Crónicas de la loca neurótica: Sobrevivir al miedo bajo el sol opaco.

Aglaia Berlutti
13 min readNov 24, 2018

Camino por la calle mientras escucho “Disintegration” de The Cure. La canción crea ecos amplios en mi interior, como si la aterciopelada voz de Robert Smith flotara en algún lugar desconocido de mi mente que me lleva esfuerzos comprender. La mayoría de las veces, ese lugar en sombras es un pequeño caos sin forma ni foco, repleto de información y algo parecido al dolor emocional. Una especie de secreto angustioso que en ocasiones no sé muy bien como manejar.

Sufro de un trastorno de ansiedad generalizada, lo que quiere decir que estoy loca. O mejor dicho, es la opinión de mi país, muy poco empático y sensible en cuanto a la salud mental se refiere. Aún así, el término “loca” no me parece especialmente ofensivo: en realidad denota una percepción de la realidad por completo distinta, extraña y en ocasiones inexplicable. Una especie de mirada hacia una dimensión de las cosas que me sorprende por su singular cualidad distorsionada. La mayoría de las veces, tengo la sensación que esa “locura” es un modo de traducir la realidad o mejor dicho, de comprender sus pequeñas grietas y rupturas. No se trata de un concepto nuevo — “esa divina ternura del mundo de los locos” escribió el Bosch a su marchante, por allá en 1511 — pero siempre resulta un alivio, cuando debes lidiar con esa sensación perenne y en ocasiones debilitante, de perder el control de su mente. Porque de eso se trata todo esto, me digo al borde de la calle mientras contemplo el tráfico avanzar en un caos de destellos metálicos y radiantes. De comprender el mundo desde la periferia y asumir que por momentos, mi mente tiene vida propia, disonante y en ocasiones peligrosa.

Para alguien que sufre un trastorno como el mío, no hay manera de controlar el miedo. Tu cerebro es incapaz de discernir entre el sobresalto que te produce dejar caer una taza al suelo y un cataclismo nuclear. ¿Suena un poco extravagante? lo es, claro está y al principio, mucho antes de mi diagnóstico, me tachaba a mi misma de melodramática . Vamos ¿como podía hacerme llorar que un desconocido me dirigiera la palabra en la calle y a la vez, algo tan simple como atender una llamada telefónica? Llegué a creer que el problema era esa predilección del trópico por el drama, esa hipnótica predilección por la exageración fatalista. Tenía que ser eso, me dije más de una vez, con el pecho cerrado por un nudo muy real de ansiedad y las manos temblando, cubiertas de un sudor helado. ¿Qué otra cosa podía ser?
Resultó ser un trastorno mental medible y cuantificable. Uno contra el que puedo luchar y con el que de hecho, trato de lidiar a diario, sin lograrlo siempre. Pero tiene su mérito, la notoria capacidad para entender mi mente y sus reacciones como algo más complejo que un simple estallido emocional. En ocasiones, pienso que reducirlo a una batalla médica — con sus bemoles, días buenos y malos — le brinda al trastorno un lustre menos peligroso. Mucho más cercano. Vamos, es como sufrir de artritis o de migraña crónica. Enfermedades invisibles, imposibles de cuantificar. ¿Cómo asumes el dolor más allá de la reacción que te provoque? ¿Cómo explicas el miedo real que te consume a todas horas?

