Crónicas de la loca neurótica:

Sobrevivir y vencer al trastorno de ansiedad y otras épicas mínimas.

Aglaia Berlutti
17 min readNov 26, 2019

Usualmente, las narraciones sobre enfermedades comienzan con algo impactante. “Me desmayé en mitad de la calle”, “sufrí un infarto”, “sentí un bulto en el seno”. En mi caso, fue muy progresivo y creo que quizás, por eso asumí que era normal sentir miedo, tristeza y cansancio todo el tiempo. Cuando sufres de un trastorno psiquiátrico, no hay nada que te indique que empeoras, que algo afecta tu vida hasta dejarte sin fuerzas, aturdida y tan cansada que no puedes lidiar con tu vida corriente. De modo que no sé muy bien cuando comencé a sufrir de ansiedad o cómo supe que sufría un considerable cuadro depresivo. Sólo sé que todo empeoró hasta que fue obvio, algo iba muy mal en mi vida.

Por supuesto, no comparo — bajo ningún aspecto — una padecimiento crónico de ninguna índole con otro. Me preocupa que pueda parecer lo hago. Y allí vamos otra vez, me preocupo por todo. Para alguien que sufre de ansiedad, la inquietud de cometer un error, de provocar una situación incómoda, de equivocarse, no le abandona nunca. Pero no se trata de un sobresalto breve, una preocupación con la que puedes lidiar. Hablo de algo enorme, monstruoso, que no te permite pensar en nada más, que te agobia hasta que no tienes otro remedio que dejarte caer, exhausta y aplastada, sin saber qué ocurre en realidad. Esa es la ansiedad para la mayoría de quienes la sufren. Con eso debemos lidiar a diario.

Ahora, añade algo más: en ocasiones, la ansiedad además te provoca depresión. Como si tu mente fuera incapaz de lidiar con tantos sentimientos a la vez y termina saturándose hasta dejarte por completo agotada. Sin deseos de otra cosa que dormir o simplemente, encontrarte inmóvil, sin fuerzas. Rebasada por el miedo, las preocupaciones. La sensación que una catástrofe monumental está a punto de ocurrir, de arrastrar muchas cosas importantes en tu vida. De modo que tu mente asume semejante oleada de emociones y se queda paralizado, como cualquiera que ve llegar un tsunami y no sabe muy bien qué hacer. Esa parálisis, ese silencio, es la depresión. Ambas cosas juntas, te hacen sentir que el mundo es un peso excesivo para llevar sobre los hombros, que es más de lo que puedes lidiar y de hecho, apenas puedes moverte de la cama para asumir tu vida, en medio de algo semejante.

Suena trágico ¿verdad? Quizás te parezca que exagero. Que nadie puede sentirse de esa forma. Que algo semejante no puede ser sólo mental y de serlo, necesita algo de voluntad para superarse. Que hermosa esa palabra: “Voluntad”. La gente te la dice con mucha frecuencia. Te dice que “te calmes”, que “no estés triste”. Así, como si tal cosa. Te sonríen, te dan un apretón en el brazo, te miran con amabilidad. “Pero no estés triste” te sugieren como si realmente, quisiera encontrarme así de abatida, cansada, consumida por mis pensamientos y mis luchas mentales. Como si pudiera indicar a mi cerebro que debería cambiar la sensación general de nerviosismo, agotamiento y miedo que siento a toda hora. ¡Sólo así! ¡Siéntete mejor!

Mi psiquiatra — no esa voz de Twitter que se repite como un eco de consejos frugales, sino una psiquiatra de verdad — suele decir que lo que mejor que puede hacer un ansioso, es mandar a la mierda todo de vez en cuando. Seguir una buena terapia, tomar los medicamentos, alimentarse de forma apropiada…y mandar todo a la mierda. En ese orden. La primera vez que me lo dijo, me quedé con la boca abierta, mirándola entre asombrada y preguntándome en qué estaba gastando mi dinero. ¿Eso era un consejo profesional?

— ¿Quieres otro? — continuó — mándalos también al carajo.

Eso me lo dijo en mi segunda consulta. Me había pasado media hora hablándole de toda la gente que me miraba con cierta preocupación por mi “nerviosismo”, de los insultos pasivos agresivos que solía recibir por mi condición mental, de la forma en que mucha gente utilizaba mi ansiedad para menospreciar mi trabajo, mis decisiones y mi punto de vista sobre temas álgidos de mi vida. Escuchó todo eso y después me ofreció un caramelo de fresa, de esos baratos que vienen en una bolsita de celofán color rosa.

