Crónicas de la Nerd entusiasta:

Lo simbólico, poderoso y trascendente en el Mundo de J.R.R Tolkien. (Parte II)

Aglaia Berlutti
14 min readJun 16, 2020

El escritor George R. R. Martin suele decir que escribir sobre dragones “le permite encontrar un punto medio y profundo entre la fantasía y algo más simbólico”. Hace casi sesenta años J.R.R Tolkien dijo algo semejante, al hablar sobre su colosal y magnífico Smaug, eje central de su primera novela El Hobbit “Un dragón siempre será un magnífico secreto” escribió el novelista en sus diarios privados, fascinado por la idea de incluir entre sus relatos una criatura mítica de semejante antigüedad y envergadura. Para la ocasión, Tolkien dibujó su propia versión del extraordinario Smaug: Una lagartija gigantesca, color carmesí y dorado, adornada con joyas y envuelta en el brillo radiante de los tesoros robados a lo largo de centurias. Pero en toda las ilustraciones de Smaug, se había asegurado que su dragón mirara al frente, grandes ojos de amatista de profunda inteligencia, una reposada inteligencia.

Por supuesto para Tolkien, Smaug era algo más que un capricho súbito o una decisión argumental nacida de su amor por la mitología que rodea a una de las criaturas míticas más antiguas del mundo: Lo había creado como referencia directa a una de sus obras predilectas Beowulf, cuyo héroe lucha a brazo partido con “el dragón ardiente, el demonio temeroso”. Para Tolkien, el dragón representaba un tipo de mal retorcido y beligerante, inquietante y duro de comprender. Como buen cristiano, estaba convencido que el mal era un concepto absoluto y lo representó como una criatura espléndida, de inteligencia nítida y violenta. Porque lo realmente peligroso de Smaug no era su capacidad para escupir fuego — al menos, no lo único peligroso — sino su mordaz conocimiento sobre la naturaleza humana. “Infundo el temor en el corazón de los hombres” exclama en pleno paroxismo de belleza y poder “Nadie puede comprender mi antigüedad”.

No obstante, Smaug es sólo una versión de una criatura que ha poblado la literatura y mitología mundial durante siglos. A pesar de su papel contemporáneo como figura mística, sabía e incluso bestia salvaje (La versión preferida de Martin en su saga de novelas ríos “Canción de Hielo y Fuego”) el origen del dragón es mucho más antiguo. Puede rastrearse incluso hacia la prehistoria, justo en el nacimiento de nuestros terrores colectivos. No es casual que cuando se hallaron los primeros huesos fosilizados de los saurópodos en 1824, la leyenda popular afirmó de inmediato que se trataba “de Dragones, aparecidos desde la Tierra para demostrar su existencia”. La discusión sostenida y extravagante se extendió hasta casi principios del siglo XX y todavía, a mitad de la década de los sesenta, alguna que otra publicación afirmaba que los dragones “habían existido y era irrefutable tal creencia”. Como si la existencia del dragón fuera no sólo una noción sobre el bien y el mal, sino también, un símbolo tan antiguo imposible de contener — o definir — a través de términos científicos.

Como medievalista, Tolkien era muy consciente de los elementos que incluía en sus obras. Una visión inevitable, si se toma en cuenta que el dragón ha formado parte de la imaginaría popular de casi todos los países y las culturas del mundo. Remite a los mitos de la creación Occidental, desde la bestia Nórdica Níðhöggr, a los pies del árbol de la vida Yggdrasil, las figuras colosales y temibles de mitos paganos europeos hasta el mismísimo Libro de la Revelación y su “gran dragón rojo con siete cabezas y 10 cuernos” que intenta comer la descendencia de “la mujer vestida del sol” cuando da a luz. Toda una analogía sobre la sabiduría, el conocimiento, la maldad convertida en un metáfora de la belleza y el poder, de los terrores escondidos en la mirada consciente sobre la personalidad e identidad de pueblos y culturales a través del mundo.

