Crónicas de la lectora devota:

Docile de K.M. Szpara.

Aglaia Berlutti
13 min readApr 10, 2020

La distopia como género, intenta reimaginar la realidad y lo hace, a través del recurso complejo de profundizar en los temores, dolores y en la codicia, todo basado en la noción sobre el tiempo que transcurre y transforma. Se trata de un trayecto complicado, que sintetiza el presente, las lecciones del pasado y un futuro incompleto, en el hecho de la imposibilidad de la redención de la identidad colectiva. Para los escritores de ciencia ficción, la especulación pesimista es a menudo un recurso que permite reflexionar sobre los errores cometidos y las consecuencias inmediatas que podrían tener. Para bien o para mal, se trata de un recorrido por el comportamiento el hombre no sólo como individuo, sino también de la cultura y la sociedad que construye a través de sus ideas, aciertos y en especial, sus errores.

Quizás por ese motivo, el libro Docile de K.M Szpara parece tan pertinente, en medio de la discusión sobre los derechos sexuales, género, la libertad personal y en específico la lucha contra el prejuicio. Pero más allá de eso, es una interpretación provocadora sobre la sociedad distorsionada por la codicia. El libro analiza no sólo el peso doloroso de la cultura que se obsesiona por deshumanizar al individuo como parte de un sistema caníbal, sino también, la forma en que comprendemos los pequeños espacios en que la libertad y la independencia individual corren el riesgo de desaparecer en virtud del bien colectivo. Por extraño que parezca, es evidente que Szpara no tiene la intención de polemizar o enfrentar las opiniones que se esconden entre los complicados hilos narrativos con la realidad pragmática. Aún así Docile es una búsqueda de significado sobre lo que consideramos sexual íntimo, privado y admisible. Un recorrido laborioso a través del origen futuro de conceptos como la discriminación y el racismo. No hay nada simple en esta novela, que atraviesa con elegancia debates tan violentos como el maltrato, los mecanismos del Estado para controlar al individuo y sobre todo, la versión de la realidad que reflexiona sobre la identidad como un bien del poder.

Desde la misma idea que da origen al libro — el hecho de que las deudas financieras se heredan de generación en generación — hasta la escalofriante visión sobre la ruptura de la línea que separa lo público de lo privado, Szpara toma el riesgo de avanzar por el terreno inquietante y ambiguo de mostrar tanto la visión de la víctima como la del victimario, mezclados en una sola versión sobre el mundo que lleva a cuestas pesares con siglos de antigüedad. Docile no es un libro fácil de digerir y mucho, menos de comprender. Hay una estructura cuidadosamente creada para que la confusión entre roles y nociones sobre bien y el mal, se sostengan en medio de un debate laborioso acerca de nuestra cultura como centro de vicios y perversiones. La novela plantea de manera novedosa las aristas de lo que puede significar que el poder y los poderosos tengan una influencia total sobre quienes pueden controlar, ya sean por los hilos de estructuras invisibles que le vinculan, como por medio de los horrores anónimos que sostienen una forma de realidad tan retorcida como claustrofóbica.

Szpara no pontifica ni tampoco sermonea, aunque los eventos que narra con una prosa precisa y elocuente, podrían permitirle algunas reflexiones sobre la riqueza, la dominación sexual por medio del abuso y la normalización de la violencia. Pero el autor es lo suficientemente sagaz como para evitarlo y prefiere narrar un mundo, en que la brecha entre ricos y pobres es más pronunciada que nunca. Uno en la que lo sexual está entremezclado con la idea del cuerpo como posesión mercantil y lo que resulta aún más chocante e incómodo, la concepción de la sexualidad desde las despersonalización y la percepción del placer como un bien de consumo. Docile establece paralelismos entre la concepción de la riqueza como una forma de ejercer la crueldad y la pobreza, como un recorrido por los lugares más lobregos de la sociedad. No obstante, no hay nada maniqueo ni tampoco manipulador, en la forma en que la novela cuestiona la conciencia de la cultura sobre sus propios errores y virtudes. Por momentos Docile muestra su belleza fría y siniestra
desde la capacidad del autor por no intentar resumir o ensalzar a sus personajes. No hay héroes ni villanos en esta épica incómoda sobre las consecuencias directas de lo político y lo antropológico cómo capaz de devorar a los individuos que trata de obtener y dominar. Y quizá ese es su mayor triunfo.

