Crónicas de la loca neurótica:

Historia natural de la soledad.

Aglaia Berlutti
15 min readApr 14, 2020

Hace poco, la noticia que dos pandas habían logrado finalmente copular, luego de casi diez años de intentos infructuosos y de rechazar todo tipo de métodos imaginados por parte de zoólogos interesados en lograr su reproducción, se volvió viral. No sólo se trató de un fenómeno que llamó la atención de científicos alrededor del mundo, sino que además pareció coincidir con el ánimo general que insiste que la obligatoria cuarentena sanitaria que recorre el mundo, ha hecho que la naturaleza recupere sus espacios. No obstante en realidad no se trata de una renovada percepción sobre la vida silvestre o que la ausencia humana en buena parte del mundo, haya logrado que la fauna se sintiera con la suficiente libertad como para recorrer de nuevo espacios perdidos. Al parecer, la razón de la milagrosa y renovada capacidad de reproducción de los pandas tiene un motivo mucho más específico: Se necesitaban uno al otro, sin otra distracción que la elemental conciencia del reconocimiento mutuo. Una idea que, extrapolada con cierta libertad, permite analizar desde una dimensión novedosa, el comportamiento colectivo durante la rígida e imprevisible cuarentena mundial, que ha provocado la emergencia sanitaria del Coronavirus.

Por supuesto, equiparar las condiciones de reclusión de cualquier animal de zoológico a las especialísima características de la cuarentena médica, es cuando menos un desatino. No obstante, la pequeña anécdota alrededor de los pandas, parece sugerir que la circunstancia que atraviesa nuestra cultura en la actualidad, puede brindar algunas explicaciones al comportamiento oculto bajo la obsesión por la comunicación y las relaciones interpersonales de nuestra época. De pronto el hecho de la soledad, parece ser un elemento el cual necesita ser analizado desde una perspectiva por completo diferente a como hasta ahora se ha hecho. Una mirada a la repercusión de casi un siglo de cambios de conducta, que muestran a nuestra sociedad desde su capacidad para entrelazar vínculos entre sí y además, crear una nueva forma de socialización. Entre una y otra cosa, la llamada distancia social sugiere que el comportamiento del hombre moderno está relacionado de manera directa con cierto instinto relacionado con su naturaleza más primitiva.

Eso a pesar, que el mundo contemporáneo está sostenido sobre las bases de una profunda soledad, disimulada o sustituida a través de una hipercomunicación artificial que, difícilmente, puede definirse de una manera sencilla. Para buena parte de la generación educada a través de Internet y sobre todo, obsesionada con la cualidad instantánea de las plataformas y redes sociales, la soledad es un concepto ambiguo que que no se analiza de manera directa. Después de todo, para los niños criados frente a la pantalla de un ordenador o la del televisor, la soledad es un matiz poco comprensible relaciona directamente con la disyuntiva de entender la identidad dentro del marco de lo colectivo. La gran aldea mundial, creada construida y sostenida a través de la percepción del otro como un reflejo, tiene la particularidad de ser refractaria a un concepto como la incomunicación, el silencio interior o incluso el mero hecho del aislamiento. ¿Quién está solo en nuestra época? ¿Quien no tiene a disposición, incluso a través de medios exiguos y tecnología de mediano alcance, la gran conversación de las redes sociales o o el mero hecho de la contemplación atenta de la vida de otros como un sustituto de la compañía?

No se trata de un planteamiento sencillo ni tampoco, de uno que puede desmenuzarse desde la óptica del mero observador. Para nuestra cultura, el estar solo, es en realidad la posibilidad de no tener al alcance los medios de observar, analizar y reflexionar sobre quienes le rodean. Como si se tratara de un multitudinario efecto fractal, la soledad en la actualidad no es otra cosa que una concepción incompleta sobre cómo nos comunicamos o mejor dicho, cómo aspiramos a hacerlo.

Por supuesto, la soledad es una idea netamente humana. Incluso los primates superiores, dependen de la sociabilidad y el pensamiento colectivo para su supervivencia. De hecho, el comportamiento tribal de buena parte de nuestros ancestros proviene de la observación de la manera en que grupos de animales se protegían entre sí, a través de una proximidad que desaparecía cualquier posibilidad de independencia más allá del núcleo central alrededor del cual giraba la vida de la manada, la bandada o la piara. Para el ser humano primitivo, la soledad era una forma de peligro y también una amenaza perenne, de modo que asimiló los modelos de conducta de las criaturas a su alrededor para comprender ese ancestral instinto de permanecer unido a la familia, pueblo o tribu. Hay una evidente progresión de la concepción de la protección primitiva en comportamientos posteriores que dieron origen ejércitos e incluso la base misma de la nación. Por siglos, la posibilidad de la soledad no sólo fue impensable, sino además, considerada directamente perjudicial. La posibilidad de la sociabilidad como una forma de sostener la propia capacidad para sobrevivir.

