Crónicas de la lectora devota.

My Year Abroad de Chang-rae Lee.

Aglaia Berlutti
10 min readFeb 19, 2021

La novela moderna, sobre todo durante las últimas décadas, está basada en el equívoco. O esa parece ser la premisa fundamental, sobre la noción de lo accidental y el azar como centro de la trama. De hecho y a pesar de su cuidadoso análisis del mundo, la ficción contemporánea busca en el error, una explicación a la falibilidad de lo humano. Personajes que cometen desaciertos inexplicables o que se dejan llevar por errores de juicio, que engloban de forma delicada la idea de la identidad. Si a eso sumamos la insistencia de la literatura de las últimas décadas por narrar lo cotidiano, pequeño y doméstico, el resultado es una colección de historias que intentan mostrar lo humano y lo introspectivo, desde cierto paisaje informal. La vida, que fluye a través de pequeños fragmentos de información y que se sustenta sobre lo, en apariencia, banal.

La novela My Year Abroad del escritor Chang — rae Lee, tiene la misma connotación sobre lo corriente, llevado a un estrato íntimo y después, a una reflexión sobre lo colectivo. Todo en medio de una situación accidental que sostiene un argumento tramposo y brillante. La combinación entre la casualidad, el miedo y una cierta concepción del existencialismo, crea un recorrido hacia lo filosófico desde una mirada sencilla. O que en apariencia, lo es. Porque en realidad, la novela toma todos los atributos de la ficción suburbana y los subvierte para crear una sensación de urgencia. Algo está ocurriendo el mundo que habitan los personajes. Y ocurre, en mitad de una situación cada vez más complicada, angustiosa y dura de comprender.

El resultado es una mirada sobre lo humano, que sostiene un recorrido elegante a través de las pulsiones intelectuales y emocionales de una sociedad ambigua. My Year Abroad juega con la posibilidad de lo que podría suceder en medio de una situación impredecible por necesidad, pero que a la vez, podría ser un recorrido hacia lugares desconocidos de la mente. Para Chang — rae Lee, la percepción sobre lo humano se basa en la fragmentación: en todos los rostros y roles que podemos asumir. Su novela, intenta conjugar como puede y de la manera más sencilla, esa confrontación con el individuo en medio de algo más amplio, complicado y difícil de definir. El hombre y su entorno se sostienen como un único concepto, que además, permite reflexionar sobre el tránsito entre la percepción del yo (el egoísmo supremo) y el otro (la desconfianza como reafirmación). Una dualidad que My Year Abroad explota con inteligencia y precisión.

De hecho, la novela parece contener otras tantas, en su intento de brindar una concepción caleidoscópica a la personalidad de sus personajes. Las escenas y situaciones se entrecruzan entre sí, para crear una connotación muy clara sobre el hecho, que cada individuo es en realidad, muchos otros. Y lo hace, desde cierto sentido del absurdo: Chang — rae Lee utiliza la ironía, la percepción de cierta novedad picaresca y la confrontación burlona con la realidad. La forma del escritor de describir la vida cotidiana del norteamericano promedio, tiene algo del reflejo de una sitcom tradicional. Como si la cultura pop, fuera el cristal a través del que se comprende la condición de la vida contemporánea y sus dolores. No obstante, la cuestión sobre lo colectivo no se dirime de inmediato.

El escritor crea un entorno singular que analiza y condiciona el comportamiento humano como parte de algo más grande. ¿La sociedad, la cultura, la percepción de quienes somos a partir de ambas cosas? No hay respuestas sencillas y de hecho, la concepción sobre la realidad cambia según la interpreta el personaje de turno. Hay desaciertos, incidentes inexplicables y la perenne percepción del yo escindido: lo que se muestra en público y lo que se esconde. Para Chang — rae Lee, que ya en sus anteriores libros demostró que esa concepción de lo cotidiana como línea disruptiva era forma de meditar acerca del mundo actual, encuentra en My Year Abroad un nuevo nivel de confrontación con el tiempo, la cualidad de la mente humana como espacio insustancial para el cuestionamiento y al final, un escenario desconcertante sobre el hombre y su circunstancia.

Pero, mientras en sus anteriores historias — en la que el escritor utilizó viajes y aeropuertos para narrar situaciones emocionales — se dirimían en el traslado del contexto, My Year Abroad cuestiona la condición del tiempo y lo trastoca, hasta crear la necesidad existencial del hogar. Todos los personajes van de un lado a otro pero en espacios pequeños, insulares, aislados y convertidos en pequeños estratos de sus propios temores y sobresaltos. Se adhieren a la concepción de lo que somos como individuo y parecen aferrarse al pensamiento del espacio específico. Una y otra vez, Chang — rae Lee intenta definir al hombre moderno y lo hace al final, con una fina línea de preguntas.