En una ocasión, alguien me dijo que “tener un trastorno de pánico no es excusa para mi comportamiento”, cuando cancelé por enésima vez un almuerzo entre ambos. Me lo escribió entre enfurecido y condescendiente, como si mi ansiedad, fuera una especie de excusa fallida y facilona para algún tipo de malcriadez. Recuerdo que no respondí de inmediato y pensé si podía explicar de alguna manera lo que realmente significa vivir con un miedo atroz que te aplasta a toda hora y en cada situación de tu vida. Un miedo implacable que te hace sentir tan pequeña, tan abrumada y tan profundamente herida, que en más de una ocasión, te deja atrapada en un espacio silencioso y sin nombre. ¿Cómo explicar la sensación de sobresalto que te produce la idea de abandonar los escasos lugares que consideras seguros? ¿Ese perenne temor que alguno de los cientos de pensamientos catastróficos que te asedian cada día se hagan realidad? ¿Cómo describir la sensación de paralizante terror, la angustia invalidante, el cerco de pura inquietud que te rodea y te deja aislado del mundo cada vez con más frecuencia? No, el trastorno de pánico no es una excusa para el comportamiento errático. Es el motivo de su existencia.

— Debes aprender a no pedir disculpas — dice mi psiquiatra, cuando la anécdota anterior reaparece en plena conversación — un trastorno es una reacción incontrolable y siéndolo, necesitas asumir que tu grado de responsabilidad acaba justo en el momento en que no puedes manejar la situación por algo que te supera.

Suena sencillo pero no lo es. La verdad, paso buena parte de mi vida convencida que el pánico — las crisis, el cansancio que trae aparejado, mi casi inexistente capacidad para socializar — es un anatema que llevo a cuestas. Por supuesto, se trata también de una percepción que la cultura en que nací no sólo apoya sino que además, sustenta: la mayoría de las personas que conozco están convencidas que mi “nerviosismo” puede controlarse con facilidad. Que se trata algo relacionado con la voluntad, la capacidad para lidiar con las emociones, incluso una forma de serenidad mental que puede adquirirse con el transcurrir del tiempo. Incluso llegué a creerlo: pasé buena parte de mi adolescencia tildándome de melodramática y exagerada, ocultando las crisis de pánico por considerarlas un tipo de debilidad. La sensación siempre era la misma: me encontraba atrapada en una especie de ciclo interminable de verguenza. Al final, terminé por recluirme en casa y evitar todo tipo de situación social. Pasé más de tres años completos, resistiendome a tomar cualquier tipo de medicina, convencida que el trastorno era sin duda, un rasgo de mi carácter, una muestra de mi incapacidad para lidiar con el mundo adulto. El monstruo interior en pleno apogeo. ¿Cómo explicar semejante cosa?

— Quizás él tiene razón y estoy utilicé el trastorno de pánico como excusa — murmuré. La psiquiatra me dedicó una mirada torva.
— ¿Excusa para qué?
— No lo sé. A veces la mera idea de encontrarme con alguien más, disfrutar de un almuerzo como cualquier otra persona, sonreír, atender a la conversación de un tercero me resulta por completo insoportable. Y soy incapaz de decírselo.
— En realidad, podrías haberselo dicho, si el pánico no te hiciera sentir que algo está mal en tus decisiones y en tu forma de concebir el mundo.

Ese es un pensamiento duro de asimilar, sobre todo porque es cierto. Paso buena parte de mi vida, cuestionando cada palabra, cada decisión, cada escena de mi vida cotidiana. Y lo hago, desde el convencimiento casi atónito que el pánico es un peso real en todos mis puntos de vista y que siendo así, la mayoría de las cosas que hago están impulsadas por una necesidad de supervivencia que comprendo bastante poco. O al contrario, asimilo de manera tan íntima que forma parte de todo lo que hago, de manera consciente o inconsciente. Mi psiquiatra me escucha con paciencia.

— ¿Por qué no deseabas salir con ese hombre?
— No lo sé, había algo en él que era definitivamente…

¿Qué? ¿Inquietante? ¿extraño? ¿incómodo? Después de todo, era el mismo hombre que parecía sustentar su ego sobre el hecho que era bilingüe, su conocimiento parcial de un puñado de cómics o cultura pop. ¿Una frágil virilidad? No, se trataba de algo más. Una rudimentaria inseguridad desconcertante que no comprendí jamás.

