Susan Crónicas de la lectora devota:
Sontag: Her Life and Work de Benjamin Moser
La vida de los escritores está llena de pequeñas grandes anécdotas. La mayoría, trascendentales en la forma en que analizan el mundo a través de las palabras. Una de las de Susan Sontag ocurrió a los doce año en el patio del colegio en el que estudiaba. La niña delgaducha, con mucho cabello oscuro y ojos grandes, atravesó el pequeño rectángulo de concreto hasta acercarse a un niño que leía, sentado en una de las esquinas. “¿Perteneces a la clase de niños superdotados?” le preguntó. El muchacho, dos años mayor que ella, la miró de arriba abajo y después diría que le hizo gracia su arrogancia triste, la manera en que se quedaba de pie muy rígida, la expresión seria. Cuando por último, el desconocido respondió que sí, la Susan de doce años se sentó a su lado y se preguntó si podían conversar un rato. “En mi salón, todos son tontos” le contó “y necesito conversar con alguien que pueda entenderme”. Para la niña que después se convertiría en una de las escritoras más reconocidas de su generación, la noción de la pertenencia tenía un vinculo inmediato con lo intelectual. Y lo era desde esa infancia borrosa, de la que Sontag hablaba poco pero que de alguna u otra forma, definió a la mujer adulta en que se convirtió.
La anterior anécdota forma parte de la precisa, inteligente y meticulosa biografía Sontag: Her Life and Work de Benjamin Moser, en la que el escritor intenta analizar a Sontag más allá de los lugares comunes sobre ella. Por supuesto, la muestra como lo que fue: una mente inquieta, profunda y extraordinaria que anudó y creó vínculos críticos para asumir el arte como un fenómeno cultural específico. También, como lo que no fue: un fenómeno fruto de la presión por la búsqueda de lo femenino intelectualmente audaz o una figura creada a golpes de pequeñas casualidades anécdoticas. En realidad, para Moser parece mucho más importante, analizar a Sontag como una criatura casi mitológica en la escena de un país que aún debatía el talento de las mujeres creadoras desde cierta periferia inquieta. El escritor no deja de recordar la precocidad de Sontag, que a los tres años leía y a los seis escribía, que a los quince acabó la escuela secundaria y a los 17 años, ya había contraído matrimonio con un hombre que sería “una impronta dolorosa, pero necesaria” para comprenderse a sí misma. Pero además de esos, Moser está interesado en el misterio de Susan Sontag como una colección de relatos que se entrecruzan entre sí para crear algo más duro, amargo y singular. La Sontag del escritor, es una criatura escindida por el miedo a la derrota pero también, una ávida luchadora por un lugar en la escena literaria e intelectual estadounidense. Una versión de la nueva mujer liberal e independiente, que además, era considerada brillante en su rareza.
Porque para Sontag, la necesidad de reflexionar sobre la relevancia cultural de los símbolos esenciales de la época que le tocó vivir, era una forma de reinterpertar la abstracción, quizás su mayor obsesión en sus largos años como escritora y crítica. La Sontag de Moser no sólo es una libre pensadora, sino una investigadora tenaz y una individuo sin género en búsqueda de una definición concreta de la igualdad, quizás el concepto que más se repite en esta monumental obra de análisis sobre el trabajo de la escritora. Sontag deseaba ser comprendida y a la vez, amaba la contradicción de ser enigmática en su cualidad excepcional. En mantenerse a la suficiente distancia de lo que escudriñaba con ojo crítico como para ser una ferviente versión de su propia necesidad de expresión. Sontag escribía pero también, elaboraba una hipótesis sobre lo que podría convertirla en un individuo en medio de la masa de intelectuales de la cual se sostenía el mundo académico norteamericano. Una rara dualidad que Moser analiza con ojo crítico pero también, con una generosidad amable, devota y sin duda, una profunda admiración.