La novela encuentra entonces su ritmo más estimulante. Un hombre y una mujer que coinciden en un aeropuerto, pero ni uno ni otro viajará. Uno y otro escapan de situaciones límites. Uno y otro terminarán por sentir amor y lujuria en medio de los espacios en blanco de su vida. La situación podría parecer tópica, a no ser que el escritor dedica una considerable cantidad de tiempo a reflexionar sobre lo que habita, sujeta y pondera bajo la línea frugal del tiempo y la naturaleza que les anima, en una dirección distinta. ¿Quienes somos? ¿Qué esperamos ser? ¿Quienes podríamos ser en medio de situaciones de considerable urgencia y dolor? La novela va desde la descripción de explícitas escenas sexuales a maravillosas conversaciones, con la ambición de crear un microcosmos en la que sus habitantes puedan reflejar el mundo entero.

¿Lo logra? No del todo y quizás, sus puntos más bajos son los lugares en que se sostiene con dificultad sobre su capacidad para sorprender. Con todo, Chang — rae Lee tiene el suficiente valor y la necesidad de comprensión sobre los estratos que atraviesan los hombres y mujeres que describe, como para brindarles una extraña solidez de rara belleza. Lee involucra el recorrido sobre la potestad del individuo para tomar decisiones en apariencia intrascendentes que cambiarán su vida y a la vez, el entorno que permite elucubrar sobre los motivos que nos hacen buscar un sentido en medio del absurdo de nuestra existencia.

Claro está, también se trata de un cuidadoso juego de espejos en que Lee elabora un argumento que juega con las expectativas del lector. Tiller Bardmon, la voz principal y narrador ocasional — en la novela, no son la misma cosa — avanza a través de un andén semi vacio, mientras escucha el sonido de los aviones a la distancia. Lleva una maleta, el traje arrugado y le lleva esfuerzos respirar. No sabemos qué le ha ocurrido — “no tiene importancia en el gran mapa de las cosas, de modo que aquí tampoco” dice — pero fue lo suficientemente grave, como para sacudir su necesidad de control. Se detiene, se muerde las uñas, mira la hora de los vuelos. Después sabremos que sólo lo hace por aparentar se encuentra allí por un motivo, porque en realidad, sólo aguarda y el aeropuerto, con todo su aire impersonal, es el mejor lugar para hacerlo. “Las personas llegan, se quedan unas cuantas horas, siguen y jamás regresan. Pueden mirar tu rostro y jamás lo recordará” dice Tiller, sentado frente a una taza de café. Mira el reloj, los pasajeros del vuelo que acaba de aterrorizar, los que suben al que está a punto de salir. “Es existir, pero en medio de un tapiz de cientos de cosas distintas. De percepciones sobre la ansiedad que dejan de existir porque no eres, no estás, no formas partes de nada. Un hombre que llega de un país que no puedes adivinar, una mujer que abandona este, sin mirar sobre el hombro” pero Tiller, que escapa de algo muy concreto, sabe que esa tranquilidad fugaz tiene un precio. “El tiempo transcurre y de pronto, nada pasa más allá de lo que espero. No pasa, no llega, no hay figuras que puedes reconocer en la multitud. Nada ocurre”.

Por supuesto, podría parecer que Tiller guarda un secreto o algo semejante. Pero no está claro. Los datos sobre él aparecen como pequeños detalles que tropiezan unos a otros. A medida que bebe su café y espera que algo ocurra, contará que vive con Val, de quien no sabemos si es amante, sólo compañía o algo en mitad de ambas cosas. “Las relaciones modernas no existen” comenta, revolviendo los restos del café. “O de hacerlo, son fantasías tristes que se reflejan en la pantalla de un teléfono móvil”. Lo piensa, mientras el suyo se enciende. Val, quien quiera que sea, le ha telefoneado ya varias veces, pero sólo lo sabemos cuando corta la llamada con un golpe al cristal. “Lo sabes: cuando todo acaba, incluso la conciencia que hubo algo más, es agotador”.

Como si lo anterior no fuera suficiente, de lo que sea que huya Tiller, es lo suficientemente peligroso como para evitar pueda tener la posibilidad de un respiro futuro. Escapar se ha convertido en su forma de vida, así como la necesidad de avanzar entre desconocidos, hacerse invisible. Un rostro entre la multitud. “Llevar máscaras en esta época es sencillo, solo debes inclinar la cabeza sobre la mano abierta y el brillo del dispositivo que sostengas, lo hará por ti” bromea. Y de hecho, la forma en que Tiller narra su situación tiene más puntos en común con una burlona mirada sobre el peligro que con el miedo. “Cuando intentas esconderte, descubres dos cosas. A nadie le importas. La otra cosa, es por supuesto, que ese es tu mejor disfraz” dice mientras se tiñe el cabello en el baño, se pasa un peine, se mira al rostro. No sabemos a quien mira, porque no describe antes o después, su apariencia. Pero lo que si es evidente, es el precio de esa necesidad de avanzar con una historia misteriosa a cuestas. “A veces no recuerdo mi nombre. O de hacerlo, no trae buenos recuerdos” explica. Sale de nuevo a los pasillos, se cambia la chaqueta, se cubre el rostro con una bufanda “De nuevo, dejé de existir”.