Por supuesto, en un mundo de diferencias tan marcadas, la movilidad entre la cúspide y los abismos de la ignominia es muy poca. Los millonarios alcanzan cuotas de poder imposibles de creer o incluso de describir, mientras que los pobres pierden poco a poco el dominio sobre las escasas parcelas de su mundo y el derecho incluso, a la mera supervivencia. “La pobreza es una herida que cada día se hace más complicada de curar y de sanar” dice uno de los personajes, sin mayor dramatismo o incluso ansia reivindicativa. De hecho para todos los personajes en Docile, el mundo es inevitable en su identidad y sobre todo incapaz de construir una versión mucho menos cruel y amenazante de la que habitan. Nadie aspira al cambio ni tampoco, a una transformación que permita que las enormes diferencias que separan a los que poseen y a los que son poseídos, sea menos violenta. Szpara juega entre espejos distorsionados, cuyo reflejo arroja un trayecto inquietante hacia lo que consideramos el bien y el mal moral. Pero no hay respuesta satisfactorias, ni para los que disfrutan de las ventajas incalculables del dinero o los que sueñan poseerlas de alguna forma. Tanto uno como el otro, se miran a la distancia de ciudades rebosantes de lujos y rodeadas de cinturones de pobreza destructora, como piezas de un mecanismo del que no pueden escapar y del que tampoco podrían hacerlo, aun de tener la posibilidad.

Es esta noción sobre la inevitabilidad lo que convierte a Docile en una búsqueda primaria sobre lo que consideramos maligno, bondadoso y ético. Pero Szpara no lo hace desde la medida sencilla de evaluar las acciones de sus personajes a partir de su capacidad. ni mucho menos sus ambiciones intelectuales y espirituales. Se trata de una batalla silenciosa y con frecuencia perdida contra la condición del ser humano como objeto y en especial, el hecho de la pérdida de toda idea que pueda brindarle tridimensionalidad y valor dentro de la connotación de lo que somos como conglomerado. Más escalofriante aun, lo que fuimos — y que el autor describe desde cierta distancia fría — en un pasado no tan distante.

En esta realidad en la que la riqueza lo es todo, la percepción del dinero como principal baluarte de la vida y de la muerte, es la que rige la forma en que una minoría que disfruta de una riqueza inimaginable, mientras que el resto sólo vivirá y morirá para pagar las deudas contraídas generación tras generación. La imposibilidad de llegar a cancelarlas por completo, el hecho que lo económico ha sustituido a la religión y a la moral, hacen del mundo que describe Docile, sea una versión detallada e inquietante sobre los terrores actuales y la forma en que concebimos nuestro mundo bajo determinados aspectos. “No sólo heredamos el mundo sino también la manera en que nuestros ancestros creyeron podría ser valioso” dice uno de los personajes mientras observa en la delgadísima pantalla de su ordenador, como sus ganancias aumentan a medida que sus deudores se hacen más numerosos y a la vez, incapaces de liberarse del yugo que supone una deuda inabarcable que incluso puede incluir el propio cuerpo y la vida de quienes le rodean. En Docile, la percepción lujo tiene una intrincada relación con el sufrimiento de otro, lo cual convierte a cada uno de los símbolos de estatus, en también una forma de dominación, poder y violencia.

lo más inquietante del mundo imaginado por Szpara, es que llegado cierto punto, la única forma en que autor puede llegar a pagar parte de su deuda y liberar a sus futuros descendientes de obligaciones financieras tan temibles como caníbales, es hacerse esclavos o sirvientes por años, décadas o incluso el resto de su vida. Para hacer más perturbadora la realidad que el autor imagina, una vez que el deudor acepta formar parte de los interminables grupo de servidumbre humana que intenta soslayar incalculables deudas, debe consumir dociline, una droga que no solamente destroza la voluntad del individuo, sino que además evita puede recordar después, qué ha ocurrido durante los interminables años que estuvo bajo el puño del poder. Se trata de una percepción terroríficas sobre la pérdida de control del cuerpo y la identidad. La mayoría de los que deciden pagar su deuda a través de la esclavitud, jamás tendrán la certeza de qué ha ocurrido mientras fueron utilizados como piezas anónimas de un sistema qué les arrebata la cualidad de la existencia. De pronto, la deuda no es solamente un escalafón monstruoso que impide el ascenso social, sino también una refinada forma de crueldad y tortura que se ejerce con manos libres y bajo auspicio de la ley.