En la Biblia, de hecho, el dragón es la encarnación de la maldad como forma absoluta y lóbrega, una criatura temible que contiene todo el conocimiento de los Infiernos y que propaga el mal a través de su aliento envenenado, envuelto en los albores del pecado. En un misterioso Óleo que conserva el museo del Prado, atribuído a un desconocido “maestro de Zafra”, puede verse a un arcángel Miguel de extraordinaria belleza venciendo a un dragón espléndido, con garras de león, alas de buitre. Una colosal serpiente marina que parece intentar vencer sin lograrlo el pie bendito del arcángel. Esa fue la imagen del dragón — o su evolución — durante los labores del Cristianismo y hasta la casi la mitad del medioevo, época durante la cual la Iglesia propagó una imagen sobre el Diablo encarnado como una bestia temible y astuta. Para buena parte de Occidente, el Bíblico enemigo de Dios, asumió la forma de una criatura que encarnaba un tipo de sabiduría anterior incluso a las historias primigenias de la Biblia, de los albores mismos de la sabiduría de profetas y Patriarcas judaicos.

Para Tolkien, el mal en su Universo, tenía la misma connotación que la criatura mitológica que había inmortalizado entre las páginas de sus libros. Mientras en la Europa medieval multitudes aterrorizadas temían que un dragón de fauces eternas les llevara al Infierno, al otro lado del mundo, los espléndidos dragones imperiales Chinos se alzaban como espléndidas alegorías de nobleza y bienestar. Solían representarse en medio de ricos tejidos de seda, rodeados de perlas y abalorios de piedras preciosas y solían formar parte de las ricas decoraciones de salones imperiales y otros lugares en los que habitaba la nobleza del país. Incluso se insistía que el Emperador Yao ( 2356 a. C) descendía de un dragón, quién había amado tanto a su madre como engendrarlo. La línea imperial de dragones se hizo célebre en la visión popular del continente asiático sobre la monarquía y por siglos, hubo vívidas descripciones sobre leyendas de dragones que protegían a la familia real, se enamoraban y odiaban con verdadera pasión humana, vivían en poblados lejanos e incluso, habitaban con formas humanas durante largas temporadas de dolor y expiación.

Tan variadas, detalladas y profundas fueron las narraciones, que para el año 1854, el geólogo victoriano Charles Gould, que recorría Asia en busca de leyendas antropológicas y mitológicas, llegó a creer a pie juntillas en la existencia del dragón tal y como lo concebían los pueblos orientales “No hay nada imposible en la noción común del dragón tradicional” escribió Gould en su libro “Mythical Monsters” publicado en el año 1886 “Es más probable que alguna vez haya tenido una existencia real que ser un mero descendiente de fantasía”. Para Gould parecía impensable que las innumerables historias, los detalles de enorme belleza de cada relato, fueran fruto de la simple fantasía colectiva. Había en las leyendas una fe en lo fabuloso que Gould podía comprender y que tradujo como una de comprender la noción sobre China como territorio extraordinario e inexplorado. Una visión sobre lo desconocido.

Por supuesto, al momento de incluir un símbolo del mal semejante en sus obras, es evidente que Tolkien no sólo había escudriñado con cuidado las raíces simbólicas del monstruo mítico, sino también el peso que podría tener en su historia, algo que sin duda además, se enlazaba con esa condición sobre lo real que antecede a lo metafórico. Al momento de la escritura de la trilogía de El Señor de los Anillos, la idea no era desconocida: Durante buena parte del siglo XVI, XVII y bien entrado el XVIII Europa parecía poblada de todo tipo de criaturas asombrosas: desde brujas, vampiros, hombres lobos, hasta extraordinarios dragones misteriosos que atravesaban la tierra en vuelos raudos. Buena parte del arte de la época muestra una geografía de lo imposible asombroso por su belleza: El arte de William Blake, Edward Burne-Jones y Aubrey Beardsley mostró una época donde las bestias temibles eran más comunes — y apreciadas — que los animales corrientes. Había algo hermoso en toda la fauna espléndida, musculosa y poderosa que llenaba las paredes de museos y páginas de libros. Para Burne — Jones el dragón era una criatura colosal, precursor de los monstruos extraordinarios del cine, musculoso, hambriento de sangre humana y de una vitalidad asombrosa. Para Beardsley, obsesionado con el sexo y lo erótico, el dragón era capaz de seducir y mostrar un tipo de belleza exquisita, enervada y eléctrica, con su cuerpo sinuoso y casi fálico, su poder misterioso y fatal.