Transcurrieron siglos antes de que la idea de la soledad fuera considerada beneficiosa. Cuando lo fue, pareció encontrarse relacionada directamente con estados del ser o el espíritu, que auspician la reflexión, la elevación en la fe o una cualidad Pía cercana a lo divino. Para el siglo XV se consideraba que la reclusión, el aislamiento y escapar del mundo, era una forma de garantizar la comunicación con dimensiones de lo celestial que lo mundano podía ocultar u obstaculizar. En el siglo XVIII ya se hablaba de los votos de silencio y aislamiento, como formas de belleza espiritual. No obstante, la idea de la soledad continuaba siendo desconcertante para buena parte de la sociedad, para quienes la idea de la comunicación, la comunidad y los vínculos entre los seres humanos seguía siendo de capital importancia. De esta dualidad nació probablemente la aproximación más cercana a la soledad que se tuvo durante buena parte del siglo XIX, cuando en plena industrialización se consideraba el silencio y la reclusión como una búsqueda de sabiduría.

Con la llegada de la Ilustración y La era de la Razón, ambas nociones llegaron a mezclarse para elaborar una mirada sobre la necesidad del ser humano de analizar su propia individualidad más allá de la masa anónima y del conglomerado, cuyas consecuencias aún perduran en la actualidad. Hasta entonces, buena parte de la cultura Europea y norteamericana asumía el hecho grupal y colectivo como una forma de conocimiento y cultura. En general, la sociedad alentaba la compañía, la cercanía e incluso repudiaba la soledad a no ser que tuviera motivos específicos o de simbología concreta para sostenerse. Fue en el siglo XIX cuando comenzó a hablarse de la soledad como atributo, de la inteligencia que se nutría a través del silencio interior y del “aislamiento del genio”, conceptos que parecían rodear a varias de las figuras más prominente del mundo intelectual de la época. Pero más allá de las universidades, monasterios y claustros, lo colectivo continuamos considerándose como inevitable y deseable. La justicia se impartía en la calle y los reos eran asesinados frente a multitudes que aplaudían y vitoreaban. En los hoteles y comedores— incluso los más lujosos de las ciudades más brillantes e ilustradas — , se compartía mesa y se estimulaba la discusión en grupos. En las universidades los estudiantes dormían en habitaciones compartidas, mientras que el campus ofrecía la obligatoria necesidad de comunicación y verbalización de los conocimientos en interminables discusiones. La soledad, esa esquiva noción del no ser, continuaba siendo un espectro poco comprendido para buena parte de la cultura occidental.

Una historia diminuta:

El 27 de diciembre de 1878, la Señora Chimpancé, una de las especies más valiosas del zoológico de Philadelphia, moría luego de una larga agonía. No obstante lo más asombroso para los cuidadores, no fue el el hecho de que su enfermedad pareció directamente relacionada con la soledad en la que se encontraba sumida — siendo el único espécimen del zoológico que carecía de pareja o manada — sino el hecho, que una semana antes de su muerte, la institución recibió a un segundo primate, que para sorpresa del personal y los científicos que rodeaban al animal enfermo, cuidó a la Señora Chimpancé hasta su muerte. En un pequeño reportaje aparecido en un periódico local, se hacía énfasis en que el macho de cuatro años, trasladado desde un zoológico cercano, pareció profundamente afectado por el estado de salud de su nueva compañera, por lo que dedicó energía y un evidente afán de protección para cuidarle. Luego de la muerte de la hembra, el macho también enfermo y quizás, habría terminado por morir si uno de los zoologos no hubiese advertido el evidente patrón. Dos meses después, el chimpancé fue enviado a su natal Gabón en África occidental. “Es imposible conservar a un simio sin compañía” declaró al mismo periódico que publicó los detalles sobe la muerte de Señora Chimpancé, uno de los encargados del cuidado de lugar.

