irishman, atraviesa la escena con la obsesiva atención de un observador inquieto. Inspirada en el libro I Heard You Paint Houses de Charles Brandt, la película es un recorrido por las memorias del verdadero Frank Sheeran (interpretado por Robert De Niro), lo que brinda al argumento suficiente libertad como para especular sobre el origen de las decisiones morales y los motivos por los cuales, los principios del bien y el mal subjetivo importan muy poco en medio de la codicia contemporánea. Scorsese toma la decisión de convertir el libro en una versión documental de una larga confesión en primera persona, ya sea a través de la narración de Frank en Off o su mirada directa al espectador. Como si se tratara de una confesión en primera persona — y en cierta forma, lo es — el argumento se detiene no sólo en lo que Frank cuenta, sino en cómo lo hace, lo que permite que la película tenga cierta cualidad de memoria escindida y compartida, a través del secreto y cierta profanación de lo íntimo a través de un dialogo imposible. Si en algo destaca The Irishman, es en la forma en que el guión de Steven Zaillian encuentra un extraño equilibrio entre el dialogo privado de un hombre con su conciencia y la forma, en que adecua lo subjetivo a una búsqueda insistente sobre los recuerdos que se recuperan por un esfuerzo de voluntad.
Algo semejante intentó Nic Pizzolatto en la tercera temporada de True Detective (HBO — 2019), en la que jugó con los vericuetos de la memoria de sus personajes pero a través, de cierta connotación periférica, como si la mirada del personaje y el observador coincidieran de vez en cuando en capas de interpretación que no siempre coinciden en el mismo significado. Para The Irishman, Zaillian crea una atmósfera tensa que evade las explicaciones sencillas: las capas de información se superponen unas a otra y mientras el argumento rodea y reflexiona sobre el misterio central, también elabora conjeturas inquietantes sobre lo que ocurre fuera de cámara. ¿Es cierto lo que nos cuenta Frank? ¿O se trata de otra de las tantas formas en que mal, el crimen y la pasividad sobre ciertos horrores cotidianos se justifica a sí mismo? Las preguntas que plantea la película son tramposas pero también tiene un firme componente de análisis sobre la realidad y las líneas que se tocan en lo tangible. La película profundiza en la premisa y prosigue el tono lóbrego de un tipo de terror devastado por lo cotidiano y lo vulgar.
En The Irishman, la lenta confesión de Frank lo es todo y Scorsese la sigue con una metódica y obsesiva mirada que parece resumir su visión sobre el mundo que le rodea, su profundo animadversión hacia la ciudad e incluso hacia sí mismo. Scorsese lo filma todo una puesta en escena lenta, serena, muy dura, casi asfixiante. El director lo observa todo, actúa como la voz de la conciencia, pero no juzga. La historia avanza, haciéndose cada vez más angustiosa, alucinante y demoledora. Es entonces cuando Scorsese insiste, tenaz e inevitable, en mostrarnos el mundo de Frank con limpia crudeza. Con un ritmo y montaje considerados casi perfectos y una técnica cinematográfica que desborda un cuidada planificación y montaje, el personaje deambula ya no solo por una Filadelfia inhóspita, agresiva, llena de peligros, sino en los recovecos de su propia mente, en su lenta caída a los infiernos. De los momentos más reflexivos a la conciencia más dura de su propia naturaleza al margen de la ley, De Niro logra quizás su actuación más mesurada y sólida en años, imprimiendo a Frank una naturalidad perversa y a la vez conmovedora que resulta conmovedora en los momentos más inesperados.Por momentos no hay diferencias entre el personaje y el director. La cámara observa, siempre benevolente y al final, pareciera que el Scorsese artista se regodea de su existencia: un creador que admira a su criatura e incluso, llega a brindarle en sus últimos momentos, una cierta y desconcertante dignidad.
Al director Neoyorquino se le da muy bien la reflexión sobre el atractivo lóbrego del crimen y el delito, por lo que The Irishman tiene un brillo intrigante relacionado con su ritmo pausado pero sobre todo, la intuición de Scorsese para contar una historia larga y por momentos compleja, con un aire elegante y sofisticado. Ambientada en diferentes décadas, la historia recorre la vida de Frank, desde su ascenso en el mundo del crimen hasta su declive y lo hace, con una connotación directa sobre el hecho del mal convertido en parte de la vida cotidiana. En The Irishman no hay buenos o malos, sino una colección de hombres que luchan para mantenerse a salvo en medio de la violencia y hacen lo que deben hacer, para justificar su propia crueldad. La combinación puede parecer por momentos incómoda, pero Scorsese logra que el inevitable juicio se diluya en nuestra necesidad de comprender a Frank y sobre todo, la forma en que el crimen se convirtió en la única posibilidad en una vida azarosa y a menudo, de una dureza implacable. La película refleja no sólo las transformaciones evidentes de la cultura norteamericana sino la sosegada amargura y dolor que aparece y desaparece en varias de las escenas más duras: Frank simboliza el descarnado sufrimiento de una época llena de cicatrices y angustias existencialistas transformadas en un anuncio de la caída en el desastre.
