Crónicas de la lectora devota:
Station Eleven de Emily St. John Mandel
El científico Zoltán Galántai (Hungría — 1954) ha teorizado durante buena parte de su vida acerca de la distopía. O mejor dicho, de la posibilidad pesimista del futuro. Una y otra vez Galántai reflexiona acerca del hecho de la existencia — la versión del bien y del mal, la incertidumbre de lo desconocido y en especial, la concepción sobre la identidad — como una serie de elementos hipotéticos que se basan en la percepción del hombre acerca de lo incierto. Y en especial, la forma en que eso afecta al futuro. El hecho de especular en todo tipo de posibilidades y razones, más allá del tiempo y la creación del futuro a partir de teoremas más o menos lógicos, que casi siempre apuntan a tragedias considerables. En resumen, somos lo que imaginamos y más allá de eso, lo que podemos concebir de manera coherente como percepción de nuestro entorno está destinado al desastre o a la destrucción. Desde una hipótesis semejante, todo lo humano se encamina casi de manera indefectible a desaparecer. En uno de sus artículos más conocidos, Galántai se pregunta directamente qué puede sobrevivir al destino de la civilización. A la percepción de la humanidad como parte de un escenario a punto de derrumbarse casi de manera indefectible.
Al otro extremo de las creencias, el filósofo ocultista Robert Fludd (Reino unido 1574–1637) llegó a intentar descifrar lo que está destinado a sobrevivir la historia. En buena parte de sus escritos y tratados, insiste en que lo único que sobrevivirá al caos, es “la inspiración por la esperanza”. Lo que viene a significar que quizás es lo que nuestra civilización ha creado, lo que termine por ser el real elemento cultural destinado a sobrevivir, incluso a un apocalipsis total. La idea coincide y completa varios postulados del escritor Arthur C. Clark, que insistió que la tecnología, el arte y el pensamiento eran la única posibilidad de trascendencia. En más de una ocasión, el escritor tomó algunas ideas de Fludd y las incorporó a sus relatos. Las grandes preguntas sobre que valora nuestra civilización o lo que encumbra como valioso, permitió a Clarke reflexionar sobre el tiempo, la vanidad moderna e incluso, sus pesares más urgentes. Lo mismo que Ray Bradbury, que imagino una civilización bajo control totalitario en la que el mayor tesoro eran los libros. La idea analiza el hecho que la cultura, es capaz de reconocer su valor y poder, a través de sus grandes obras y la persistente convicción sobre el bien.
Isaac Asimov (Petróvichi, Rusia, 1920 — Brooklyn, Nueva York, 1992) también lo creía. En su colosal Saga Fundaciones, el autor imaginó a la galaxia como un terreno inexplorado en la que el único valor real es el conocimiento, el arte y la obra humana. A mitad de camino entre el asombro mágico y la anuencia de lo ponderable de lo científico a través de la curiosidad, el escritor adjudicó un valor considerable a la capacidad creativa. En los mundos de Asimov, la belleza se asimila a través de la tecnología y de la misma manera que para el astrofísico ruso Nikolái Kardashov — que creó la escala de Kardashov como método para medir el grado de evolución tecnológica — asume el hecho del bien que puede crearse. O lo que es lo mismo, una mirada hacia lo que somos como parte de la interpretación sensible de la identidad colectiva, vinculada con el arte y el poder de la imaginación. Para Asimov, la “psicohistoria” es una percepción sobre la realidad que va desde la tecnología al tiempo y la osadía del impulso para crear. Por tanto, el comportamiento de la cultura y sociedad puede ser predecible a través de sus actos, lo que convierte a la ciencia ficción en un manifiesto extraordinario y de un enorme valor como documento intelectual y artístico.
