Crónicas de la loca neurótica: Existir en mitad de las pequeñas obsesiones y dolores. Una meditada mirada al pequeño caos interior.

Durante estos últimos meses, he sentido que de alguna manera mi vida ha tenido una única constante: el cambio, la conclusión de toda una serie de cosas que han quedado a medias. Un renacimiento perenne que tiene mucho de evolución y poco de olvido. He sido crudamente sincera conmigo misma, escudriñando más allá de lo obvio hasta encontrar sentido — o creer que lo he encontrado, en todo caso — a mis ideas más profundas, personales y dioclecianas. Una labor agotadora que muchas veces me ha empujado a una mínima locura, una sensación oblicua que el tiempo se disloca hasta crear una bifurcación absurda: el rostro en el espejo no es mío, sino la ensoñación cansada de un deseo. Tal vez mi obsesión con los laberintos tenga relación porque muchas veces siento que me pierdo entre los fragmentos de lugares inolvidables, hechos a medio recordar, mis inspiradas creaciones mentales. El secreto de las coincidencias tal vez, o una mezcla demencial de razones y paradojas que tienen como único vértice en común mi impulsividad. A veces quisiera pensarme mejor las cosas, palpar la textura de mis decisiones hasta encontrar las aristas exactas que les permitan calzar en el esquema de mi razón, pero no puedo. Prefiero gritar, enfurecida, y destrozar la paulatina calma hasta encontrarme tan agotada que simplemente me dejo llevar por mi propia virulencia.

Camino por mi ciudad con la sensación que redescubro una idea coincidencial más que una sensación estética en si misma. La ciudad es una condición sine qua non de humanidad, al menos en un sentido aristotélico, podríamos puntualizar. El tráfico empedernido e insoportable, la soledad plomiza que aprieta y se hace cada vez más estrecha — sofocante, una sensación de enloquecida claustrofobia — luces y sombras elevándose con lentitud en medio de las siluetas desconocidas de una sensación silenciosa. Sí, una ligera locura, más allá de la mera confrontación del deseo.

Me detengo, en una calle cualquiera. El sonido de mi respiración se confunde en medio de los zumbidos de una realidad caótica, sin sentido, pero unida bajo un vinculo subyacente de puro significado. ¿No es eso el mundo, después de todo? ¿Una red intrincada e interconectada de conceptos y metáforas más o menos comprensibles, plomizas, lejanas, destructoras, inveteradas, insoportables, que delinean trabajosamente el perfil de la realidad? Es así como el hombre, al limitar su acción individual, su fortaleza física, su destreza de cazador primitivo, por ejemplo, al limitarla y compartir los frutos de sus hazañas exegéticas o pescadoras, en ese momento crea la posibilidad de la ciudad, donde todos tienen que renunciar a ese libre ejercicio. Se ha hablado de esa libertad del campo y de esta esclavitud de la ciudad. Cómo no recordar el “París se repuebla” de Arthur Rimbaud, esos hombres que en el siglo pasado vagaron, divagaron y fueron exterminados por las ciudades tantas veces. Pienso en los románticos de todas partes, en los que veían esa pérdida de naturaleza y esa destrucción sucesiva de las pequeñas ciudades y de las aldeas.

***

Llueve en Caracas. De hecho, durante casi seis días ha llovido copiosamente, lo cual me provoca una cantidad impresionante de sentimientos. Buenos, malos, confusos, profundos, veniales, enloquecedores. Cierro los ojos, escuchando el golpeteo de la gruesas gotas en el cristal y tengo esta sensación que el mundo y el tiempo son irreales, se crean y se debaten por un mero esfuerzo de imaginación. Entreabro el cristal, permito que una ráfaga de lluvia muy fina me golpeé la cara. Tomo una larga bocanada helada de satisfacción. Sonrio, temblando de frio, cierro el postigo. Afuera, la violencia de la tormenta aumenta, se hace trepidante.

Siempre he sentido una anecdótica predilección por los días ampulosos y grises. Si estoy en la calle y el caos no es excesivo, me encanta ver la ciudad mojada, las luces en la noche se ven más brillantes, el asfalto húmedo parece un espejo, el cielo color plomo ondulando sobre la luminosidad de un sol que muere a cada parpadeo. Cada imagen inspira una buena fotografía, no todos los días puedes ver las calles de ese modo, no siempre las imágenes pueden inspirarte tristeza únicamente a través de la ensoñación. También me encanta caminar cuando está lloviendo, así puedo sentir la frescura de la lluvia en mi cabeza y percibir el olor a tierra mojada, vital y palpitante; Supongo que existe un vinculo entre la persistencia de la memoria y la sensación ambigua de sentirme comprendida por esta fragmento de tiempo tembloroso y cáustico. Recuerdo que en mi infancia, casi todas las noches olía así, aunque también de vez en cuando recuerdo el olor del humo de algún fuego que no recuerdo con claridad. Por supuesto, en estos recuerdos, no todo es hermoso y simbólicamente benéfico. Los días lluviosos también me provocan una terrible melancolía, y es que tantas cosas importantes en mi vida han pasado en días lluviosos que todos los recuerdos se me agolpan el la garganta y no me dejan respirar, tanto que, desearía ser como la demás gente que parece no notar que está lloviendo y por eso no se siente tan triste como yo.