— No lo sé, algo no estaba bien.
— ¿No era suficiente esa sensación?
— Creo que mi instinto depende demasiado del pánico para ser creíble.

Me había sucedido en tantas ocasiones, que con el transcurrir del tiempo dudar sobre mi criterio se convirtió en un hábito. Siempre tenía la dolorosa sensación que el miedo — el inevitable, el punzante — era una lóbrega noción contra la que no podía luchar. De forma que no lo hacía o al menos, no con la suficiente firmeza como para que el pánico fuera algo más que una sensación. Durante algunos años, esa incertidumbre llenó todos los espacios de mi mente, los hizo cada vez más áridos y dolorosos. Una herida expuesta que jamás cicatrizaba del todo.

— El pánico es una reacción física, pero el pensamiento racional es tu manera de contrarrestar esa duda continúa que te aplasta — dijo mi psiquiatra — eres una mujer sensata, inteligente y talentosa. ¿No es más fácil aceptar eso que el miedo como exégesis?

Sonreí con cierto cansancio. En una ocasión habíamos debatido la idea que había un cierto pensamiento religioso en la forma como el cerebro afrontaba el trastorno de pánico. Después de todo, se trataba de una fuerza ciega e incomprensible, contra la que tenía que luchar con mis recursos conscientes. El resultado era una especie de dicotomía mental que me llevaba esfuerzos luchar. Como escuchar constantemente una discusión a gritos en tu mente.

— Se trata de algo más potente — prosiguió — asumir que la forma en que piensas es mucho más válida y competente que el miedo que te limita, que al final al cabo es una abstracción sin sentido. ¿Te lo has planteado así?
— La verdad, es que no — admití — pero la mayoría de las veces, la mera idea es complicada.

Pensé en todas las ocasiones en que apretaba los puños y el cuerpo se me quedaba rígido sólo por intentar batallar contra el pánico como idea. No se trata de algo sencillo: Un trastorno de pánico evita puedas manejar el estrés de manera correcta, pero además de eso, no permite que el análisis que realizas de las situaciones que te rodean, tengan un componente objetivo. El peligro — imaginario y exagerado — siempre está al margen. ¿Puedo conducir hasta el Centro de la ciudad? Lo haría, de no temer estrellar el coche contra un camión a toda velocidad, una pared inesperada, atropellar a un transeúnte descuidado. Las imágenes son tan claras en mi imaginación, que cierro los ojos, las manos apretadas en la rueda del caucho del volante. La sensación inaudita y desesperada que el terror avanza hasta rodear todo pensamiento lógico. Podría pasar, podría morir, matar. El coche es un arma, mi nerviosismo un acicate. Podría…

Toma una bocanada de aire, enciendo el automóvil. El sonido del motor me hace temblar pero me esfuerzo por continuar, por no atender a la sensación funesta y urgente que casi me obliga a volver a casa. Cuando finalmente comienzo a conducir, las manos me tiemblan, tengo la frente empapada de sudor, pero conduzco. Logré vencer la pequeña barrera. Una de tantas que encontraré en adelante, que serán una forma de mirarme a medida que avanzo hacia la vida normal.

— El trastorno de pánico tiene el mismo efecto en el paciente que lo sufre que la artritis en alguien sufre un estado muy avanzado de la enfermedad — dice mi psiquiatra — un artrítico tiene buenos y malos días. Algunos puede sostener la bocina del teléfono, en otros casos puede abrir la puerta. Pero hay días en que no podrá levantar las manos si sentir un dolor agudo y agotador. El punto es que el artrítico no sabe cuándo ocurrirá la crisis. Cuando será el día en que no pueda mover los dedos porque le causará un padecimiento insoportable. Para un paciente de pánico las cosas funcionan de manera más o menos parecida.

