Crónicas de la loca neurótica: El dolor y la palabra. Los espacios entre ambas cosas.

Aglaia Berlutti
6 min readNov 3, 2018
(Fotografía de Michal Macku)

Esto no es un texto ordenado, reflexivo o mucho menos, coherente. No busca serlo, en todo caso. Luego de treinta y seis horas de insomnio, supongo que es casi imposible escribir alguna cosa que tenga real sentido o mucho menos, sea lo suficientemente comprensible como para expresar otra cosa que el caos mental de la vigilia. No lo sé, una vez leí que Virginia Woolf utilizaba esa ingrávida sensación de “la locura” — vaya término general — para encontrar el núcleo exacto de las ideas más complicadas. Otro tanto ocurría con Sontag, escritora obsesiva que detallaba el mundo desde el amanecer al atardecer con todo detalle. “Llegará un día que deba inventar las palabras que deban ser coherentes para describir lo imposible” escribió en uno de sus diarios. Al caso, no soy ninguna de ellas, pero supongo que esa es la sensación que tengo ahora mismo. Son las ocho y tanto de la mañana de un sábado especialmente silencioso. Apenas he tomado una taza de café y contemplo la ciudad — esa peligrosa y hostil ciudad en la que vivo — con cierta ternura. El perfil seco y gris, rodeado de la montaña viva, tiene algo de poético, aunque en realidad no lo es. Diría Steinbeck “sólo es una ciudad y una montaña”, pero supongo que todos dotamos de personalidad a lo que amamos alguna vez. Y cuánto amé a esta ciudad. Por cuánto tiempo.

Hace unos días, un amigo muy querido me envió un larguísimo correo para contarme sobre su vida en Londres. Emigró hace dos años y unos pocos meses, pero apenas ahora, comienza a familiarizarse con el ritmo y personalidad de la ciudad. Me habló de sus comidas apresuradas en plazas públicas, en las reuniones después del trabajo, tan poco bulliciosas y educadas — “¿te imaginas a este hijo del trópico sentado junto a una lámpara conversando en voz baja?” me escribió — y el clima con frecuencia húmedo de la ciudad. Me lo cuenta todo sin cinismo alguno, sino con una gran profusión de detalles que me hacen imaginar las escenas cotidianas con enorme vivacidad. Me hace sonreír y recuerdo que una vez, hace muchos años, escribí algo semejante a uno de mis tíos, que por entonces vivía en París. Le conté sobre Caracas, el clima, el tráfico, las calles, como si él mismo no hubiese vivido buena parte de su vida en la ciudad. Pero necesitaba recordar cada pequeño fragmento de esa noción sobre la vida, esa pertenencia. Claro que, con dieciseis o diecisiete años, no pensaba en tales términos. Ahora lo hago y supongo a la distancia que todo mi esfuerzo por contar la vida en Caracas era una forma de mirar la distancia desde un único nexo. ¿Es por ese mismo motivo que mi amigo me escribe con tanta frecuencia? No lo sé, pienso mientras imprimo el correo y lo conservo en una carpeta de cartón junto al resto.

Escribir es lo más cercano que conozco a la expiación. Recuerdo que cuando era más jovencita sentía que podía darle sentido a una idea inconcreta en medio de las largas horas de simple silencio. Es complicado estar despierta, por completo lúcida, mientras el mundo parece flotar lentamente en medio de un vacío venial. Sin embargo, al crecer, descubrí que escribir en medio de esas horas de gracia tenían un significado propio, era como una ligera ventaja en medio del tiempo cotidiano, esa idea creacionista un poco brutal que nacía a despecho de mi propia renuncia. Podía dejarme llevar por mis pensamientos durante horas, o simplemente, elaborar cuidadosas analogías hasta que simplemente las palabras carecieran de sentido. El insomnio tiene esa particularidad y también, escribir sólo por el placer de hacerlo. No sé si para todos los artistas resulta de la misma manera, pero en mi caso, escribir me produce una sensación de bienestar casi física. Es más o menos la sensación que describió el herido y debilitado Paul Sheldon de la novela “Misery” de Stephen King, luego de meses de reclusión y tortura “Escribir me permite escapar, llegar a otro lugar, encontrarme fuera del mundo al menos por unas escasas y milagrosas horas”. Cualquier idea es válida durante esas horas que son tan íntimas como una voz personal en medio de las sombras, que se alargan en las paredes de mi habitación favorita, creando formas raquídeas, dando sentido incluso a los rincones más inquietos de mi imaginación. Claro está, que siempre han sido las palabras — siempre lo serán, de hecho — las que otorgan sentido a esa grieta en mi mente. Supongo que para todo artista es lo mismo. Hay un espacio en blanco, carente de cualquier significado, que se extiende como un paraje insustancial. No recuerdo ahora mismo si fue Spinoza, el que aseveró sobre los lugares inasibles del hombre. Allí se encuentra el deseo de escribir, supongo. La sensación de la palabra, la textura del tiempo literario, caótico, instintivo. Una interpretación de una cosmovisión personal que tal vez carezca de ritmo verdadero. O tenga uno propio. No podría decirlo, en realidad.