No se trataba de una opinión a la ligera. El jardín zoológico de Philadelfia, fue el primero de su clase en Norteamérica y se inauguró en 1874, convirtiéndose rápidamente en una sensación a lo largo y ancho del país. También fue la primera institución que dedicó tiempo y esfuerzo en analizar el comportamiento de los animales, además de la forma de procurarles una vida más cómoda y y saludable, a pesar de sus condiciones de cautiverio. De modo que sus conclusiones sobre lo que había ocurrido con los chimpancés no podían tomarse a la ligera y para muchos zoologos, se trató de una novedosa e intrigante mirada sobre los hábitos sociales de los simios.

Se trató de una época propicia para hacerlo: dos años antes de la apertura del zoológico, Charles Darwin había publicado “La expresión de las emociones en el hombre y los animales”, que vino a cambiar por completo la forma en que buena parte del mundo científico comprendía sobre el comportamiento animal. Pero el libro de Darwin hizo algo más: no sólo fue el primer paso para reflexionar sobre el hecho que la conducta de los animales podría interpretarse desde la sociabilidad como recurso de supervivencia, sino también una mirada desconcertada sobre la posibilidad que el ser humano fuera algo más que es una creación Divina. Los cambios en la teoría científica sobre el comportamiento del ser humano y sus relaciones con el mundo animal, se sucedían tan aprisa como para que cualquier dato pudiera ser significativo para comprender la transformación. Mientras tanto, la concepción sobre lo social comenzó a contemplarse desde la posibilidad de ser una característica heredada de un instinto más primitivo y para la mayoría de los científico, por completo inexplicable.

Se avanzaba con rapidez hacia la Ilustración, la época que marcaría definitivamente un antes y un después en la historia del hombre contemporáneo. Poco a poco, la concepción de la soledad, pareció sumarse a la percepción unánime que el hombre estaba conectado con la naturaleza social de una manera misteriosa. Y aunque todavía no se establecían un vínculos concretos entre la posibilidad que el comportamiento y la naturaleza que impedía al hombre a comprenderse más allá de sus semejantes, podía provenir de un hilo atávico relacionado con un pasado en común con el resto de las especies que poblaban la tierra, si era notorio para el mundo científico que la concepción religiosa sobre el hombre como imagen y semejanza Divina, era lo bastante ambigua e inaplicable al mundo moderno en busca de sus raíces, como para comenzar a ser cuestionada. Del antiguo concepto del rebaño, el conglomerado, la feligresía anónima, la perspectiva de un individualismo craso y la mayoría de las veces intencionado, comenzó a ser más evidente que nunca. Una concepción elocuente sobre el hecho del hombre como como quizás el único ser capaz de tomar la decisión consciente de alejarse de sus iguales para comprenderse con mayor claridad.

Por supuesto, el manifiesto de Darwin, también sacudió los cimientos que consideraban a los simios y demás animales, formas menores de vida. La experiencia del zoológico de Philadelphia, abrió un extraño debate sobre la posibilidad que los llamados “seres inferiores”, estuvieran vinculados entre sí por un instinto inevitable que les llevaba a unirse unos a otros en una única concepción sobre la vida. Una batalla intelectual que trató de dirimir la posibilidad acerca si los animales poseían algún grado de conciencia, sin lograrlo. No obstante, continuaba siendo impensable para la mayoría de los científicos que alguna criatura - además del hombre — pudiera comprender el sentido de la sociabilidad de la forma que sugería tanto Darwin en sus investigaciones, cómo lo ocurrido en el zoológico estadounidense. Pero era inevitable preguntarse, si los comportamientos que se consideraban netamente humano, eran en realidad instintos tan antiguos como la primera memoria del hombre como criatura independiente.

Al mismo tiempo, el concepto de la soledad continuó desconcertando y siendo parte de la discusión filosófica de buena parte del mundo. Mientras biólogos y zoólogos se afanaban por desmentir las teorías de Darwin, psiquiatras y otros tantos obsesionados por la forma de comportarse del ser humano, se preguntaban si la novedosa tendencia del hombre a encontrarse solo era un paso adelante de su crecimiento intelectual debido a los avances técnicos y conocimiento en estado puro que le rodeaban. Después de todo, los últimos años del siglo XVIII y buena parte del siglo XIX, se enfrentaron a una acelerada evolución que transformó por completo el mundo tal y como había sido heredado de épocas obsesionadas con ideas religiosas y metafísicas sobre la probidad y la espiritualidad humana. Pero una vez que el origen divino del hombre se puso en entredicho, todos los elementos que se daban por descontado, comenzaron a ser cuestionados en la búsqueda de una respuesta razonable y bajo el auspicio de la ciencia sobre la forma en que el cerebro humano y sobre todo la conciencia, podría engranarse con algo más amplio y desconocido hasta entonces.