— Mandalos a la mierda.
— ¿Cómo dice?
— Eso, mandalos a la mierda — prosiguió como si tal cosa — no necesitas en realidad, que nadie te diga nada sobre tu manera de pensar, comportarte o cualquier cosa. Mándalos a la mierda. Lo realmente importante es que te recuperes, te encuentres mejor. Que comiences a pensar cómo recuperarte.

Me comí el caramelo. Era como los que comía de niña y me hizo sentir de inmediato, casi segura en el consultorio de aquella mujer de mirada amable que me escuchaba con toda paciencia. Bueno, lo estaba pagando por hacerlo, pensé con cierto cinismo. Pero aun así, podría hacerlo de mala gana, lanzar un discurso sobre mis malos hábitos — ya otros lo habían hecho — o recomendarme paciencia. Esa es otra cosa que le recomiendan mucho a los pacientes psiquiátricos. “Paciencia”.

— ¿Y después que los mandes a la mierda, qué hago? — dije después.
— Te concentras, ahora sí, en mejorar.

Sonaba bien, pensé mientras el dulce se me derretía en la boca. Bastante bien como para que de pronto, tuviera alguna esperanza que ahora sí, aquella experiencia podría resultar. Porque ah, sí, era la quinta psiquiatra a la que acudía en tres años. La quinta vez que comentaba sobre mis dolores, miedos y preocupaciones. Y la quinta vez en que me quedé callada, sin saber que me respondería. Pero en esta ocasión, la respuesta me gustó. Me hizo feliz. O bien, no vayamos tan lejos. Me alivio.

— Empecemos pues — dijo y se inclinó — hablemos de ansiedad.

Mastiqué el dulce. Suspiré. Allí vamos de nuevo.

Cuando sufres de ansiedad, nada es sencillo. Hablo de absolutamente nada. Desde despertar por la mañana hasta ir a dormir por la noche, resulta una complicación monumental, angustiosa y agotadora. Por las mañanas, te preocupa todo lo que debes hacer, lo que seguramente no harás bien y lo que tendrías que esforzarte más para que fuera perfecto (ese es un pensamiento muy frecuente) y por la noche, te atormenta todos los errores, la torpeza, las palabras que debiste decir y no dijiste, todas las veces que no te disculpaste por equivocaciones imaginarias. En realidad, el mundo de alguien que sufre de ansiedad y depresión es como saltar de un lado a otro en un campo minado. Uno lleno de pequeñas explosiones de distintas índole. Unas son enormes, otras son pequeñas, otras te dejan aturdidos. No hay tregua ni un momento de tranquilidad, como si tu mente tuviera que lidiar — a la fuerza sin pausa — con una red de preocupaciones espantosas que no tienen sentido y mucho, una manera de comprenderse en realidad.

Desde muy niña, luché contra mi nerviosismo y ansiedad. Tenía numerosos temores, fobias y remilgos, tantos como para que mi vida cotidiana se volviera complicada y en ocasiones insoportable. Recuerdo que durante la adolescencia, me preguntaba con frecuencia por qué motivo me atemorizaban y me preocupaban cosas que a la mayoría de la gente no. Por qué razón circunstancias tan sencillas como hablar en público, presentar una tarea, hacer preguntas en voz alta a un profesor, incluso agradar o no a mis amigas, suponía una experiencia tan estresante que me dejaba exhausta. La mayoría de las veces me culpaba a mi misma: me llamaba “débil”, “quejosa”. También, me acostumbré a pensar que mi familia — en ocasiones sobreprotectora — tenía “la culpa” de mi constante zozobra, de esa inquietante sensación de siempre encontrarme al borde del desastre. El caso es que jamás imaginé que el conjunto de síntomas y comportamientos que sufría podían ser algo más que una reacción desproporcionada a ciertas ideas. Era mucho más fácil, asumir que era “cobarde” y sobre todo “incapaz” de afrontar la vida como el resto de las personas que conocía lo hacia. Un pensamiento, claro está, que además me producía una indecible tristeza. No es sencillo asumir que no eres tan fuerte como aspiras y sobre todo, tan firme como quisieras ser.

