Crónicas de la Nerd entusiasta:
Los diminutos horrores contemporáneos: Richard Jewell de Clint Eastwood.
La historia reciente norteamericana está plagada de finales controvertidos a historias heroicas. Tonya Harding obtuvo una película — y cierta reinvidicación pública — luego de romper la rodilla de Nancy Kerringan (o saber sucedería). John Bobbit fue castrado luego de maltratar a diario por casi una década a su esposa y se convirtió en una especie de rudimentaria víctima propiciatoria del desprecio y la lástima pública. legó a convertirse en una extraña pornográfica, como si la virilidad cercenada fuera motivo para la reflexión pública sobre la virilidad. Incluso Kevin Spacey, despreciado por buena parte de la sociedad norteamericana y con una extraña historia de suicidios a cuestas, acaba de encontrar una rarísima forma de exponer su regreso al centro de atención pública. Para EEUU los héroes son criaturas mutables, mutantes y rotas por una criptica versión del bien y del mal.
De modo que la nueva película de Clint Eastwood Richard Jewell, no es sólo una revisión por un doloroso caso sobre la moral pública del país, sino también de la forma como la cultura occidental percibe a sus héroes. El 27 de Julio de 1996, una bomba de fabricación casera explotó en el Centennial Olympic Park en Atlanta, en un rudimentario atentado que nadie comprendió ni mucho menos, fue de inmediato reivindicado por organización alguna. Se trataba además, de un momento especialmente álgido de la vida pública norteamericana: la ciudad sería la Sede de los Juegos Olímpicos de Verano de ese año, lo cual comprometía además la seguridad necesaria que la ciudad debía prestar a los Atletas y publico visitante. En otras palabras, el atentado no pudo llegar en peor momento y en peores condiciones: hubo la inmediata y dura sensación que la seguridad pública del país estaba no sólo rota, sino además, devastada por una noción peligrosa sobre su fragilidad.
Lo más preocupante de la circunstancia, es que su perpetrador Eric Rudolph, no fue arrestado hasta el año 2003, después que atacó con bombas de idéntica factura dos clínicas de salud para mujeres en las que se practicaban abortos legales y un bar gay. Durante parte de los casi diez años en que Rudolph atacó a objetivos en apariencia aleatorio, se mantuvo en fuga y recorrió el país sin ser detenido, para luego recluirse como fugitivo en el bosque de los Apalaches. Como protagonista tangencial de su propia historia, la culpabilidad de Rudolph es un insólito reflejo de un tema que se toca poco en un país que se enorgullece de sus libertades: los actos terroristas cometidos por norteamericanos. O lo que viene a ser lo mismo, el invisible y general estado de sospecha que soporta una sociedad que no entiende del todo, la forma en que la tensión y el peligro cultural se manifiestan.
Quizás por ese motivo, el nombre de Rudolph no se menciona en Richard Jewell sino únicamente al final y casi de manera accidental. Porque la película de Eastwood no es la típica elucubración sobre las causas y circunstancias que provocan una situación violenta, sino de una exploración sobre las grietas en el sueño norteamericano de seguridad, tranquilidad y prosperidad. Hay algo definitivamente angustioso, amargo y duro en la historia que el director intenta contar y además, en la forma en que lo analiza. El film — una adaptación del libro de Kent Alexander y Kevin Salwen, The Suspect — elabora una hipótesis sobre las razones y los motivos por los cuales, el miedo se entrelaza con la moral pública hasta llegar a un estado de pánico en el que cada ciudadano es un sospechoso. De modo que en lugar de Rudolph, Eastwood reflexiona sobre la vida de Richard Jewell, el hombre que encontró una bolsa llena de explosivos y metralla. Casi por accidente Jewell se convirtió en un héroe que logró evitar que el ataque fuera mayor y también, mucho más peligroso, sólo para luego caer en desgracia al ser considerado un sospechoso del atentado. Pero por extraño que parezca, también le convirtió en el símbolo más emblemático de los mártires controvertidos en un país en busca de héroes.
