Crónicas de la lectora devota:

We Cast a Shadow de Maurice Carlos Ruffin.

Aglaia Berlutti
9 min readMay 3, 2019

El racismo es una cicatriz visible en la cultura norteamericana. Tanto como para que su percepción siempre se encuentre en medio de cualquier debate social, sobre todo luego que Donald Trump llegó al poder y en medio de su campaña estrafalaria y burda, despertó viejos resquemores y enfrentamientos internos. Luego de casi cincuenta años de debates, evoluciones y progresos significativos (hasta la llegada de Obama al poder), la sociedad norteamericana volvió a mirar a sus viejos monstruos, quizás sorprendida por su vitalidad y antigüedad. El libro “We cast a Shadow” del escritor Maurice Carlos Ruffin, resume ese extraño tránsito histórico pero además, elabora un cuidado recorrido por la esencia del racismo norteamericano y sus consecuencias.

Y lo hace, de la manera más venial: Un mancha en el rostro. El narrador del libro — cuyo nombre no conoceremos — lleva una plácida en apariencia tranquila y singular. Sostiene largas conversaciones de pura comprensión intelectual con su esposa Penny y ama a su hijo Nigel, una promesa del futuro que tiene todas las características del tradicional sueño americano. Nigel es talentoso, buen deportista y tiene un dulce carácter. Pero también, una mancha muy notoria en la piel de la cara que delata su origen afrodescendiente. En las primeros capítulos, la preocupación del padre por el aspecto físico del muchacho no tiene mucho sentido y llega a tener un tono dramático y machacón que el lector no llega a explicarse de inmediato. “No sólo se trata de una mancha en la piel, sino también un estigma” insiste el padre, pesaroso y afligido “Cualquiera que haya temido ser juzgado por el color de su piel, sabe que la herencia no ocupa un lugar sencillo en la historia”. El narrador no solamente siente una genuina angustia por la marca de nacimiento: se trata de una mirada sobre un contexto mucho más preocupante que abarca el lugar en el que vive y su época. Y es través de ese pequeño detalle, que la novela de Ruffin es una distopía. Una muy dura, cruel y por momentos, devastadora.

“We Cast a Shadow” no es una historia sencilla y Ruffin no pretende que lo sea. Con una audacia que sorprende, el escritor recorre caminos siniestros y muy oscuros, que pocas veces se tocan a través de la paternidad, la conciencia sobre la identidad étnica y sobre todo, la percepción inusitada sobre el bien y el mal moral, que el autor reconstruye en un discurso siniestro sobre el otro rostro de una sociedad medida por el rechazo a la diferencia. A partir de ese punto, el escritor nacido en Nueva Orleans — una influencia notoria en la novela — desmenuza todo el argumento en base a la concepción del miedo como una forma de rechazo inmediato. Nigel es un niño amado, pero también, una víctima de un sistema destructor y silencioso que rodea la vida de su familia y la ciudad en la que vive como una burbuja siniestra. A medida que la historia avanza y el angustiado narrador describe el mundo en que vive, el estigma que lleva Nigel en su rostro se hace un símbolo macabro de algo tenebroso: La concepción de una sociedad basada en el prejuicio y la discriminación como orden institucionalizado.

La ciudad sin nombre en la que vive la familia del narrador es una de las tantas de una norteamericana devastada por el extremo del conflicto racial. A una cuantas décadas del futuro, el odio se ha convertido en parte del entramado legal y también, del modo de vida estadounidense. Con algunas paralelismos con la ya icónica novela “El Cuento de la Criada” de Margaret Atwood, la sociedad que Ruffin imagina tiene rasgos claustrofóbicos, militaristas y dictatoriales. Cada calle es un ghetto que se expande en círculos concéntricos hasta convertir la ciudad en una cárcel hipertecnificada y temible, en la que los camiones de vigilancia recorren los barrios en los que se encuentra confinada la población afroamericana entre consignas humillantes. “Su color de piel es su mayor valor. Aprenda a sobrellevar sus consecuencias” repite una voz femenina, lenta y afable. La policía tiene nuevas atribuciones y la ley le permite matar “en consideración del color de piel” y también, maltratar a los detenidos negros “que así lo necesiten”. Poco a poco, lo que comienza como una anécdota casera, casi trivial, se convierte en el ojo de la cerradura hacia un mundo en tinieblas. “Puedes sentir el peso de tu historia y tu raza, en cada risa de un blanco que empuña un arma” medita el narrador, entre aterrorizado e incapaz de controlar el odio que le agobia y en ocasiones, resulta la única idea clara en sus pensamientos y decisiones.