Sin duda, como todos los monstruos, el dragón tiene el poder de la evocación y la belleza. Y para Tolkien, el dragón era la raíz de un tipo de búsqueda inquietante y profunda que avanzaba a través del tiempo como una noción sobre la trascendencia y la identidad. Una idea que el escritor WJT Mitchell pondera en su intrigante estudio casi postmodernista “The Last Dinosaur Book”, en la que la figura del dragón se transforma en el referente cultural de todos los monstruos, todas las ideas y todos los trasfondos sobre el miedo y la inquietud erótica a través de cientos de mitos que le transforman en deseo y advertencia sobre los peligros de la tentación.

Tal vez por ese motivo, Carl Jung declaró que el dragón es un arquetipo de nuestros miedos inconscientes: la naturaleza primigenia, devoradora y caníbal de lo primigenio que devora nuestra consciencia y nuestra visión única de la identidad. Pero la vez, es también el poder transformador dentro de nuestro espíritu (“el Gran Ser Interior” en la frase de Jung) lo que coincide con la tradición oriental. Tal vez, ese sea el mayor secreto del dragón, escondido entre lo alegórico y lo evidente: su capacidad para conjugar las fortalezas y debilidades del espíritu del hombre. La profunda y primordial belleza de nuestros paisajes mentales. Algo que también es notorio en las obras de Tolkien y en especial, en el recorrido de su mirada sobre el bien y el mal, en la que Smaug — fascinante, poderoso y peligroso — tiene un papel preponderante.

El amor en la Tierra Media.

Cuando Tolkien murió en el año 1973, buena parte de su producción literaria — y la más personal, al decir de sus albaceas y editores — quedó no sólo a la mitad, sino esbozando lo que parecía ser un extraordinario universo inacabado que el célebre autor había delineado durante buena parte de su vida, sin que llegara a fructificar. Se trataba de una colección de notas, borradores y fragmentos de historias que sugerían que el complejo Universo Tolkiano era mucho más enrevesado que lo que los libros publicados mostraban. El escritor, obsesionado con las infinitas dimensiones del ciclo mitológico que creó a través de doce libros publicados, continuó esbozando la saga de sus personajes y mundo aledaños a través de poemas épicos, narraciones cortas y todo tipo de pequeños fragmentos de lo que parecía ser una historia mucho más amplia y compleja. Al morir, la estructura no sólo quedó inacabada sino además, con apreciables blancos narrativos que hacían de su posible publicación una compleja labor que muy pocos podrían acometer. Para la mayoría de los expertos que revisaron la obra póstuma de Tolkien, la posibilidad de publicación del conjunto de manuscritos dependía de una labor titánica y un apreciable conocimiento sobre el mundo del escritor, algo que limitaba las opciones para una labor semejante.

Fue Christopher Tolkien, el tercer hijo del escritor, quien se dedicó a la tarea de reconstruir el Universo creado por su padre. Por casi cinco años trabajó en el conjunto de notas y manuscritos, hasta que logró reconstruir la visión de su padre en un tomo coherente y único que se publicó con el titulo de El Silmarillion y que contenía la historia de los mitos que crearon la Tierra Media y precedieron a Frodo y la búsqueda de la comunidad del Anillo narrada en la trilogía “El Señor de los Anillos”. El volumen tuvo un considerable éxito de crítica y público, lo que permitió a Christopher continuar con el proyecto de reconstruir las historias incompletas de su padre.

Durante las décadas siguientes, Christopher logró compilar cada vez más textos de la inabarcable colección de notas y párrafos escritos por Tolkien, hasta lograr una serie de obras que amplían de manera considerable los relatos originales del escritor. Uno de los proyectos más complejos, fue el de rescatar las historias individuales que construyeron una visión más o menos amplia sobre la mitología que sostiene el Universo de la Tierra Media. El último de Christopher Tolkien, es quizás el más importante de todos los publicados hasta ahora como parte de esa cada vez más densa comprensión sobre el mundo de la Tierra Media: El Romance de Beren y la Dama elfa Lúthien. Se trata de una de las historias más queridas de Tolkien, que el escritor esbozo en varias de sus obras más conocidas pero que nunca llegó a escribir como un tomo único.