Entre las condiciones a las que se someten los deudores, está la de ser un esclavo sexual de su comprador, lo que hace al mundo de Szpara aún más inquietante y depravado. Las detalladas y dolorosas escenas de violaciones, maltratos, abuso sistemático y al final un tipo de violencia brutal amparada por la completa ausencia de límites, en medio de un ambiente abrumador y terrorífico, muestra el lento descenso de los personajes a una pesadilla de espacios no explorados sobre la capacidad del hombre para lo maligno y el impulso primario de la agresión. Para el autor, parece de considerable importancia asumir el hecho que lo sexual es la última frontera de la donación y la pérdida, lo que convierte a su narración en una intrincada serie de hilos narrativos acerca de la condición de la sumisión y al final, la destrucción completa de la identidad. Y aunque no hay un elemento ideológico reconocible la narración de Szpara, es notorio que el autor pondera con cuidado sobre los peligros de lo político por sobre la humanista, sin que tome partido por un sistema político o una idea más elaborada sobre lo temible de la capacidad del Estado y de gobernantes invisibles, para ejercer un tipo de violencia incalculable a través de la posibilidad legal y la salvedad de lo económico.

En medio de este panorama inquietante, Elisha, de 21 años, batalla por escapar de la posibilidad que su familia le venda para soslayar la enorme deuda familiar. El personaje es la encarnación de la inocencia primaria que Szpara logra transmitir desde la periferia de las grandes ciudades radiantes de riqueza. Pero para Elisha, no hay tiempo para comprender la realidad tal y como la ocultaron sus padres durante buena parte de su vida. Para cuando entiende el sistema que le absorberá y con toda seguridad le destruirá, resulta evidente que jamás imaginó no podría escapar de él. “Hay un secreto inconfesable en cada familia, entre los padres, incluso en quienes no conoces. Lo que ocurre dentro de los edificios extraordinarios que admiras a la distancia, los automóviles de lujo. Detrás de las sonrisas radiantes de los más Afortunados” escribe Elisha en un arrebato de desesperación. Su futuro acaba de ser decidido, no sólo por por el pasado de su familia, sino las infinitas e intrincadas dimensiones de la pobreza que todos a su alrededor han enfrentado de una forma u otra. De modo que al final, no sólo es incapaz de escapar, sino que se entrega a la esclavitud con cierto fatalismo agotado. “Soy una pieza rota y lo fui antes de nacer”, piensa mientras recibe su primera dosis de la droga y de inmediato, olvida incluso su nombre.

Elisha simplemente desaparece y pronto, las aterradoras descripciones del escritor sobre los abusos que debe enfrentar, parecen crear un mapa de los dolores y terrores mucho más vivido que las pocas escenas en que el personaje tuvo un nombre y una historia. Y es quizá esa percepción sobre la desgracia y el miedo irremediable, lo que hace de la novela un compendio macabro de los horrores a los que los seres humanos podemos someter a nuestros iguales. Al final, se trata de una lucha entre la percepción de la existencia del otro, la mera capacidad para admitir su peso como individuo más allá de nuestros prejuicios y la discriminación. El juego que entabla Szpara no es sólo desconcertante sino también profundamente realista. Porque más allá de los horrores, del abuso sexual y físico, palpita la posibilidad de una sociedad construida sobre las bases equivocadas. Y aunque el escritor no reflexiona de manera directa sobre la ambición como motor único de una cultura que se somete a la prioridad de lo que aspira destruir para prevalecer, también es evidente que hay un análisis riguroso, pesimista y al final aterrador, sobre las posibilidades del poder político y económico, convertido en el centro nuclear de toda creencia y codiciosa mirada al futuro.