Por todo lo anterior, uno de los elementos más llamativos del libro Station Eleven de Emily St. John Mandel, publicado en 2014, es la búsqueda de la belleza. Una, que se lleva a cabo en medio de una debacle mundial que devastó la civilización. La distopía imaginada por el libro se mueve en el terreno que tantas otras: de pronto, la vida tal y como la conocemos, termina por derrumbarse y convertirse en una compleja interconexión de pequeñas y angustiosas imágenes sobre la desolación. En Station Eleven, el apocalipsis ya ha ocurrido. Además de eso, socavó los espacios de la conexión humana acerca de la identidad y en especial, de su pertenencia con respecto a la sociedad a la manera de un pacto colectivo de esperanza. No hay un futuro que imaginar, tampoco un pasado al cual volver. De modo que la novela transcurre en un espacio en el que el presente lo es todo. Uno en que la supervivencia se relaciona con la capacidad para mantenerse con vida, a pesar de las condiciones cada vez más duras y violentas.
En medio de un escenario semejante, la narración podría hacer énfasis en la necesidad de encontrar un punto que permita la supervivencia en su versión más primitiva. En lograr que cada día, vivir se convierta en un elemento relacionado con la capacidad biológica del cuerpo para luchar contra el dolor, la enfermedad y las heridas. Sin embargo, la historia de Mandel está mucho más interesada en recorrer caminos poco comunes sobre escenarios catastróficos, apocalípticos o en los que la devastación total tiene una preponderancia considerable. Mandel se hace de inmediato una pregunta necesaria ¿por qué sobrevivimos? Pero la respuesta abarca mucho más que lo inmediato. Y de hecho, su alcance es tan profundo que la novela se extiende hacia escenarios formidables, conmovedores y al final, tan poderosos como para construir una versión sobre la identidad contemporánea — con sus dolores, angustias y terrores — vinculados a algo más profundo de lo que se muestra a primera vista. Station Eleven es una novela sobre lo que ocurre después de una catástrofe mundial, pero también, de lo que sostiene a los sobrevivientes y lo que puede significar lo trascendental en medio de un hecho brutal como la destrucción del mundo.
Para los personajes de la escritora, la tragedia — que se extiende a todos los lugares y espacios que el hombre habitó y transformó — es una forma de comprender los límites de la naturaleza humana. Y esa frontera, se extiende a través de lo artístico. Más allá de eso, la narración se cuestiona acerca de qué nos hace humanos, incluso en las peores circunstancias. En la narración, la respuesta proviene del arte. La profundidad de la evidencia artística, su cualidad para magnificar y sublimar el concepto sobre la razón y el paso del hombre por la historia. De hecho, Mandel imagina un apocalipsis en que “antes” y el “después” de un suceso catastrófico son subversiones a la cualidad de la narración distópica. En realidad, se trata de una mirada a lo que se convirtió en un punto de importancia y valor en medio del sufrimiento colectivo. En más de una ocasión, los personajes se hacen preguntas existenciales sobre un esencial elemento redentor. Es esa redención que se trata de encontrar en mitad de los escombros, lo que hace de la novela un recorrido por espacios poco habituales en las narraciones de ciencia ficción.
De la misma manera que en Fahrenheit 451 (1953) de Ray Bradbury, el mundo imaginado por Mandel sucumbió a la destrucción. Y el tesoro que se conserva es el conocimiento, los libros, las grandes expresiones estéticas. Pero en lugar de ser un secreto peligroso en medio un sistema tiránico, el arte en Station Eleven no solo salva, sino que además, sostiene la convicción que lo humano — lo trascendental y lo sensible — sobrevive a cualquier precio. Se trata de una premisa que atraviesa los usuales postulados de la ciencia ficción para hacerse preguntas dolorosas y hermosas sobre el poder de lo creado por manos humanas y el sentido poderoso que le podemos conferir.