Tuve mi primer diagnóstico a los quince, aunque en realidad, fue algo más parecido a “La niña sufre de ansiedad” que a una dictamen médico de envergadura. El psicólogo explicó que mi mente estaba siempre sobre excitada, llena de estímulos y lo mejor era “que me calmara” con algo de meditación y ejercicios. Era un tipo amable que trabajaba en la escuela de monjas bigotonas en la que me eduqué y a quien no le pareció especialmente preocupante que tuviera nauseas matutinas de ansiedad o que sintiera, de una u otra forma, que estaba a punto de caer al suelo, aplastada por el cansancio insoportable de llevar mi mente a cuestas. Me sentía como Atlas, llevando el mundo a cuestas, sólo que en lugar de la bóveda celeste, yo llevaba mis terrores, que se multiplican con una rapidez de asombro y se hacían cada vez más enrevesados y extraños. Pero el psicólogo consideró que era “una etapa” y lo mejor que podía ser era “tranquilizarme”.

Luego del diagnóstico, las cosas no cambiaron demasiado en ese aspecto. Al principio, no sólo no creí padeciera de nada especial y de hecho, me negué a recibir terapia y medicinas, sobre todo porque el psicólogo tampoco parecía muy convencido que las necesitara. “Paciencia”, me repetía, en las consultas de media hora que siempre terminaban un poco antes y en la que no hacía otra que explicarle que las cosas seguían igual. “Las cosas no mejoran rápido”. Así que paciencia, me dije. Además ¿qué tan grave podía ser? Tenía la convicción que no necesitaba ayuda y que lo único que me ayudaría a mejorar sería “enfrentarme a mi debilidad”. Fueron años confusos y dolorosos: tenía crisis de pánico y ansiedad con tanta frecuencia que comenzaron a afectar mi vida cotidiana, tanto como para distorsionar mis rutinas diarias. Comencé a aislarme de mis amigos para evitar explicar mi, en ocasiones, extraño comportamiento. Dejé de frecuentar celebraciones, reuniones e incluso, me convencí que la mejor manera de lidiar con la perpetua sensación de angustia que me agobiaba, era simplemente no salir a ninguna parte. De manera que además de la ansiedad insistente que me atormentaba, también comencé a lidiar con un temor recurrente e insoportable a los espacios abiertos, a las aglomeraciones e incluso, a la simple interacción social. Unos años después de mi primer diagnóstico, me encontré no sólo luchando sin armas contra un trastorno cada vez más violento, sino contra una invalidante sensación de haberme encerrado en un espacio vacío, rodeada únicamente de mis temores. Abrumada y afligida tuve que aceptar que en algún punto del trayecto había perdido el control de mi vida y que necesitaba retomarlo.

No es sencillo admitir algo así. No es sencillo asimilar la idea que debes someterte a un tratamiento médico y psiquiátrico para recuperar algún tipo de estabilidad mental que te permita encontrarte tu rostro en el espejo. No es sencillo superar el miedo. Porque cuando sufres de un trastorno de ansiedad y de pánico, todo es miedo. A todas horas, por todos los motivos. Por todas las razones, incluso las más pequeñas. Cada pensamiento se convierte en una engorrosa prueba de esfuerzo mental y físico que llega a resultar insuperable. ¿Qué ocurre cuando el enemigo con el cual debes luchar eres tu mismo? ¿Qué pasa cuando cada cosa que ocurre a tu alrededor te provoca miedo, una irracional sensación de angustia y de dolor? ¿A quién acudes cuando en realidad el sufrimiento emocional que sufres es parte de procesos mentales y físicos que apenas comprendes?

Me llevó años asumir que necesitaba no sólo ayuda psiquiátrica, sino también, comprenderme a mi misma. Mis particularidades, formas de asumir el padecimiento que me atormentaba, incluso ideas tan obvias como analizar mi comportamiento más allá de la vergüenza que suele producir un trastorno semejante. Además de eso, que era imprescindible que quienes me rodeaban entendieran que era exactamente el trastorno que sufría, lo cual no era sencillo. La idea esencial de tener que contarle a alguien un sufrimiento tan privado y abstracto, me producía una enorme confusión. En una ocasión, una de mis de mis amigas más queridas, me insistió que ese no sólo era el primer paso para retomar el control de mi vida, sino de respetar mis emociones.