A veces escribir es un paliativo (un terreno alternativo) para el dolor. Lo es en la medida que la necesidad de desmenuzar el mundo a palabras se transforma en un cosquilleo casi tenebroso entre las manos abiertas. Escuché decir hace poco que todo poder crea una diatriba silenciosa dentro de lo que somos o deseamos ser. Lo creo, claro está. Lo pienso, tendida en la oscuridad, escuchando el tráfico más allá de la ventana, pensando en las pequeñas cosas que hacen al mundo soportable. ¿Lo es en la medida que todo lo que hacemos es una historia que contar? Que sencillo sería eso.

Probablemente la exaltación/hiperactividad/neurosis que sufro están proporcionalmente relacionadas con la falta de descanso que padezco. He dormido menos de 10 horas en toda la semana y eso comienza a preocuparme, aunque me ha sucedido en otras oportunidades. Lo más extraño es que después de mis últimas maratónicas 72 horas despierta, llegué a un estado bastante cercano a una benigna locura: he comenzado a dibujar lo que parece ser una especie de paisaje preciso de mi necesidad de construir un pequeño mundo de palabras ¿O debería decir pequeño monstruo? Escribiendo hasta que los dedos han comenzado a acalambrarse y la sensación que las palabras tomaban otros formas abstractas, además de las de mi deseo, siento una especie de iluminación mística, furiosa, devoradora, venial, infantil. Insoportable tal vez. Totalmente necesaria. Me dejé caer sobre el suelo de mi habitación favorita, mirando a través de los ventanales, la noche rota convirtiéndose en día, naciendo dos veces ( en mi imaginación y en la realidad ), palpitando más allá de la vida de mi voz y de la noche de mi deseo. Reí a carcajadas, sin ningún motivo, o tal vez por todos. El prodigio de destruir y construir el mundo a través de las letras me posee por completo, me arranca nombre y propósito, dejándome exhausta pero tan satisfecha, tan profundamente fascinada con este poder divino, profundamente humano.

Finalmente he podido dormir, allí, tendida sobre el suelo, con mi gata ronroneando sobre los tobillos y el calor del sol, envolviendo lentamente la habitación. Ah, que sensación exquisita de paz que es tan engañosa con el brillo dorado de esta luz recién nacida.

Al despertar, me llamó la atención un pequeño reflejo en la pared: un poema enmarcado fruto del dolor y la belleza de Rohkl (Raquel) Korn, llamado — de manera muy apropiada — “Del otro lado del poema”. Lo leo en voz alta y siento que la fe de una divinidad muda crece en mi pecho, me hormiguea en los dedos, me delinea hasta que de nuevo soy esta mujer joven y un poco enloquecida por la emoción, tendida en el suelo con los cabellos en desorden y una maravillosa sensación de posibilidades. Suspiro, mi gato maulla sobresaltado por el movimiento, el día termina de nacer y las palabras de poema vuelan en la luz.

Paz y el poder de la voz en mi nombre.

Del otro lado del poema

Del otro lado del poema hay una orquídea,
y en la orquídea, una casa con techo de paja,
y tres pinos,
tres vigías que nunca hablan, permanecen aguardando.

Del otro lado del poema hay un pájaro,
de color amarillo con pecho rojo,
y cada invierno retorna
colgando como capullo en un arbusto desnudo.

Del otro lado del poema hay un sendero
delgado como un cabello,
y alguien perdido en el tiempo
anda andando el camino desnudo, sin hacer ruido.

Del otro lado del poema cosas maravillosas pueden pasar,
aun en este nublado día,
en esta afligida hora
que respira su febril deseo en la ventana.

Del otro lado del poema mi madre puede aparecer
y parada a la puerta por un momento perdido en el pensamiento
llamarme a casa como alguna vez, alguna vez:
-Suficiente por hoy, Rokhl. ¿No ves?, ya es de noche.

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Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión. Desobediente por afición. Escribo en @Hipertextual @ElEstimulo @ElNacionalweb @NotasSinPauta

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Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión. Desobediente por afición. Escribo en @Hipertextual @ElEstimulo @ElNacionalweb @NotasSinPauta