Por extraño que parezca, la pequeña anécdota de los chimpancés del zoológico de Philadelphia permitió a buena parte de los científicos analizar el hecho de la soledad fronteriza que comenzaba a ser parte de la sociedad a finales del siglo XIX, como un comportamiento netamente humano. Perdida la cualidad Divina del hombre y su supuesta naturaleza como hijo de Dios, la gran cuestión pasó a ser el hecho básico que la nueva percepción sobre lo humano que comenzaba a a surgir a partir de la industrialización y de los avances técnicos, era mucho más proclive a la soledad y a la individualidad de lo que nunca había sido antes. Varios científicos y especialistas en el comportamiento psicológico del hombre, comenzaron a cuestionarse en voz alta si la soledad no era una forma de emancipación de la idea más primitiva y arraigada sobre la sociabilización como rasgo que nos unía directamente a nuestros ancestros biológicos. Se trató de una idea que provocó un profundo malestar en la sociedad que se negó admitir inmediato que las teorías de Darwin sobre una posible evolución, pudieran desmentir las grandes obras filosóficas y religiosas en la que se sustentaba el pensamiento de buena parte de la historia.

Incluso Freud, pionero en el análisis del comportamiento humano más allá de toda aspiración metafísica o espiritual, se pregunto directamente si la soledad no era un tipo de rebeldía intelectual que separaba al hombre de sus antecedentes más retrógrados. Tanto el psiquiatra austriaco como otros tantos, cuestionaron la posibilidad de la soledad como un comportamiento que rompía cualquier vínculo que pudieron unir al hombre contemporáneo con una historia más antigua y complicada de comprender. Para bien o para mal, las revolucionarias teorías coincidieron con los debates alrededor y a lo ancho del mundo, sobre la muerte de las religiones y finalmente, la soledad como algo más que un rasgo místico o una búsqueda filosófica sin verdadera resolución. Bien entrado el siglo XX, la soledad comenzó a comprenderse como una idea inherente al comportamiento del hombre, asimilado por un mundo mecanizado y obsesionado con proyecciones pragmáticas de sí mismo.

La epidemia de soledad:

Sin embargo, la definitiva ideas sobre la soledad pareció llegar durante las últimas décadas del siglo XX y los primeros años del nuevo milenio. En 2017 y 2018, el ex cirujano general de EE. UU. Vivek H. Murthy, declaró que el mundo sufría de una dolorosa epidemia de soledad, lo que parecía abarcar las cifras ascendentes de hombres y mujeres de edad avanzada que permanecían solos, una vez que los hijos abandonaban la casa paterna. Pero pronto fue evidente, que el fenómeno era mucho más complicado que eso. Estadísticas europeas mostraron que la mayoría de los adultos jóvenes en sus primeros años de madurez, tomaban más a menudo que en cualquier otro momento de la historia, la decisión consciente de permanecer solos. La posibilidad de decidir sobre el matrimonio o o el hecho de la maternidad, se convirtió en una escala para comprender la forma en que las últimas tres generaciones comprenden a la soledad como parte de su vida cotidiana. Y a medida que la investigación se hizo más amplia e incluyó mayor cantidad de datos y reflexiones sobre la forma de comportarse de un índice poblacional más numeroso, se hizo obvio que la soledad era la opción ideal para un número de ciudadanos alrededor del mundo.

El fenómeno sorprendió y desconcierto de tal forma, que incluso un grupo de investigadores de UCLA, ideó una escala para medir y reflexionar sobre la soledad del ciudadano común. Compuesto de casi 100 preguntas, el test lleva a cabo un recorrido sobre los hábitos de convivencia hasta profundizar en la noción sobre el otro más común en nuestros días. El resultado es una curva ascendente que demuestra que los hombres y mujeres jóvenes de nuestro siglo, asumen la soledad como inevitable e incluso deseable. Los números de matrimonios han disminuido a una escala histórica en buena parte de Europa, que además se enfrenta al hecho que su tasa de natalidad ha descendido a mínimos desconcertantes. ¿Se trata de una estandarización de la idea de la soledad o de algo más profundo?