Eastwood es un hombre que jamás ha ocultado sus ideas políticas, lo que hace del discurso pausado, profundo y maduro de Richard Jewell aun más duro y brillante: la película analiza el espectro del terrorismo doméstico — algo que el director ha debatido en términos muy ásperos durante los últimos años — y además, lo hace en un tono sobrio que anuncia una reflexión meditada sobre el peligro al que el país está expuesto. Por primera vez en años, una película se atreve a mostrar el desgarrón en la conciencia estadounidense, la conmoción sobre la posibilidad de la seguridad perdida y lo que es aún más inquietante: el hecho aterrador que la película sostiene y mira la oscuridad del reverso del país optimista que Richard Jewell representó por un breve período de tiempo. La noción entre ambas cosas, envuelve la película como un manto riguroso y opaco, que esconde ideas mucho más amargas y devastadoras de lo que podría suponerse a primera vista.
¿Es Richard Jewell una película política? el guión de Billy Ray logra que lo sea, sin que sea demasiado obvio, lo cual es de agradecer. La historia — que incluye un mea culpa moral del norteamericano promedio de considerable importancia — podría ser el vehículo perfecto para analizar lo que ocurre en EEUU ahora mismo, pero no lo hace. Eastwood decide hablar de moralidad en lugar de ideología, de miedo en lugar de precaución y al final, Richard Jewell se convierte en una especie de doloroso símbolo del ciudadano común a merced del Estado, el poder y sus extrañas versiones sobre la consciencia colectiva. Lo más inquietante es que Eastwood toma la deliberada decisión de meditar en pantalla sobre el bien y el mal escindido de nuestra época, lo que tiene como inmediata consecuencia que ningún personaje es bueno o malo, sino en realidad una colección de matices. No es algo nuevo en la filmografía de Eastwood: lo que si resulta novedoso es la capacidad que el director muestra para evadir los caminos sencillos y mostrar las grietas de una sociedad incapaz de tomar decisiones claras sobre sus propias circunstancias. ¿Crítica Eastwood la opinión caprichosa del país? ¿Hace un señalamiento al poder de la prensa, en ocasiones convertida en amenaza directa? Sí y no. La película no sermonea, pontifica o señala. En realidad, Eastwood toma la decisión de mostrar antes que culpabilizar, de analizar en lugar de concluir. Como conclusión a una idea profunda sobre el país como resultado de sus dolores y errores, la película logra sostener una percepción consistente sobre lo que necesita permanezca oculto y lo que muestra sin pudor.
Porque Richard Jewell (interpretado por un magnífico Paul Walter Hauser) no es un héroe ni pretende serlo. Tampoco es un hombre que sepa llevó a cabo un acto heroico: en realidad su gran mérito fue actuar con responsabilidad y rapidez en un momento especialmente complicado. Pero a medida que la película avanza, es evidente que de la misma manera que en La Mula, Clint Eastwood busca no enaltecer a una figura común llevado a una situación extraordinaria, sino más bien un hombre con el peso de un momento extremo sobre los hombros. Richard Jewell es un hombre normal (como también lo fue Sully, en la película del mismo nombre), pero a diferencia del personaje interpretado por Tom Hanks, el de Hauser entra en la nada deseable grieta de lo interpretativo. Hay una gran cantidad de sombras en los lugares inadecuados y allí está la cámara de Eastwood para mostrarlo.
¿Es Jewell un hombre del que podría desconfiarse? La película se asegura de brindar un poco de contexto, de modo que muestra al futuro héroe/villano de la historia diez años antes de los acontecimientos que le harían famoso y analiza la forma en que percibimos las pequeñas particularidades de quienes nos rodean. ¿Cómo reflexionamos sobre el comportamiento de otros? ¿Cual es la manera en que analizamos los prejuicios que proyectamos sobre los demás? Eastwood no está allí para dar respuestas, para analizar la situación en conjunto ni tampoco para construir una hipótesis. De modo que dedica una considerable cantidad de tiempo en asumir que Jewell es una sombra en su propia vida, una ilusión sometida al albedrio de terceros y a la interpretación de nuestros pequeños estigmas. Con una prodigiosa capacidad para la introspección, el guión va de un lado a otro de la vida de Jewell para poner a prueba el juicio silencioso, la mirada sobre el otro. Un curioso efecto esfinge que al final es el sentido más coherente de la película como expresión de esa mirada insidiosa y casi obsesionada sobre los motivos por los cuales, Jewell terminó convertido en el improbable villano de su propia historia.