La ardua labor de Christopher no sólo elaborar un relato coherente a partir de numerosos fragmentos inconexos sino además, brindar un sentido único a una historia que los lectores de Tolkien sólo conocen a medias y a través de referencias veladas. Con el libro “Luthien y Beren” Christopher Tolkien logra completar lo que es una travesía extraordinaria a través de la infinita complejidad de la obra de su padre y quizás, brindar colofón a su trabajo de toda la vida.

La historia de Beren y Lúthien es una epopeya romántica de aventuras que cuenta la historia de amor entre el hombre mortal Beren y la Dama élfica Lúthien, de la misma forma como fue concebida y relatada en poemas y canciones a través de la obra previa de Tolkien. La narración ocurre durante la Primera Edad de la Tierra Media, alrededor de 6500 años antes de los eventos ocurridos durante la trilogía del Señor de los Anillos. Tolkien esbozó la historia — que más tarde sería incluída en “El Silmarillion” — con la intención de mostrar las vicisitudes y dolores de la joven pareja mítica como parte de la noción mitología y épica que sostiene varios hilos argumentales en sus obras centrales. El resultado es una leyenda dentro de la leyenda, que cautiva por su profundidad y que además, sirve de contexto al resto de las historias que se narran en varios de los momentos álgidos de la trilogía más conocida del escritor.

De la misma manera que las historias contenidas en “El Silmarillion”, en “Beren y Lúthien” la tragedia y el dolor se unen para crear una conmovedora visión sobre la magia, la eternidad y la maravilla. Ambos personajes tienen una proporción mítica que los convierte no sólo en un reflejo de las dimensiones extraordinarias de la Tierra Media sino que además, permite profundizar en el espíritu mismo de sus habitantes. Como contexto ideal, la narración de “Beren y Lúthien” permite comprender con mayor claridad las pequeñas sutilezas de la estructura que Tolkien imaginó para las culturas de sus diferentes criaturas y además, brinda un trasfondo profundamente emocional a las relaciones que sostienen entre ellas. Al contrario de la forma como El Silmarillion cuenta las aventuras de la pareja, Christopher Tolkien analiza las aventuras de ambos desde una mirada mucho más directa y concreta. Avanza a través de una comprensión muy específica no sólo sobre las vicisitudes de los personajes — descritas con una asombrosa precisión — sino además, la historia que les rodea. Desde las emocionante visión sobre la Isla de los Hombres Lobos hasta la corte del Padre de Lúthien, Christopher Tolkien crea un recorrido a través de los mundos imaginados por su padre de una vivacidad que sorprende y se agradece. No hay un sólo lugar de la Tierra Media que no sea parte de esta historia de trascendental importancia dentro del legado de JRR Tolkien.

No obstante, a pesar de sus intentos por unificar la narración bajo una única estructura — o que las aventuras de ambos personajes se sostengan sobre su propio ritmo — Christopher Tolkien no logra del todo unificar el relato bajo cierta independencia de la inmensa figura de su padre. La nueva interpretación de “Beren y Lúthien” también es una hoja de ruta a través de la creación del libro, el lento recorrido del Christopher Tolkien hacía la conclusión de un proyecto que le llevó casi toda su vida finalizar. El escritor guía al lector a través de las diferentes revisiones, los borradores descartados, la mirada insistente de la recopilación por conservar el espíritu central de la obra y quizás, es esa obsesión por los prolegómenos de la obra, su punto más bajo. Las versiones se suceden entre sí y parecen ser un homenaje tácito no sólo al espíritu de Tolkien sino a la importancia de la historia de “Beren y Lúthien” dentro de la percepción de la obra como conjunto. Esa casi obsesiva minuciosidad tal vez se deba a la permanente conciencia de Christopher Tolkien sobre la importancia de las figuras de Beren y Lúthien en la visión de su padre sobre su universo literario. Se trata, sin duda, de la obra más personal de Tolkien, inspirada en la relación que sostuvo con su esposa Edith — de hecho, en la lápida de la tumba que ambos ocupan se puede leer “Beren y Lúthien” — y también, de la única que refleja la noción del escritor sobre el amor, el romance y la profundidad del compromiso moral como una forma de homenaje emocional. También hay mucho del sentido de la pérdida que Tolkien profundizó en sus novelas más conocidas y un anuncio de la percepción del bien y del mal, la vida y la inmortalidad que serían pilares de sus reflexiones íntimas sobre el dolor y la ausencia. En medio de los diferentes hilos que Christopher Tolkien utiliza para crear la narración definitiva, sorprende la manera como la historia original sobrevive — y se sostiene — a pesar de las sucesivas versiones y reconstrucciones de la versión primitiva.