— Un trastorno de pánico suele mirarse como un secreto vergonzoso y no lo es. Es un sufrimiento mental y físico que necesita no sólo ser asumido desde esa perspectiva, sino además, respetado desde su profundidad. Eso terminará replantearte la manera como lo analizas sino como te afecta.

Mi amiga tiene una hija adolescente que también sufre del trastorno. Por años, ambas han lidiado juntas con los durísimos síntomas. Y siempre, me ha asombrado la sinceridad pero sobre todo, la completa firmeza como ambas reflexionan sobre lo que puede ser un padecimiento que afecta tu vida diaria de tantas maneras distintas. La escuché, con el corazón latiendo muy rápido de impaciencia y como no, miedo.

— Van a creer que estoy loca — balbuceé con dificultad. Puede parecer ser sencillo pero a la larga, se trata de un temor muy concreto. — No sé si…pueda soportar tener que explicar o…
— Podrás — me insistió — , es el único camino.

Por supuesto, tenía razón. Fue un proceso largo, la mayoría de las veces angustioso pero casi siempre, satisfactorio. No sólo se trató de enfrentarme al hecho que el trastorno de pánico formaba parte de mi vida, sino también a como concibo esa noción sobre esa parte de mi vida, con respecto a quienes me rodean. Además, hablar sobre el trastorno con mis parientes y amigos me permitió reconstruir de alguna manera las relaciones que me unían a ellos, rotas y bastante dañadas luego de años de silencio y distancia emocional. Fue un re descubrir mi identidad y también, de los elementos más importante de mi mundo privado. Una forma nueva de asumir ese terreno silencioso y en ocasiones inquietante de mi mente que el Trastorno de pánico pareció haber devastado por años.

Hace unos días, un cliente a quien acababa de conocer me comentó que era “bastante distinta” a como me había imaginado. En fotografía suelen ocurrir cosas parecidas — para mucha gente, la profesión sigue siendo “cosa de hombres” — pero en esta ocasión, tuve la impresión había algo distinto en la forma en que lo comentó Un poco aturdida, esperé a que me explicara semejante frase, sin saber aún si tomarlo a insulto o de qué otra manera.

— Ah no no, me refiero a que se ve bastante tranquila — explicó — me la imaginaba…un poco más nerviosa.
— ¿Por qué?
— Leí varios de sus artículos sobre…la enfermedad que sufre. Pensé…que estaría un poco…

Se sonrojó. Intenté no sonreír divertida mientras tomaba un sorbo de la taza de café que tenía entre las manos y lo contemplaba luchar con su incomodidad. ¿Qué pensaba este buen hombre? ¿Imaginaba que la mujer con quién había conversado por semanas a través de escuetos correos y cortas llamadas telefónicas llegaría con la camisa de fuerza a cuestas? ¿Con las manos temblorosas? ¿Que me echaría a llorar por alguna razón inexplicable? Aguardé hasta que mi interlocutor logró retomar el hilo de la conversación, pasándose un pulcro pañuelo por la frente.

— Estoy loca pero no incurable — le dije. Me miró con los ojos muy abiertos — No se preocupe, me río de mi misma siempre que puedo.

Ahora fue él quien sonrió. Noté el alivio en su rostro e supuse que mi tono burlón había disipado la tensión en la conversación. Luego de algunos minutos, suspiró con un gesto casi melodramático, agregó un par de cucharadas de azúcar al té que tomaba y sacudió la cabeza.

— Lo que pasa es que le leí y pensé que el pánico era una cosa…incontrolable.
— Lo es — afirmé — pero pasado el tiempo, las cosas mejoran.

Mi cliente se refería claro, a mis problemas psiquiátricos. He escrito sobre el tema el suficiente tiempo como para encontrarme familiarizada con la sorpresa, los prejuicios y la cautela ajena. Pero desde hace más de una década, me propuse normalizar el hecho de padecer un trastorno psiquiátrico que requiere terapia y medicación. Por supuesto, en un país tan prejuicioso como el mío — y con tan poca empatía con circunstancias semejantes — ha sido una labor titánica. La mayoría del tiempo, escucho comentarios como los de mi futuro cliente o comentarios directamente crueles sobre mi estado mental. En una ocasión, un escritor al que acababa de conocer me dijo que me veía “sana para acabar de salir del manicomio” — a lo que le respondí que eso era debido a la sangre con que me había bañado antes de asistir al lugar en que nos encontrábamos — y en más de una vez, he tenido que lidiar con la discriminación que provoca el desconocimiento sobre lo que en realidad, es un cuadro médico como el que sufro.