Para Mandel, lo artístico, en todas sus expresiones y profundidad, es una búsqueda consciente sobre lo esencial del ser humano, la civilización y la cualidad del bien, como parte de algo más ideal. El elemento que propicia la caída de la civilización nace y se muestra, es un sufrimiento perpetuo. Pero lo más hermoso, insistente y ambicioso, es la razón por la que se sostiene la supervivencia. El viaje a través de un mundo colapsado, lleva lo artístico como sostén, la condición humana con estandarte y al final, el poder de la sensibilidad de la razón — esa cualidad misteriosa que nos hace sostener la identidad y el horror — como punta de lanza hacia el futuro, imprevisible y voraz en medio de la desazón.
Station Eleven enaltece la cualidad de tenaz supervivencia de lo que consideramos valioso. Cada uno de los personajes, enaltece la idea sobre la condición de lo arcádico (esa cualidad de búsqueda y conservación de lo poderoso en estado natural), que a su vez, ensambla una concepción sobre lo que el ser humano construye para conocerse a sí mismo. Esa herencia, la que sobrevive al caos, la que recuerda que aunque la muerte está en todas partes — y el libro se encarga de recordarlo -, el arte y la belleza intrínseca del arte por el arte, es un fenómeno de supervivencia en sí mismo. En la historia de Mandel, el arte pierde su condición de hecho de las élites o de su recorrido estructural y social hacia la memoria conjuntiva. Se convierte en un tono que une, sostiene, consuela, recuerda a los muertos y de hecho, es la condición de la vida que se impone en medio del miedo.
En Station Eleven, desde un cómic hasta La Biblia, son partes de algo más enigmático, que se traduce a través de la necesidad de conservar lo esencial de la conciencia. La escritora lo logra al repensar la idea del individuo en medio de una catástrofe colectiva que se vincula con algo mayor y más elaborado. El resultado es una revisión de los conceptos esenciales del libro, pero llevados a un nuevo y asombroso nivel. Station Eleven pondera sobre el fin del mundo tal y como lo conocemos. Pero también, sostiene a cuestas, la versión de la realidad que se reconstruye bajo la premisa de lo que nace bajo el desastre y el dolor. Desde el punto de vista de un mundo postpandémico, la novela parece mucho más pertinente. Incluso en exceso concentrado en el discurso sobre la disolución de lo que conocemos como realidad, sustituida por otra y reconstruida bajo la condición de la belleza.
Pero Station Eleven va más allá de sus paralelismos — posibles e inevitables — con la emergencia sanitaria actual. ¿Qué nos hace aferrarnos a lo que amamos y nos enaltece, incluso con la posibilidad de la destrucción a cuestas? El libro mira al otro lado del miedo desde su cualidad sensible, pero a la vez, añade el elemento de la vida que se sostiene a pesar de las sacudidas de lo temible. La vida — o el concepto que tenemos sobre ella — se hace más compleja y poderosa, a medida que esta experiencia nueva sobre el apocalipsis abre espacios para el debate por completo inédito. Hay cambios de grupos étnicos y gentilicios del libro a la adaptación, pero eso no impide que el tema principal siga siendo el poder de la belleza. El misterio dentro del misterio del ser humano como motor central de su historia.
La muerte está en todas partes, pero también la búsqueda de una raíz sobre por qué el arte es importante. Para todos y en todas las formas. Desde la sinfonía itinerante, hasta la frase que resume la percepción del paso hacia la incertidumbre: No basta sobrevivir. La novela encuentra el modo de dotar al apocalipsis de un inusitado significado humanista, ferviente y doloroso, que resulta enaltecedor. Hay una idea sobre el poder potente y reformador de la obra artística, que asombra por su sencillez y profunda capacidad para conmover. El arte es la vida. La vida sin duda, es lo artístico. Incluso después de una tragedia inimaginable. De sus consecuencias, de la oscuridad y al final, los pequeños y grandes estratos de la búsqueda de un significado, en medio de la oscuridad. Y ese quizás, el punto más resaltante de una novela en la que el paisaje humano se hace más potente a medida que descubre sus secretos. El mundo puede haber acabado, pero el rastro de lo humano, de las infinitas posibilidades del consuelo, siguen en medio del tiempo. Sin duda, el punto más extraordinario de una historia inolvidable.