Por supuesto, The Irishman podría haberse convertido en una obra convencional en la que el recorrido de un asesino a suelto se beneficiaría sobre debates maniqueos acerca de la conciencia cultural y colectivo. Pero con Scorsese nada es tan sencillo: como creador, insiste en asumir su lenguaje fílmico como una mezcla desconcertante de elementos que se complementan unos a otros para crear un producto visual único: Desde la ultraviolencia a la delicadeza, lo onírico a lo dolorosamente bello, ninguna expresión creativa parece ser ajena a la aguda percepción de Scorsese. Y en The Irishman, va de un extremo a otro con golpes de efecto de una pulcritud asombrosa. Tal pareciera que su discurso de hecho, se basa en contradicciones, en visiones disímiles y lo que resulta más asombroso, en extremos que en ocasiones llegan a tocarse para crear algo totalmente nuevo.
Sin duda por ese motivo se le ha llamado “El director definitivo de nuestro tiempo” lo que no hace por supuesto, más comprensible o mucho menos accesible. Es junto a Clint Eastwood, el director más respetado de EEUU y quizás, debido a esa celebridad, es que su larga carrera como director parece confundirse con su visibilidad como personaje del mundo del espectáculo. Nada más lejos de la verdad: Scorsese, como director es un autor poliédrico, temperamental y sobre todo, esencialmente experimental que ha sabido cuando construir una nueva perspectiva de su visión y más aún, cuando recomenzar, desde un punto indefinido entre la propuesta y la percepción visual, desde un punto ciego. Su prolongado trabajo cinematográfico es de hecho, una interpretación profunda sobre la capacidad del Scorsese artista para replantearse su trabajo en múltiples formas, no sólo a través de un lenguaje fílmico estándar, sino a través de esa aspiración del Scorsese director por construir algo novedoso cada ocasión.
Por supuesto, se trata de una compulsión evidente en toda las películas del director y que en The Irishman, es más marcada que nunca: al director le intriga el lado oscuro de los hombres que retrata en sus películas. De la misma manera que en Mean Streets (1973), Goodfellas (1990), Casino (1995) y The Departed ( 2006), The Irishman es un recorrido intrigante e inteligente por los misteriosos mecanismos que hacen a un hombre mantenerse al margen de la ley pero sobre todo, asumir sus propios defectos y pecados como parte de una versión más amplia de su naturaleza. Pero el film es mucho más que un recuento pausado sobre las vicisitudes de un hombre en apariencia retorcido y una vejez crepuscular, en las que recuerda sus peores acciones desde una fría distancia. Es también un meditado manifiesto de la forma en cómo comprendemos el mundo del crimen, sus vericuetos y al final, la posibilidad del mal en nuestra época.
La película es recorrido arriesgado en tres momentos históricos distintos que podrían superponerse entre sí, pero que el guión logra construir como piezas superpuestas de información: el guión muestra al personaje como un muchacho joven, con un trabajo trivial y después, como parte de un notorio clan criminal de una Filadelfia sucia y destartaladas, que Scorsese capta con cámara subjetiva y convierte en el contexto ideal para elaborar algo más profundo sobre la oscuridad que sobrevive a la periferia. El esfuerzo supone además, el uso de todo tipo de efectos digitales que aunque en ocasiones son notorios, también son lo suficientemente sutiles para no entorpecer la narración. En realidad, se trata de Scorsese haciendo lo que mejor saber hacer: ese recorrido lento, incidental y casi anecdótico con la que suele retratar la caída a los infiernos de sus personajes. Para Frank, el recorrido es incluso más doloroso, oscuro y meditado. La historia le convierte en un antihéroe trágico y después, en una extraña versión de la pérdida de la inocencia. Todo, mientras la violencia a su alrededor se hace más cruel, dura y explícita. Pero la grandeza de The Irishman está en los detalles, en sus pequeños claroscuros. En la forma que Frank madura y se hace un experto en el asesinato y la violencia. En la frugalidad de los pequeños actos que le conducen al abismo. En un momento dado, una pistola escondida en una bolsa de papel, simboliza la forma como se derrumba por completo el mundo de Frank y Scorsese lo logra a través del recurso simple de elucubrar sobre la sencillez de la derrota moral, la oscuridad interior que es imposible de ignorar.