— ¿Se llega a mejorar de algo así? — preguntó el hombre. Oh, esto va para largo, pensé con paciencia.
— Sí, pero para hacerlo se requieren algunas cosas.

A veces, cuando le cuento a alguien que conozco — o a quién acabo de conocer, cosa aún más incómoda — que sufro de un trastorno de pánico, mi primer impulso es disculparme. Así, a ciegas: pedir disculpas porque lo que le contaré a continuación carece de sentido, porque se trata de un trastorno que ni yo misma entiendo del todo bien. Intentar restarle importancia a lo que le explicaré a continuación y quizás, brindarle cierto sentido de pura normalidad cotidiana. Oye que no es tan grave, comienzo a pensar. Sólo se trata de sensaciones. Esa urgencia inexplicable, la garganta cerrada por un miedo invisible, la sensación persistente que me encuentro tan cerca de un peligro inimaginable que apenas puedo concebir. Explicar semejante cosa jamás es sencillo. Nunca parece haber una forma correcta de hacerlo. De modo que te disculpas, carraspeas la garganta, tratas de quitarle un poco de gravedad. “No es tan fuerte” comienzas. “A veces siento que exagero” añades. “No es que sea realmente importante” insistes, como si describir una dolencia psiquiátrica mayor fuera cosa de todos los días. Algo que puedes disimular, ocultar. Por lo cual deberías avergonzarte.

Me ocurrió por mucho tiempo, hasta que tropecé con la terapeuta correcta. Hasta entonces, todos los psiquiatras que había visitado, insistía en que “era algo de voluntad” y que lo más probable es que antes de hacer un diagnóstico, tuvieran que descartar que se trataba de algo más farragoso, una mezcla entre mi habitual nerviosismo o algo más parecido a una incapacidad mental para lidiar con el estrés. En otras palabras, el problemas era yo, mi actitud, mi debilidad, mi fragilidad. Quién sabe cual defecto misterioso, doloroso y abrumador con el que tenía que lidiar. Salté de un consultorio a otro, empeorando de poco, todos los días un poco más infeliz, cansada, agotada de manejar un padecimiento invisible imposible de definir. Hasta que finalmente, me senté frente a M., mi actual terapeuta, que me miró con atención y me preguntó por qué me encontraba allí, sentada en la vieja silla de cuero desgastada de su escritorio.

— Estoy cansada — dije sin más — no sé como vivir mi vida. No sé como…enfrentarme al miedo. Sé que debería, sé que exagero, sé que todo esto es un drama de mi mente. Pero tengo la sensación que…

Me callé. Para entonces, cualquiera de los otros psiquiatras ya me habría interrumpido. O habría añadido que era verdad, que estaba intentando llevar a otra dimensión borrosa y poco comprensible, un mal pasajero, aún sin nombre ni definición. Pero M. sólo me escuchó y lo hizo de verdad, no esperando para responder apenas me callara ni tampoco, para reprender mi debilidad, mi terrores sin sentido, mi descuido al entender qué ocurría con mi mente. La psiquiatra simplemente aceptó que algo ocurría, que estaba allí por alguna razón y que sin duda, una lo suficientemente compleja como para que necesitara analizarse con cuidado. Una idea por completo nueva para mí.

— Continúa…¿Tienes la sensación de qué? — dijo ella al cabo de unos minutos de silencio. Los ojos se me llenaron de lágrimas.

— Tengo miedo. Tengo miedo de estar muy enferma, que lo que le ocurre a mi mente sea tan grave, tan complejo, tan duro que no pueda recuperarme del todo — no sabía que tan aterrorizada estaba por esos pensamientos hasta que los puse en palabras — tengo miedo que mi mente…

— ¿Que tu mente qué?