Por supuesto, norteamérica “sigue siendo un país hipócrita” puntualiza el narrador, mientras cuenta su vida a la sombra. Porque este hombre discreto, desconfiado y temeroso tiene la piel negra pero se aseguró que su vida y la de su familia, estuviera todo lo lejos posible del estigma. De modo que es el único empleado afroamericano de un bufete de abogados — “Eres nuestro gesto de buena voluntad con la pobreza” le dice uno de sus compañeros al narrador, aunque está por debajo de su escalafón empresarial y en teoría ganas menos dinero — y también, vive en un barrio residencial con ciertos lujos. Pero por supuesto, no es suficiente. “El color de piel es la historia de tus antepasados convertida peso de verguenza” piensa el narrador, mientras camina por las calles siendo observado por transeúntes que se apartan. Ya hace casi una década que la segregación legal es una realidad: Pocas personas de color pueden batallar contra la burocracia que los señala y los menosprecia. Y los que logran avanzar contra corriente, deben cuidar cada uno de sus pasos. “Soy un rehén del odio” dice el hombre sin nombre, sentado en el transporte público. Ocupa un lugar al final, dedicado a los “menos favorecidos”. Y es ese paralelismo con el gesto de Rosa Parks — génesis de la lucha por los derechos civiles estadounidenses — lo que hace más doloroso el trayecto. Con la cabeza baja, el narrador debe soportar el peso de las miradas de desconfianza, las risitas burlonas y directamente, los insultos de quienes le rodean. “Ser invisible, es una opción mental” dice cuando al final, decide bajar del transporte público y caminar por la calle oscura, a pesar del riesgo de ser detenido y desaparecer.

La novela de Ruffin resulta aterradora porque justamente, retrotrae a cada paso de la lucha por los derechos civiles de EEUU pero también, a la perenne conciencia que estos logros resultan frágiles bajo el peso del racismo como parte de una idea social perversa y profundamente normalizada. Ruffin toma todo tipo de referencias de iconos literarios que tocaron temas parecidos — no es casual que su personaje central sea abogado, de la misma forma que el Atticus Finch de Harper Lee, pero en situaciones opuestas — y lo hace, con una delicadeza de motivos y de precisión argumental que conmueve y sorprende. La historia avanza y es cada vez más notorio que el ambiente agresivo, violento y brutal que rodea al narrador, amenaza con hacerse más enrarecido, angustioso y quizás, peligroso. Porque la amenaza está allí, se hace real, se sostiene sobre la posibilidad y sostén de esa búsqueda desesperada por una grieta en el entramado de esa red de contención legal y cultural, que le permita escapar del prejuicio. Pero no sólo no lo logra, sino que además, encuentra que las capas y dimensiones del racismo de una época de pura amenaza son mucho más complejas de lo que jamás espero. Mientras batalla por evitar que el rostro de su hijo delate su herencia — existe un procedimiento médico que puede eliminar todo rastro de rasgos afroamericano en la cara del niño — el narrador intenta convencerse que sólo se trata de la apariencia física. “Ese pensamiento me permitía ejercer un exiguo control sobre los grandes mecanismos invisibles que operaban sobre mi vida” cuenta. Lo hace además, con el pleno convencimiento que la vida de Nigel mejorará una vez que tenga el aspecto de un niño blanco. “No se trataba únicamente que Nigel dejaría de ser un objetivo para los zombies embrutecidos por el odio que portan insignia, sino de la conciencia que pesa sobre el menosprecio al que se ve sometido día a día”, piensa mientras camina por una calle oscura. Es un día cualquiera de la semana y en el lugar en el que vive, la luz eléctrica fue cortada hace horas. “No es un gasto que el gobierno quiera permitirse, iluminar las calles de los negros” narra con tenebroso pesimismo “y eso convierte cada calle y avenida en un riesgo en estado puro”. Camina con mayor rapidez, a medida que una mujer le señala y luego hace una llamada telefónica en su teléfono móvil. Un toque de queda de facto les impide a los afroamericanos salir de casa luego del anochecer y cualquiera puede denunciar al infractor. “No deseo que Nigel viva en un estado policiaco que persigue a los criminales por un delito que cometió antes de nacer”.