De hecho, el ritmo de la palabra, del vértigo, de un totum revolutum sabio como enumeración caótica en prosa barroca (a mí que me fascinaban las de Borges, y resulta que las de Robert Burton no tienen nada que envidiarle), es una idea básicamente espiritual. En medio de mi vigilia — usual, perenne, tan común en mi mente como la curiosidad — he llegado a definir la idea de un texto como con masa gravitatoria, capaz de atrapar en su órbita — precaria y extraviada — el cúmulo de sucesos que llenan la visión caótica del esteta. Siempre me ha producido perplejidad el modo complejo en que los hechos, las lecturas y los sueños tienen lugar, y la dificultad de este juego probablemente inútil (pero que es capaz de aliviar la tenue desesperación, ya lo decía Onetti) radica precisamente en eso, en perpetrar un concepto íntimo donde la palabra sea el ábside de una connotación simbólica, sin el pudor al que ni los mismos hechos se atienen.

Releo el correo de mi amigo y otros, de tantas otras personas que me escriben con frecuencia, desde la llamada “diáspora Venezolana”. Supongo soy una buena corresponsal, que responde con puntualidad y les lee con cariño. Hubo alguien que me confesó lo hacía porque “escribir a la familia le obliga a pintarse una sonrisa” y una de mis primas insistió en escribirme, era lo más cercano a poder hablar con la familia, sin la “penuria del disimulo”. De modo que leo todos los correos, esas palabras que describen vidas, pesares y alegrías lejanas y siento que cumplen la misma función de los largos párrafos escrito en mitad de mis desvelos. Escribir para llenar el vacío, los espacios, el sinvivir. Un abandono tan fácil como doloroso, entremezclado y entretejido con algo más parecido a una inmediata liberación.

Una vez, el vampiro Lestat — antes de ir al cielo y al infierno, tener dos hijos y regir el Universo vampiro de la escritora Anne Rice — decía que “llorar es tan natural como reír” y casi igual de bueno. Me pregunto si escribir cuando llorar no es una opción — o no es la inmediata — forma parte de esa bonita paradoja. Escribir es tan natural como llorar o reír. Hacerlo con furia, con la mano rígida y la muñeca dolorida — sí aún el papel es tu confidente — o a golpe de teclas. Ese tap tap tap despiadado que termina dándole sentido al caos. Al de la mente y al del cuerpo, como diría Unamuno. A una sensación ambivalente de placer que no termina de serlo por completo, sino algo más parecido al sufrimiento. Una esperanza encantadora, sin duda, pero destinada a destruirse en el mismo instante en que la necesidad de la creación verbal asume la forma de un periplo nihilista. Bastante provocador por cierto, esa sencilla estructura de valores que se concatenan entre sí para darle sentido a la voz y a la letra, para crear ese lenguaje secreto que solo en nuestra mente tiene un sentido y un valor específico. Mientras tanto, la palabra sigue ocupando ese lugar misterioso entre la razón y la irrealidad de la conjetura. Una sensación unánime, en medio de esa idea de una posible cronología carente de valor.

Como mi insomnio, esas horas huecas sin sentido, esa interpretación de la palabra tiene la impronta de una pequeña demencia en ciernes.

Probablemente, una diminuta grieta en el significado.

¿Quién podría decir algo más?

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Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión. Desobediente por afición. Escribo en @Hipertextual @ElEstimulo @ElNacionalweb @PopconCine