No lo niego, aunque no es tan sencillo de describir como su ejemplo. En realidad, el pánico siempre está allí, combinado con una ansiedad latente. Siempre se encuentra al margen de lo que haces o piensas, la sensación que ocurrirá algo horrible, que lo provocarás, que serás el culpable de alguna situación espantosa. Con el tiempo, aprendes a reconocer el látigo del trastorno en medio de la complejidad de los pensamientos cotidianos. Pero hacerlo lleva tiempo, dolor y un considerable esfuerzo.

Hace unos años, estuve a punto de rechazar mi primera columna en un reconocido periódico de mi país, por miedo. Así de simple: puro y vulgar miedo. Hablo que por más de dos días, me debatí entre la posibilidad de lograr uno de mis sueños más acariciados — tener una firma y un nombre como escritora — y simplemente, no hacerlo y evitar el mal trago de la responsabilidad que la propuesta llevaba a cuestas. Me obsesioné con la posibilidad de fallar, de decepcionar no sólo a los editores sino al eventual lector, de asumir que necesitaba madurar en mis ideas, en la forma en que analizaba el mundo y sus vicisitudes. Al final acepté — un correo pulcro y corto que no reflejaba bajo ningún aspecto mis terrores — y sentí que cometía un error imperdonable, que…

— Que era algo mucho más duro de lo que podías soportar — dice mi amigo P. cuando le cuento lo anterior — que la responsabilidad de la columna te sería insoportable.
— Más o menos — reconocí.

P. forma parte del grupo de terapia al que me uní hace un par de años y al que acudo religiosamente cada tres días. Nos reunimos en el pequeño consultorio de mi psiquiatra para poner en voz alta los terrores invisibles que nos asedian o incluso, la mera sensación invalidante del temor como algo más que una idea general. Somos siete miembros — tres hombres, cuatro mujeres — y la mayoría tenemos diagnósticos muy parecidos. La sensación de comprensión que nos brindan las reuniones de hora y media resulta invaluable e incluso, desconocida para la mayoría de nosotros.

En el grupo debatimos cualquier cosa. No hay una línea de pensamiento única, tampoco una intención básica que sostenga las discusiones. Sólo estamos allí, sentados en círculo, mientras la doctora nos escucha sin intervenir. De modo que puedes hablar de lo que te plazca, tanto como te plazca, mientras permitas al resto intervenir y participar bajo los mismos términos. Es en el grupo que cuento mis terrores nocturnos, el pánico que me atenaza cada vez que pongo un pie en la calle, la sensación de pura agonía que me provoca una llamada telefónica. Todos asiente, comprensivos. Las experiencias son idénticas y hay algo reconfortante en esa identificación. En esa comprensión que “algo va mal, pero no está mal que lo esté” que nos une a todos.

— Pero al final, escribes — dice M. con una sonrisa. Como yo, sufre trastorno de pánico generalizado, pero en su caso también debe soportar los síntomas de la depresión — lo haces y bueno…tiene algo de heroico que a pesar de todo no pierdas el impulso.

Le devuelvo la sonrisa, aunque sé a qué se refiere. Hará ya dos meses, uno de los miembros del grupo dejó de asistir debido a que ya no podía soportar “la conciencia de encontrarse enfermo”. Lo escribió así en el corto correo que nos envió. “Trataré de vivir como un hombre normal de ahora en adelante. No estoy enfermo. Sólo estoy cansado”. Leerlo me hizo sentir confusa y también irritada. ¿Por qué la salvedad? me pregunté con cierto egoísmo duro. ¿Que tiene de malo admitir hay algo malo en tu mente, en tu cuerpo? Pero no me atreví a responder algo semejante. Al fin y al cabo es su proceso, me dije. Es su manera de enfrentar todo esto.