El estilo hipercinético de Scorsese se extiende en por The Irishman como un discurso base, extrañamente enlazado con la emoción y los momentos más meditados de sus personajes, lo que le permite construir una cualidad seductora y fascinante de la deformidad moral. Se trata de un punto de abandono entre la imprudencia y el asombro por la ausencia de límites, que sin duda, glorifica los espacios del crimen y los convierte en piezas extraordinarias de diálogos entre el hombre, su conciencia y lo que se encuentra más allá de sus pequeños pesares cotidianos. Claro está, The Irishman es una pieza oscura, de asombroso ritmo y pulcra puesta en escena, que de nuevo reaviva el debate si el director “glamoriza” la capacidad para la transgresión criminal, la violencia y el absurdo de la crueldad desprovista de cualquier otro atributo. Scorsese tiene una amplia filmografia en la que medita sobre los extremos y lo hace desde una mirada tan preciosista que al final, resulta lícito preguntarse si se trata de una mirada inquieta sobre el crimen como pecado colectivo o una interpretación casi sensual de la capacidad del hombre para desobedecer. Cualquiera sea la alternativa, The Irishman se pasea por ambas con una ligereza que asombra pero sobre todo, elabora algo más duro y doloroso: ¿Todos estamos tan cerca del pecado?
Pero también, The Irishman es una película de actores y es probable que sea imposible analizar su impacto, sin mirar la forma como los grandes símbolos del cine adulto de nuestro siglo, llegan para demostrar su valor y su enorme importancia. Mientras Robert De Niro dota a Frank de una sensibilidad callejera y mundana muy cerca del desastre, Al Pacino crea quizás la interpretación más desconcertante de la película, al dotar a su Jimmy Hoffa de una cualidad humana inesperada, fragmentada y por momentos, por completo conmovedora. Resulta inevitable comparar su interpretación con la de Jack Nicholson que encarnó al mismo personaje en el ’92 dirigido por Danny De Vito, pues ambas son reflejos casi complementarios de una única versión sobre la corrupción, el miedo y al final, la dualidad del espíritu humano. El Hoffa de Pacino es delgado, nervioso y despreciable. El de Nicholson era tenaz, brutal y atemorizante. Pero tanto una como otra versión del icono norteamericano sobre la traición a los principios, resurge en The Irishman como una cautelosa mirada al reverso de una cultura que se niega a analizar sus propios defectos y dolores. De modo que Hoffa, que en la película de De Vito era una especie de héroe de las mayorías desposeídas corrompido por la ambición, se transforma para Scorsese en una ruin antesala a la maldad como propósito. Entre ambas cosas, el director elabora algo más duro y doloroso sobre los hombres que se esconden al margen de la ley: su inevitabilidad.
El duelo entre actores es extraordinario, pero lo es aún más, la capacidad de Scorsese para construir una historia dura y solida sobre sus mejores obsesiones. De nuevo, regresa a las calles rebosantes de vida y de peligros, a los hombres concentrados, absorbidos por las fauces del monstruo del crimen con una facilidad de pesadilla. Se trata de un viaje a través de las etapas — conmovedoras y desgarradoras — de un hombre que debe matar y lo hace con singular eficiencia, pero también, su perspectiva sobre la posibilidad del dolor y el tiempo, en una combinación que en manos menos hábiles que las de Martin Scorsese, podría haber sido una combinación poco realista sobre los pequeños blancos de conciencia en que nuestra cultura apoya su hipocresía. Pero en realidad, The Irishman es un trayecto oportuno y maduro, por el arte de construir historias con una cuidadosa combinación de belleza, brutalidad y mesura. Lo mejor de la película transcurre en la trastienda, mientras los hilos de la enorme tela de araña que sostiene y envuelve a Frank y Hoffa, se extienden en todas direcciones hacia una tragedia impensable, brumosa y todavía inexplicable.
Scorsese juega con sus símbolos favoritos: la calle se convierte en escenario de un recorrido hacia las sombras y sus personajes, testigos de la destrucción progresiva de sus vidas, que acaecen en pequeños golpes de efecto que el director muestra desde una perspectiva de dura perplejidad. Al final, The Irishman es la culminación de los temas recurrentes de un director que encontró en cierto lenguaje una forma depurada de narrar los secretos que se esconden en la transgresión, la violencia y lo criminal. Y lo hace, con una extrañísima belleza que convierte a la película en una peculiar una obra de arte. Quizás una carta de amor al cine meditado, pausado e incómodo que durante los últimos meses, Scorsese ha echado tanto en falta en la pantalla grande actual.