Como libro, “Beren y Lúthien” funciona como una completa e inteligente introducción a los Universos planteados en “El Silmarillion”, pero también como una nueva muestra de las infinitas referencias que Tolkien utilizó para crear en su obra. Christopher Tolkien logra recuperar las evidentes influencias que sobre el Universo de su padre, tuvo relatos como el galés Culhwch y Olwen y la original versión de “Rapunzel”, de origen Alemán. También logra sostener la narración de la historia sobre algo más que una mera historia de amor y logra dotar a los hilos argumentales de la historia de una ternura que conmueve su sinceridad. De pronto, la historia del hombre salvaje y andrajoso y la princesa Elfa que terminan enamorándose, es algo más que la gesta tradicional de un amor imposible. Con su cuota de aventura, cuento moral pero sobre todo, su enorme capacidad para conmover “Beren y Lúthien” trasciende lo meramente anecdótico para ocupar un lugar prominente dentro de la comprensión del Universo Tolkien como estructura general.

La crítica ha insistido que “Beren y Lúthien” es un gran homenaje de Christopher Tolkien a sus padres y de hecho, lo es: desde la insistencia en incorporar a la historia todas las reflexiones narrativas que le permitieron a su padre crear una visión extraordinaria sobre el bien y el mal, hasta las acuarelas y dibujos a lápiz realizados por Alan Lee, toda la obra parece resumir los largos años de trabajo de Christopher Tolkien sobre una obra que de otro modo, habría desaparecido en medio de la confusión de su volumen y complejidad. Pero “Beren y Lúthien”, con toda su carga simbólica pero también, su conmovedora visión sobre los temas morales que obsesionaron a Tolkien, logra resumir la larga travesía de Christopher Tolkien no sólo a través de la obra de su padre sino su confuso legado. Con una minuciosidad que sorprende por su elocuencia y trabajo duro — eso, a pesar que Christopher Tolkien cumplió 92 años en noviembre de 2016 — la obra une los hilos y avanza desde los llamados “Cuentos perdidos” hacia las comprensión temprana de la importancia de la historia de “Beren y Lúthien” como una obra definitiva dentro del Universo Tolkiano. El libro se sostiene sobre una combinación de las nociones originarias sobre los poemas más antiguos sobre la historias que Tolkien redactó — y abandonó — en el año 1931 y lo completa a través de una vuelta de tuerca que construye una final mucho más amplio que el que sugería la historia propiamente dicha. La victoria final de los amantes no la celebración del amor mutuo, sino la redención y la primera victoria contra Morgoth.

Más allá de eso, la historia de “Beren y Lúthien” pondera sobre las virtudes del espíritu gallardo y lo hace con la misma delicadeza de cualquier romance medieval. Y es entonces cuando Christopher Tolkien logra su mayor logro: La de convertir una historia en mitológica en una vívida experiencia emocional. Unidas las piezas, el escritor encuentra el tono justo para crear algo más profundo y meritorio que un simple homenaje. Y quizás, ese es el mayor triunfo de esta revisión — con toda probabilidad la última que será publicada jamás — sobre un extraordinario Universo que continúa sorprendiendo por su complejidad, belleza pero todo sobre todo, sensibilidad.

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Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión. Desobediente por afición. Escribo en @Hipertextual @ElEstimulo @ElNacionalweb @PopconCine