— No deje de ser mi enemiga.
Allí estaba. Eso era justamente lo que me abrumaba y de hecho, me aplastaba como un peso insoportable durante buena parte de mi vida. Las crisis de pánico — invalidantes, violentas, devastadoras — eran un secreto vergonzoso que llevaba a cuestas y lo disimulaba lo mejor que podía. Desde muy jovencita, sabía que había algo en mi comportamiento que no era “normal” (lo que sea que eso pueda significar) y que me ocasionaba cada vez más problemas. Me recordaba de niña, petrificada de miedo y sin respiración, cada vez que debía presentar un examen en el aula de clases o un poco mayor, la sensación nítida que estaba a punto de morir que me provocaba aquellos insoportables accesos de miedo sin explicación, como ráfagas violentas de algún sentimiento inexplicable que me dejaba sumida en una profunda desesperanza. Ya adulta, el pánico se convirtió en parte de mi vida, mucho más viviendo en un país como el mío, en el que la incertidumbre es parte de la vida cotidiana y el miedo, un elemento con el cual debes lidiar a diario. Así que, con veinte años cumplidos, debía batallar con un elemento dentro de mi mente al que no tenía nombre y que no podía comprender como una idea real. El miedo era el miedo y me acompañaba a todas partes.

— Disculpe por decirle todo esto — proseguí — quizás…
— ¿Qué te disculpe por qué? — dijo M. con los ojos entrecerrados y sin variar su expresión atenta.

Me quedé un poco aturdida. ¿No era obvio el motivo? La verdad, no lo era tanto. Y de hecho, me llevó algunos minutos de confusión entender que me disculpaba por sentirme como me sentía, por la sensación perenne e insoportable de sobrellevar el miedo a diario. Por mi incapacidad para socializar, por mi tendencia a la soledad, aterrada y abrumada por el trastorno que seguía sin entender muy bien. Apreté las manos sobre las rodillas. Me sentí abrumada, adolorida, devastada.

— No lo sé.
— No pidas disculpas jamás por como te sientes — dijo entonces M. con una de sus sonrisas torcidas — esa es la primera regla para vivir. Nadie debe disculparte ni tu necesitas que lo hagas. Esa es la gran lección que te permitirá mirarte y comprenderte con más amabilidad.

Y después de eso, que me recomendó mandar a la mierda — al carajo también es útil — a todo lo que no me permitiera sanar y sentirme bien, plena, satisfecha. Aspirar a encontrarme mejor de lo que me encontraba. Me llevó mucho tiempo asimilar la primera de las muchas lecciones que vendrían después. De todas las que tendría que asimilar, analizar y comprender para devolver a mi vida cierto sentido y consistencia. Muchos años después sin embargo, seguiría pensando que ese no disculparme, fue la puerta abierta a cierto tipo de libertad que no conocía. Que no comprendía del todo y que necesitaba más de lo que nunca creí en realidad.

Ha sido un largo trayecto lidiar con mi trastorno de pánico. Y lo que he aprendido puede resumirse en unas pocas reglas básicas que han hecho mi vida más llevadera, amable y definitivamente, soportable. Nunca será sencillo lidiar con un padecimiento psiquiátrico pero hay métodos que te permiten que no sólo hacer de manera mucho más saludable sino también, siendo mucho menos agresivo con tu propia mente y autoestima. Un trayecto largo, complicado pero satisfactorio que te permite no sólo brindar un nuevo sentido a tu vida — a la manera como la que comprendes — sino además, encontrar ese necesario equilibrio que todo paciente psiquiátrico necesita encontrar antes o después.

Nunca lo llegas a descubrir. Con todo, el tratamiento psiquiátrico y las medicinas me ha permitido comprender que puedo tener un control — exiguo y en ocasiones quebradizo — no sobre el trastorno sino la manera en que enfrento a sus consecuencias. Asumir el peso de lo que puedo hacer, de lo que aspiro ser y sobre todo, la manera como quiero vivir. El trayecto continúa siendo complicado, en ocasiones durísimo de afrontar. Pero lo hago. Como puedo y de la mejor manera que puedo. ¿Es eso un triunfo? Quizás uno muy discreto, uno amable. Uno que me anima a continuar, a pesar de la angustia, el miedo y mi desazón.

Mi psiquiatra suele decir los ataques de pánico son una pequeña trampa psicológica. Una reacción difícil de explicar y que provoca que la gran mayoría de quienes lo sufren estén convencidos que son responsables en mayor o en menor medida de no “poder controlar” el miedo que les acompaña a todas partes. Durante todo este tiempo, mi mayor lección ha sido justamente me dejé de recriminar y a la vez ser mi propia víctima. De avanzar hacia una mayor bondad y paciencia con mis dolores y padecimientos. A veces pienso, que esa es la mayor sabiduría de todas. Quizás lo es.

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Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión. Desobediente por afición. Escribo en @Hipertextual @ElEstimulo @ElNacionalweb @PopconCine