Más de una vez, se ha insistido que Susan Sontag escribió para enfrentarse al futuro y no para lograr la trascendencia. Una frase que resume no sólo la actitud cínica y desconfiada de la escritora hacia la hipótesis sino también, la posibilidad de cierta melancolía pesimista en todos sus textos. Moser crea una versión de la mujer que deseaba escribir — y que buscaba una equidad consistente sobre lo que creaba como esfuerzo íntimo — y a la vez, necesitaba establecer una relación entre sus textos y el mundo que le rodeaba, a la manera de las grandes figuras del universo literario norteamericano. Para Sontag la escritura era un desagravio, un camino recorrido con esfuerzo y sobre todo, con sufrimiento íntimo, pero también, una reivindicación. Una forma de construir una idea sobre el mundo lo suficientemente sincera como para revalorizar el poder creativo pero también, para analizar sus puntos blancos y debilidades. Una y otra vez, Sontag demostró que el dolor personal puede ser un instrumento creativo. Moser lo narra con una pulcritud de admirador sincero pero sin dejar a un lado, la crítica que conlleva esa narración personalísima que Sontag convirtió en su identidad más relevante. Lo hace además, sin caer en el romanticismo y mucho menos en la autocompasión. Porque para la escritora, la capacidad literaria tenía una estrecha y evidente relación con su necesidad de transformar el sufrimiento en algo más que un peso moral. De construirlo como una idea consecuente que pudiera mostrar de manera fidedigna su mundo interior. Y Moser lo refleja con una profunda capacidad para comprender al Sontag — como sujeto de investigación — y también, como figura misteriosa en sus propia profundidad inquieta.
Tal vez por ese motivo, Susan Sontag era una mujer silenciosa, o en eso insiste Moser, que dedica varias páginas a describir a la escritora, tanto en lo espiritual como en lo mental. Introspectiva, dura e incluso severa, sus críticos tomaron su largos y empecinados silencios como una demostración de su soberbia. Pero en realidad Susan Sontag siempre fue una mujer que asumió el poder de la palabra como una parte indivisible de su personalidad: esa percepción de la palabra que crea, construye y elabora nuevas fronteras. La palabra como frontera entre el mundo personal y el mundo real. Moser lo sabe y reflexiona sobre la personalidad de Sontag desde su extrañísima convicción sobre el miedo y las fronteras de la imaginación: “Lo único que asustaba a Susan, era el silencio intelectual. El no tener nada que decir o no encontrar una forma elocuente de expresarlo” dice el biógrafo.
Susan Sontag siempre fue un personaje, incluso para si misma. De la escritora con una prodigiosa capacidad de observación a la apasionada amante de la literatura, había un elemento en la Sontag real tan confuso como originario: el reflejo de la mujer que se soñó así misma como parte de una realidad construida a partir de ese yo fugitivo, del profundo análisis de su identidad. Tal vez por ese motivo, Susan Sontag siempre parece distinta, renovada: La Sontag de los años cincuenta, morena y con un aspecto ligeramente remilgado, sosteniendo un cigarrillo provocador con un gesto casi afectado. La Sontag rebelde, que enarbolaba su profunda obra literaria como una bandera para demostrar su apego a esa intelectualidad movediza, entre espacios, que la caracterizó. Finalmente la Sontag madura, con su hermosa melena de cabello abundante cruzada por el mechón de cabello blanco. Todos los rostros de una escritora que construyó para si misma un lugar dentro de su visión literaria. Todo un tránsito existencial que Moser recorre en fotografías y también, una meticulosa reconstrucción de la mujer que Susan elaboró con el mismo cuidado obsesivo con que escribía sus textos. La mujer en el espejo (o mejor dicho, en el reflejo de sus palabras) es en gran parte, obra del esfuerzo, de la voluntad por asumir una postura inquieta sobre su propia existencia. Una pieza de arte creada a partir de esperanzas, aspiraciones y los pequeños dolores de una larga y azarosa vida espiritual.
Sontag, más allá de su criticado nihilismo e incluso de su insistencia en reconstruir el mundo a través de conceptos más o menos pesimistas, era un espíritu juvenil empeñado en mirarse con cierta frivolidad. En el libro Swimming in a Sea of Death, el durísimo relato escrito por su hijo David Rieff sobre su larga agonía como victima del cáncer y que Moser incluye para reflexionar sobre los momentos más bajos de la escritora, el perfil que se dibuja de ella es la de una mujer en tensión, que se refugia en las palabras y el temor casi con una necesidad enfermiza. Incluso en los últimos días de su enfermedad, debilitada y abrumada por el dolor, Susan Sontag insistió en analizarse como un producto de su imaginación, con esa libertad que brinda el poder de evocación. Porque para Sontag, la vida era una sucesión de circunstancias, un firme argumento contra la nada y el vacío. Una búsqueda incesante de una individualidad que nunca termina de encontrarse. Porque quizás, Sontag buscó en las palabras no sólo un reflejo de su rostro más privado — de su espíritu, de su necesidad de contemplar la realidad desde la región fronteriza de lo racional — sino también un significado. Esa multiplicidad de rostros que se crean y se construyen a través de lo que se desea y se teme. Porque Sontag la escritora era obsesiva, ordenada, insistente. Un critico destructivo de sus propios errores, una obsesiva observadora de su circunstancia. Pero Sontag, la mujer, buscaba algo más en las palabras que esa necesidad reaccionaria de comprenderse. Nada tan simple como una interpretación de lo que le rodea — su vida, el sentido del absurdo de toda existencia — pero tampoco tan complejo como ese rostro seco y adusto de su propia voz intelectual.