Nadie parece tener la respuesta. En la actualidad y mientras la emergencia del coronavirus obliga a la llamada distancia social, el hecho de la compañía y la noción sobre la posible asociabilidad, se convierte en una idea nebulosa con la que debe lidiar una generación que creció a solas. Desde la profunda angustia de la no identificación con sus iguales, hasta el hecho de la sustitución de la compañía humana por medios alternativos como plataformas y redes sociales, la idea de la soledad actual parece ser tan confusa como basada en planteamientos incompletos.

En el libro“ Juntos: El poder curativo de la conexión humana en un mundo a veces solitario” (Harper Wave), Murthy reflexiona sobre el hecho de la soledad como un accidente biológico o el mero hecho, de una percepción tergiversada sobre la individualidad llevada a una siguiente dimensión psicológica. El autor explica que antropólogos de la Universidad de Oxford, pudieron comprobar que la teoría evolutiva de la soledad propuesta por John T. Cacioppo — y qué insiste en que el comportamiento primate tiene una definitiva relación con la forma de actuar del hombre moderno, acerca de la forma en que se relaciona con otros y su necesidad de distancia emocional — tiene una mayor validez que nunca. Tal pareciera que la forzosa soledad del mundo moderno — intensificada por todo tipo de forma de sustitución de la comunicación directa entre los seres humanos — no solamente puede convertirse en un padecimiento, sino de hecho someter a nuestra cultura a una presión desconocida. “Durante milenios, esta hipervigilancia en respuesta al aislamiento se incrustó en nuestro sistema nervioso para producir la ansiedad que asociamos con la soledad”, escribe Murthy y asocia la incomodidad que a menudo nos produce la soledad, con antiguas formas de comportamiento primitivo, en las que encontrarse a solas era una forma de amenaza y peligro muy directo.

Para Murphy, la soledad es el origen de varios de los problemas modernos más preocupantes: violencia, crímenes, suicidios, depresión, apatía política e incluso polarización política. Según el autor, la percepción casi primitiva de la soledad como un elemento imposible de asimilar por nuestra mente, provoca que la conducta social sea cada vez más complicada y dura, frente a la posibilidad de una socialización artificial “conocí a personas solitarias que se sentían sin hogar a pesar de que tenían un techo sobre sus cabezas”, escribe Murphy y quizás esa sola línea, puede definir con más exactitud y claridad la conducta actual del ser humano que cualquier otra.

En el libro “Una biografía de la soledad: la historia de una emoción” (Oxford), el historiador británico Fay Bound Alberti, pondera también que la soledad contemporánea es un comportamiento antinatural, un mal moderno de consecuencias preocupantes. “Vivimos y morimos en soledad”, insiste, lo que sin duda podría explicar las carencias emocionales e intelectuales de una sociedad obsesionada con su imagen y con la vanidad. El ego es la sustitución de la compañía del otro y para el escritor, no hay mayor evidencia de la herida que ha provocado la soledad en occidente, que el auge de la percepción de la distancia que nos separa de nuestros iguales.

Según un estudio que incluye el libro de Alberti, para finales del siglo XIX, los hogares constituidos por una sola persona eran menos del 5% en Norteamérica. En la actualidad casi el 60% de los adultos jóvenes en sus primeros años de adultez, se encuentran solos y la tendencia no hace más que aumentar, lo que podría explicar la urgencia por comunicación artificial y superficial a los que responden las redes sociales y otros medios de interacción, que utilizan plataformas virtuales y que de una u otra forma han sustituido el ansia de compañía en el hombre moderno “La soledad parece ser una experiencia tan dolorosa y aterradora que la gente hará prácticamente todo lo posible para evitarla”, indica y en medio de la pandemia, con el mundo reducido a un silencio inquietante y a una soledad masificada por mero instinto de supervivencia, la frase Parece ser más pertinente que nunca.

¿Emergerá una nueva conciencia sobre la soledad y sus consecuencias luego de la cuarentena mundial? La idea no parece del todo descabellada: quizás, como la trágica pareja de chimpancés del zoológico de Philadelfia, la cercanía de la muerte puede demostrar de una forma más válida y sincera que cualquier otra, el valor de la compañía mutua.

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Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión. Desobediente por afición. Escribo en @Hipertextual @ElEstimulo @ElNacionalweb @PopconCine