Claro está, nos encontramos en un país configurado para el trastorno de pánico sea no sólo un síntoma común, sino algo inevitable. En Venezuela, lidiamos con una crisis de proporciones históricas y también con la desintegración de la noción de país. La realidad se desploma a pedazos a nuestro alrededor, mientras la gran mayoría de las personas de nuestra generación huyen con la vida en dos maletas. Mientras tanto, los que intentamos luchar, debemos persistir a pesar de la desesperanza, del rol inevitable que deja el miedo a cuestas. Pensé en el hombre que había abandonado el grupo: esposo y padre de dos, gerente de una pequeña empresa con diez empleados a su cargo. Necesita la tabla de salvación de la cordura. Necesita ¿qué? ¿Creer en la posibilidad de la razón en medio de los fragmentos rotos? No lo sé.

No pensé en el hombre semanas después. Pero de alguna forma, esperaba la noticia: La recibimos un lunes, apenas me senté en la silla en el círculo de terapia. La psiquiatra nos miró a todos con expresión amable y tensa “Nuestro querido A. se encuentra recluido. Sufrió un colapso nervioso y ahora mismo, su diagnóstico es reservado”. Silencio. Nadie supo que responder. Me quedé con las manos apretadas contra el vientre. Recordé su correo, tan sucinto y lacónico. Las cosas que hacemos por la cordura. El esfuerzo que realizamos para avanzar en la oscuridad a pesar de todo.

— Lo hago — respondo — pero…
— Oye, nada de peros. Lo haces y lo haces bien — insistió alguien más — así que deja de hacerte preguntas y haz lo tuyo.

Hacer lo mío. Que frase más agradable. Suelto una carcajada. Todos terminan riendo conmigo. Me encojo de hombros.

— Supongo que me cuesta creer que puedo hacer algo sin el miedo de por medio.
— A todos — dice P. con las cejas enarcadas — a todos.

Sí, lo sé, me digo más tarde cuando nos despedimos. Intercambiamos apretones de manos y abrazos. La camaradería sincera de un grupo de desahuciados, diría Proust. ¿Lo somos? M. me abraza y me zarandea con cariño.

— Vas a estar bien — me dice. Está pálida y tiene grandes ojeras bajo los ojos cansados — tu sigue en lo tuyo.
— Lo hago.

En una ocasión, pensé que el grupo de terapia era muy parecido a lo que supongo debería ser una reunión de alcohólicos anónimos. Sólo que en lugar de aplaudir los días “secos como un hueso” y esperar “por lo mejor”, celebramos por los días en que podemos respirar tranquilos, en que caminamos con la cabeza en alta sin temor a tropezar. Las piernas firmes, la mirada al frente. “Un día a la vez” pienso y tomo un caramelo que la psiquiatra me ofrece de su interminable cuenco. Lo mastico con ganas y me hace sonreír su sabor dulzón cuando salgo a la calle. Un día a la vez. Siempre hay la posibilidad de sobrevivir, pienso echándome la capucha del suéter que llevo a la cabeza. Comienza a llover, hace un día perlado, triste pero agradable. Como mi animo, quizás como mi vida entera.

Me detengo en la esquina antes de cruzar la calle. El corazón me salta en el pecho, siento un escalofrío de miedo. Real miedo. Tengo imágenes catastróficas y rocambolescas: un coche me atropella, envía mi cuerpo al otro lado de la calle, me deja tendida y rota, muero bajo el sol radiante de octubre en este país en que siempre es verano. O el automóvil logra frenar pero en su intento de desviar su ruta mortal, me golpea y me envía al suelo, en el que sufro una fractura gravísima e incurable. Mi vida convertida en una colección de aparatos médicos.

Tomo una bocanada de aire, aprieto las manos. Vamos Robert, échame una mano. Cruzo la calle con paso lento, mirando al frente. El escasísimo tráfico es un rumor que se eleva en algún punto de mi mente y desaparece como un suspiro pesaroso. Llego al otro lado de la esquina. Viva e indemne. Una pequeña victoria para los locos, diría Herman Hesse. Otro día para pensar en los pequeños dolores invisibles, añado yo.

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Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión. Desobediente por afición. Escribo en @Hipertextual @ElEstimulo @ElNacionalweb @PopconCine