Resulta curioso que la voz literaria de Sontag evolucionó a través de los años, en una especie de proceso intimista que de alguna manera, traza el arco completo de una biografía y que Moser recoge como un necesario análisis sobre el motivo por el cual, la obsesión de Sontag por escribir es una reinvención de su propia personalidad, la máscara que lleva sobre el rostro para analizar sus ideas más extrañas. Porque Sontag se sabía escritora — o quizás devota de las letras — desde muy niña. Ella misma insistió en que comenzó a escribir por necesidad, antes que por vocación. Un ejercicio solitario y consciente que la llevó a escribir a redactar extensos y minuciosos diarios donde analizó hasta el último aspecto de su vida. Susan siempre asumió lo intelectual como inevitable: sus abigarrados cuadernos de apuntes, muestran a la escritura que despunta como una adolescente de pedantería aterradora. Y no obstante, también tenía un enorme sentido del humor, una visión humorista sobre si misma de la que probablemente no era muy consciente. No obstante, desde entonces Susan se tomaba así misma muy en serio: estaba ansiosa por vivir, por ser Susan Sontag, la mujer que escribía para sí misma, que esbozaba afanosamente en esa obsesiva búsqueda de la identidad a través de la palabra. Ansiosa — necesitaba, debía hacerlo — leerlo todos los libros disponibles, ver todas las películas a su disposición y escuchar todas las obras maestras de la música clásica. Una forma de rebeldía casi elevada para una muchacha de la provincia americana. Y todo lo hacia de manera muy melodromática, llevada por un impulso creativo y desordenado que la vida doméstica era incapaz de contener. Ella misma diría después que ya se sabía “distinta e insoportable” y que sus necesidad de crear y aprender era parte de esa “diferencia inalienable” del yo real que se miraba al espejo — una chica flacucha y pálida, asustada por su propio reflejo — y esa otra Susan, la que crecía a través de las palabras, las que se estaba construyendo lentamente a partir de la experiencia y esa vocación por la lucha interior que ya desde entonces la acompañaba.
Según Moser, Susan Sontag ya consideraba por entonces “imperdonable” el silencio, la indiferencia, esa anodina calma de la América Profunda donde creció, a merced de una educación provinciana y tradicional. En sus diarios, deja claro que “la curiosidad intelectual” lo es todo y que “hay que rebelarse incluso contra el propio espíritu conformista”. Tal vez por ese motivo, nada de lo que lee le parece lo suficientemente bueno, sensible, profundo, estimulante: encuentra fallos imperdonables a La montaña mágica y la escritura de Faulkner en Luz de agosto le parece grosera e incluso vulgar; leyendo a Gide encuentra por fin un alma gemela: “Gide y yo hemos alcanzado una comunión intelectual tan perfecta…”. Y sueña, Susan no sólo con esa comprensión profunda que encuentra en esa correspondencia intelectual, sino algo más profundo, más exquisito, incluso doloroso. Porque al fin de cuentas, Susan continúa creándose así misma, en un ejercicio de imaginación interminable.
Al crecer, Susan conservó el habito de inventarse un personaje de si misma. Lo hace a partir de ese aprendizaje acelerado — debo saberlo todo, quiero saberlo todo — y luego, ese análisis cínico de su propia vida como una experiencia irregular al que no logra encontrar verdadero sentido. Incluso siendo una mujer madura, reconocería que esa primera experiencia de escribir por necesidad — para describirse, para comprenderse — le permitió construirse un rostro reconocible, donde coincidieran la mujer de carne y hueso y esa otra, la que creaba a diario a partir de su ensoñación creativa. Escritora puntillosa, intelectual corrosiva, Susan jamás dejó de cuestionarse, de querer algo más allá de lo evidente. Siempre había un escalón al cual elevarse, una nueva visión de si misma que debía superar. Quizás por eso, sus críticos la acusaron muchas veces de ególatra, de simplemente escribir como un ejercicio de vanidad insuperable. Ella no lo negó jamás pero tampoco dejó de buscar en la sabiduría — con sus cientos de lecturas, su gusto por la música clásica, esa libertad de espíritu que debió ser escandalosa para la conservadora sociedad que la vio crecer — una manera de asumirse real. Años después, muriendo de cáncer, le mostró a su hijo esa visión de si misma tan infantil como frágil: le confesó que “por primera vez en mi vida, no me siento especial”. Un reflejo de la adolescente que miró a la mujer que sería en el futuro con osadía, con temor y quizás con esa inevitable sensación de triunfo amargo que brinda la búsqueda interminable de la identidad.