Al otro lado de la balanza se encuentra Alex, uno de los hijos de las grandes familias millonarias y que goza de privilegios inimaginables para la gran mayoría de la humanidad. El gran acierto de Szpara es mirar la corrupción que describe desde dos caras. Lo hace entrecruzando las vidas y miradas de dos personajes en puntos antagónicos de la escala de valores de una sociedad fría y cínica. Alex no siente culpa ni tampoco remordimiento, de haber crecido con los suficientes recursos como para olvidar que se trata de un privilegiado, de haber disfrutado de la adolescencia de la posibilidad de esclavos y sirvientes, que han hecho de su vida un largo recorrido entre placeres prohibidos y cada vez más intensos. Para la novela parece de especial importancia, humanizar a este hijo de las grandes ventajas de un mundo radiante con una oscuridad profunda. Y aunque la narración no tiene por intención que las vidas de Elisha y y Alex, sean comparables o incluso reflejos disparejos una de la otra, el inteligente argumento logra completarse entre sí a medida que avanza y muestra la realidad desde sus dos versiones. “No puedo imaginar despertar sin pensar en que tendré un día repleto de belleza y placer” reflexiona Alex, en su enorme cama mientras los sirvientes de ojos vacíos se encargan de asear, ordenar y embellecer cada parte de su mundo. Un cuerpo sin nombre yace su lado. Horas después Alex no recordará al hombre o la mujer con quien pasó la noche, los horrores que pudo haber cometido o incluso la mera existencia del esclavo qué escogió para saciar los apetitos que desde la juventud supo eran insaciables. El pulso de Szpara Para contar la belleza y la crueldad bajo un mismo plano y desde una perspectiva casi idéntica, convierte a Docile en dos caras de la misma moneda, en una ejecución precisa y pulcra sobre el horror que no necesita alcanzar lo grotesco para ser repugnante. Una y otra vez, el escritor vuelve a Elisha, a los horrores que sufre, los pequeños fragmentos de recuerdo que de vez en cuando casi puede atrapar en medio de la nebulosa conciencia que convierten a los horas y a los días en un único descampado sin límites ni fronteras. Una y otra vez, la narración acompaña a Alex, que no tiene conciencia sobre la posibilidad de la maldad en la que vive, que simplemente dejó de notar la existencia de los hombres y mujeres que el sistema le permite comprar y de los cuales hace uso como objetos inanimados que carecen incluso de nombre. Hay una frialdad total e inquietante, en el hecho que ambos protagonistas se cruzan una y otra vez, pero tanto uno para el otro la distancia que le separa es inabarcable y al final, se convierte en un hilo que no solamente terminará por cruzar sus vidas para comprender mejor el mecanismo que ambos sostienen, sino los límites de su propia existencia.

“Tener dinero significa dar forma a la sociedad, el futuro”, escribe Szpara desde la perspectiva de Alex. “Ese es el cargo que recibí de mi abuela, junto con mi nombre. Sería difícil expandir nuestra fortuna al casarnos con una familia más rica (existen pocas) y, sin embargo, la presión continúa, no solo para preservar nuestro legado sino para enriquecerlo ”. Lo dice además desde cierta blanda paciencia que deja claro que en este mundo interminables horrores y placeres, sus habitantes sólo podrán enriquecerse o hacerse más pobres. Al final el monstruo que todo lo devora y destroza, no son las deudas que se acumulan o la ambición de quienes pueden hacer uso de ellas como una herramienta de dominio, sino el hecho que tanto para Elisha como para Alex, la La realidad es una combinación obscena en la que el dolor, el miedo, la satisfacción y la búsqueda de identidad son pequeñas estructuras que elaboran versiones sobre el individuo cada vez más deformes y consumida por el brillo artificial que les rodea.

Y aunque para el tercer tramo de la novela, ya es evidente que Elisha y Alex están destinados a encontrarse y quizás confrontar, como símbolo de los mundos que representan, el juego tramposo de reflejos incompletos, es cada vez más duro y violento. Alex casi por casualidad comienza a comprender las devastadoras y deshumanizadoras ramificaciones del sistema que su familia sostiene por el mero hecho de existir. Al mismo tiempo, Elisha pierde sus últimos recuerdos y se aferra a la violencia como una forma de mantener una cierta percepción sobre su propia existencia. La confrontación es inevitable, pero la novela no toma el camino sencillo de describir una colisión radical y destructiva, entre dos partes de un ecosistema perverso del que ninguno puede escapar incluso si lo deseara. Szpara es ambicioso pero a la vez, profundamente preciso en la forma de describir la pequeña derrota que el mecanismo de exclusión y destrucción de la humano recibe a través de sus personajes. No obstante, la novela jamás llega a la crítica, tampoco al señalamiento y mucho menos a la predicción meditada sobre un futuro en en que la perversión de lo económico, sea el único matriz de conciencia. Para cuando el libro termina, su efectiva capacidad para seducir y aterrorizar, crea un campo minado de conceptos a medio describir con los que el lector tendrá que batallar incluso después de la última palabra. Quizás, el legado más inquietante de una historia que insiste en carecer de verdadero sentido, más allá de enunciar los pequeños errores que viven en la periferia de lo que podría ser una imagen rota de la sociedad.

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Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión. Desobediente por afición. Escribo en @Hipertextual @ElEstimulo @ElNacionalweb @PopconCine