Por supuesto, no es una decisión sencilla: Penny su esposa se opone y también lo hace, a que el narrador trabaje para hombres blancos, que le consideran poco menos que una curiosidad étnica. Pero el narrador asume la humillación como parte del delicado juego de poder con el que debe lidiar. “No se trata de otra cosa que hacer su vida soportable” esgrime el narrador en una confrontación especialmente dolorosa. Pero a ella — idealista, convencida de la necesidad de no aceptar las limitaciones y rigores de una sociedad violenta — le aterroriza semejante pensamiento. “¡Tenemos que ignorar la raza para trascenderla!” insiste Penny pero también es incapaz de detener a su marido en su obsesión por brindarle a Nigel algo tan efímero como inalcanzable: la posibilidad de una vida normal.

“We Cast a Shadow” se hace buenas preguntas y también, es una mirada turbadora sobre los males y debilidades de una cultura con una moralidad muy frágil. La novela debut de Ruffin, es también un recorrido por los terrores subyacentes que se convierten en amenaza: aunque el narrador jamás indica el año en que transcurre la historia, si habla sobre un pasado vergonzoso que comenzó con un candidato presidencial controversial. “Nadie creyó jamás que sus amenazas fueran otra cosa que lemas de campaña” se lamenta en una de sus largas noches de insomnio. La prosa de Ruffin — rápida, divertida, moderna y precisa — le permite contar una historia abrumadora con una agilidad sin tropiezos. Pero sin duda, lo más asombroso es la capacidad del escritor para deconstruir los mayores temores de la norteamérica moderna en una historia que se desliza por el imaginario colectivo sobre la discriminación y el racismo. Con un país dispuesto a entregarse a sus peores inclinaciones y roto todo sentido de la moralidad, lo único a salvo son los poderosos vínculos de quienes sobreviven a la presión. El amor del narrador por su familia, el poder de su obsesión por procurar a Nigel la vida que no tuvo, es no sólo el motor de cada una de sus acciones — incluso las más violentas e incompresibles — sino también, las que las hace más cercanas y conmovedoras. A pesar de su negrísimo humor esporádico, las breves referencias pop y los juegos de palabras, se trata de una historia siniestra que no deja de demostrar su oscuridad en pequeños giros argumentales dolorosos. “We Cast a Shadow” se aleja voluntariamente de la sátira para analizar de modo contundente el núcleo de una norteamérica desconocida o mejor dicho, que pocas veces se muestra. No lo hace en forma obvia: a medida que el narrador cuenta sobre sus experimentos con cremas blanqueadoras sobre la piel de su hijo e insiste en que no tome sol “para no oscurecer su estigma”, la novela se hace más macabra, mucho más retorcida y más cercana a una angustiosa descripción de una angustia existencial morbosa. “¿No lo haría cualquiera?” se dice a sí mismo mientras Nigel llora, la piel enrojecida y escamada por los ungüentos, aterrorizado por la combinación de amor y dolor que le prodiga su padre. “¿No trataría cualquiera de hacer el mundo más sencillo para su hijo, para cualquiera que ama?”

“We Cast a Shadow” describe un trauma colectivo que aún no ha ocurrido pero podría ocurrir. Las descripciones de Ruffin son tan pulcras, que cada palabra no sólo muestra lo que el narrador vive, sino que tiene una cualidad de anécdota, encapsulada al dolor y al miedo como una forma de supervivencia. Ruffin, descarnado y encantador, crea una versión memorable de la realidad pero también, de los terrores que se esconden al margen. Como si se tratara de una frontera entre lo que aterroriza y lo que puede brindar esperanza — una combinación contradictoria que el escritor logra con inusual facilidad — “We Cast a Shadow” es una combinación de terror, belleza y lírica reflexión sobre los lugares más oscuros de la psiquis colectiva. “¿Cómo el racismo da forma a nuestra capacidad de amar?” se pregunta el narrador “¿Cómo sobrevive en mitad del miedo?” Ruffin no ofrece respuestas y quizá ese es su mayor acierto. Al final, es el lector el que debe encontrarlas — una ruta espinosa hacia sus propios dolores — y analizar la manera de sostenerse sobre su concepción de lo moral. Un raro logro que el escritor logra con una profunda y bienintencionada sinceridad.

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Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión. Desobediente por afición. Escribo en @Hipertextual @ElEstimulo @ElNacionalweb @PopconCine