Porque Susan, era una mujer voraz y Moser la muestra en todo ese apetito desesperado e intelectual que parece abarcar cada estrato de su vida. Lo deja claro en el “Benefactor”, considerada su novela más existencialista, dura y misteriosa. Ella misma insiste más de una vez, que la insatisfacción la había empujado siempre en todos los ámbitos y espacios de su vida y la novela, lo refleja como un espejo. Una percepción angustiosa y ambigua no sólo sobre su intima visión del mundo sino también, de esa percepción dual sobre si misma. La escritora asume su voz literaria como una idea que se crea así misma, que se desgrana progresivamente para elaborar un mundo circunstancial. Nada parece ser real ni mucho menos, claro en medio del debate a viva voz entre lo que Sontag asume individual — la novela se traslada a un plano casi onírico, donde lo que se cuenta parece confundirse con la insistencia de Sontag en asumir lo que vive como un entorno a medio construir. Una historia incompleta.
¿Se comprendió así misma Sontag como una historia incompleta? Después de su muerte, su hijo encontró entre sus papeles y archivos una colección de pequeñas reseñas de lo que ya no podría leer, comprender y escuchar, que Moser incluye como un gran epílogo de su recorrido por su vocación pero también, los terrores que le mantenían aislada y de alguna forma, rota. En lo que parece un panegírico inesperado, brilla esa necesidad de Susan por empujarse más allá del límite, por exigirse una y otra vez, trascender de sus propia frontera entre lo que consideraba esencial y lo que aspiraba a poseer. Asombra que la misma Susan Sontag, a la que más de una vez se le acusó de “hosca y estéril” sea la misma que describió su primera aventura erótica — en esa mezcla de voracidad intelectual y sexual que para ella era el erotismo — a través de una enrevesada lista de obras musicales -Scriabin, Bartók, Shostakóvich- que escuchaban mientras hacían el amor. El éxtasis no puede ser más elevado: Sex with music. So intellectual! Susan Sontag — la mujer — enfrentándose a esa criatura nihilista de su imaginación, a esa voraz criatura que anidaba en su espíritu, tan exigente como indulgente que era ella misma.
Susan murió luego de una larga batalla contra el cáncer — sufrió la enfermedad por primera vez en 1975 y luego volvió a padecerla en el 2004, cuando sucumbió finalmente — y ese dolor silente, tenso, insoportable de la incertidumbre se refleja en sus obras como una ofrenda a su propia angustia existencial. También ese duro capítulo lo incluye Moser en su biografía, como una despedida lenta y exquisita a una larga vida de acelerada necesidad creativa. De nuevo, la escritora lucha contra su terror, ese vacío diametral del espíritu arrasado por la angustia, con su arma más poderosa: la palabra que crea, que la aleja de la muerte o al menos, la consuela de su absoluta pérdida de identidad. Quizás, por ese motivo, su hijo, que la consuela y la conforta, aún la mira como la mujer indestructible que sus palabras crearon a su medida y que de alguna manera, continuaba existiendo a pesar de la fragilidad de la enfermedad, de la cercanía de la muerte. “Mi madre se había visto siempre a sí misma como alguien cuya hambre de verdad era absoluta. Después del diagnóstico el hambre persistió, pero su desesperación no era por la verdad sino por la vida” cuenta David, asombrado por la fortaleza de su madre. Pero tal vez, Susan Sontag sólo hizo lo que mejor sabía hacer: pluma en mano recreó el mundo a su mundo, sin aceptar el destino común, la fatalidad de desaparecer. De manera que continuó escribiendo, siguió leyendo, investigando, soñando, creando, incluso en los últimos momentos. Continuó luchando a brazo partido contra la zozobra, como lo hizo tantas veces desde la página. Finalmente, muy cerca de la muerte, pareció rendirse. “Quiero decirte…” cuenta David que fueron sus últimas palabras. Y sorprende, imaginar que quizás sus últimas palabras, resuman una vida brillante, llena de la belleza del deseo y de la insatisfacción: quizás Susan Sontag volvió entonces a cuestionarse de nuevo, por última vez y vislumbrar, a medio camino entre el dolor y la ceguera del último pensamiento, su incombustible deseo de crear.