Por supuesto, el guion se toma el atrevimiento de juzgar a los estadounidenses en la forma que elevan a los altares y luego arrojan al suelo, a sus ídolos. Y lo hace con crueldad, una mirada durísima que Eastwood lleva hasta lo incómodo. El director está más interesado en dejar claro que Jewell fue juzgado bajo ciertos estándares pero también, que esas líneas que sostienen esa versión de la realidad, forman parte de la vida cotidiana. Jewell, que vive con su madre, tiene sobrepeso y es una persona que podría resultar patética desde cierta concepción del triunfo, avanza a través de la película poniendo a prueba la manera en que se comprende a los personajes que atraviesan de un modo u otro, el breve culto a la personalidad que la prensa puede brindar incluso casi por accidente. De ser un desconocido, Jewell pasó a ser una personalidad pública y después, a un paria que terminó acorralado por circunstancias fuera de su control. Todo eso mientras el país observaba con atención lo que ocurría o lo que era aún más complicado, se enlazaba con algo más elaborado y duro de entender sobre la moral colectiva.
En medio de una situación semejante — el país bajo amenaza y la mirada sobre el héroe/culpable — la película tiene la rara y hábil capacidad de ir más allá de lo que resulta obvio. ¿Es Richard Jewell culpable? parecen preguntarse los largos planos al rostro del personaje, mientras el mundo se derrumba a su alrededor. Mientras tanto, la periodista Kathy Scruggs (Olivia Wilde) parece encarnar la curiosidad del país y también su codiciosa necesidad de respuestas. Persigue a Jewell, investiga sobre él y al final, es Scruggs, el rostro distorsionado de la imposición inmediata sobre la forma en que EEUU condenó a Jewell sin saber con claridad el motivo por el cual lo hacía.
Como suele ocurrir en las películas de Eastwood, las mujeres suelen retratarse desde cierta percepción no demasiado clara ni mucho menos, compleja y quizás, ese es el gran punto débil de Richard Jewell, que utiliza a Scruggs para justificar la zozobra, la crueldad corrosiva y directa de un país en que la consciencia es un dilema confuso. Mientras el resto de los personajes deben luchar contra los cientos de matices que evaden toda explicación sencilla, el que encarna Wilde es un compendio de clichés flojos y sin ningún sentido de coherencia. A pesar de eso, la actriz logra encontrar un punto de equilibrio que brinda a Scruggs (en su momento también vilipendiada y al final, caída en desgracia) una cierta dignidad trágica.
Al final, la película resulta una fascinante combinación de sus errores y virtudes, lo cual además, le brinda una inteligente concepción de la oscuridad del ser humano que pocas veces se toca en películas en la que la conclusión es pública, notoria e histórica. El argumento se toma la libertad de elaborar una condición imperfecta e incompleta para su historia, tal y como ocurrió en la vida real, en la que la reputación de Jewell debió sufrir en medio de juicios que le dejaron en mitad de una ciénaga legal inquietante y al final por completo inexplicable.
Con su aire lóbrego, pesimista y duro, “Richard Jewell” es una moraleja sobre los peligros de una versión de la realidad basada en la soberbia de la memoria colectiva de un país. Una crítica dolorosa sobre la forma en que la información es capaz de encumbrar y destruir, pero sobre todo, un recorrido por los pequeños espacios grises de la vida ciudadana en medio de ese gran noción irregular que se asume sobre la conciencia del individuo en la actualidad. Un logro que Eastwood lleva a cabo con su habitual pulso preciso, impecable y controversial.