Lo extraño es que Val, también tiene problemas parecidos. Tiller no lo explica, pero su ¿amante? ¿amiga? ¿compañera? tiene “sufre los estragos de la vida disipada de su esposo, desaparecido por una pandilla de habitantes de Tashkent con sede en Nueva Jersey. No sé que ha ocurrido pero sé que la situación involucraba derechos minerales mongoles, huevos de esturión falsos y lanzacohetes muy reales montados en el hombro”. De modo que Val y su hijo están bajo el programa de protección a testigos. Como Tiller, no “son reales”, sino que habitan “a la periferia de las cosas normales. Las imitamos, las creamos en versiones consumibles. Somos la pareja que pasa apresurada a tu lado y a la cual echas una mirada. Una sola para volverla a perder en la multitud”. De hecho y aunque no lo dice, tal pareciera que Tiller está con Val porque es la única capaz de comprender su situación. “Estamos aquí, juntos, en medio de la multitud, que a la vez es la nada”.

Pero, lo más interesante de My Year Abroad no es la sutileza como Lee elabora un escenario incómodo y alrededor de sus personajes, sino como les hace encajar en algo mayor. Tiller y Val en realidad podrían ser cualquiera, viviendo vidas ordenadas, organizadas al punto y por completo veniales, más allá de las puertas del aeropuerto. Como una reinvención audaz y por completo desconcertante de lo suburbano y los espacios domésticos de John Cheever y John Updike, Lee logra convertir lo que parece una comedia de situación en algo más extraño. Porque a pesar que hay las largas descripciones sobre lo corriente, el realce de lo superficial y los pequeños detalles de lo cotidiano, también hay la mirada hacia el peligro. Uno que se ensancha, se elabora y se conecta con la posibilidad del bien y del mal en medio de una engañosa y pacífica fachada.

Lee también juega con las identidades de sus personajes. Tiller es un hombre que no podría describirse con facilidad — “padre asiático, madre norteamericana, abuela nativa norteamericana, soy muchas cosas a la vez” dice a tono de chiste — pero en realidad, la falta de identidad del personaje es un hilo conductor hacia el interior de la tensión narrativa de la novela. Hay una condición angustiosa en el hecho de comprender el tiempo, que avanza y retrocede, de la forma en que Val y Tiller parecen cambiar y transformarse en medio de situaciones inexplicables. Para el segundo tramo de la novela, es obvio que hay un peso singular sobre la capacidad de los personajes para aparecer y desaparecer en escenarios complejos. Pero todavía no sabemos su importancia, tampoco el significado de lo que parece ser un truco elaborado, pero no lo es.

La novela es de hecho, una gran trampa abierta que solo descubre su cualidad inquietante en su último tramo. La ensoñación urbana, como el mismo Lee llama a su narración, es un recorrido hacia la vida cotidiana, comprendida como un fenómeno doloroso e irritante. “Esto de ser, parte del mundo, lleva su esfuerzo, porque en realidad, no eres parte de nada, sino trozos de una maquinaria furiosa” dice Tiller, que en realidad, por momentos, sólo repite los pensamientos de Val, algo que sólo descubrimos cuando la novela alcanza su punto más brillante y deja al descubierto varios de sus secretos. “No hay una sola manera de comprender lo cotidiano y al no haberla, la sacudida ideal del miedo es algo más progresivo de lo que se supone podría ser”. El apetito por vivir es una condición que Lee asume como ideal, porque en realidad la vida es aburrida, repetitiva, anecdótica y sin duda, abrumadora. Para cuando la historia de My Year Abroad alcanza su últimas páginas, es evidente que Lee encontró como reinventar el clásico de lo cotidiano a un nivel por completo nuevo. Y es quizás esa otra dimensión de las cosas — “La oscuridad tiene un nombre, pero no sabes cual es hasta que es imprescindible” dice Tiller, cuando por fin revela el pasado que le persigue — la que hace fascinante el tránsito de la novela de una narración en apariencia convencional a algo más fluido, una necesidad de condición que sostiene y contiene algo más elaborado. “¿La vida?¿el tiempo? ¿la muerte? todos son palabras para definir lo que nos produce temor y no está a plena vista” dice Tiller, que en ocasiones es Val “Y eso es su gran centro en sombras”. Para Lee el mundo termina y acaba en la periferia. Una mirada precisa y poderosa sobre lo que se esconde en lo que se supone es lo que consideramos cotidiano que en sus últimas páginas, desconcierta por su acritud. “Vamos, moriremos y al final, no habrá nada que pueda decirse de nosotros, porque no hemos existido” dice Tiller antes de finalmente encaminarse a un avión. ¿Lo tomará? ¿Está en realidad en un aeropuerto? Lee no hace las cosas sencillas pero tampoco asume la complejidad del mundo desde lo obvio. Quizás, el mayor logro de su historia.

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Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión. Desobediente por afición. Escribo en @Hipertextual @ElEstimulo @ElNacionalweb @PopconCine