Crónicas de la lectora devota:

Earthlings de Sayaka Murata

Aglaia Berlutti
8 min readOct 16, 2020

A la cultura asiática, a menudo se le acusa de estar obsesionada con el comportamiento de la mujer, lo cual podría traducirse en una mirada sobre el individuo como parte de rígidos preceptos morales. Ya Banana Yoshimoto había analizado el tema de manera tangencial en su novela Kitchen, en la que su heroína es una mujer en medio de una transición emocional, que oculta lo mejor que puede sus sentimientos, a la manera y a la forma en que las costumbres niponas lo exige. La historia, contada con una fría distancia y una perenne sensación de irrealidad, se convirtió en un éxito de ventas y público, que mostró una dimensión poco frecuente sobre la introspección y el dolor espiritual en una sociedad especialmente represiva.

De una manera mucho más amarga y dolorosa, la escritora Natsuo Kirino meditó sobre la forma en que Japón comprende lo femenino en su inquietante novela Grotesco, en la que la belleza, la rivalidad, el miedo y la exclusión crean una historia tan inquietante como venenosa. Para Kirino el amor es un riesgo y también, un tipo de control, lo que convierte a sus personajes en piezas de un complicado y retorcido juego de poder. A diferencia de Banana Yoshimoto, la escritora encontró en un tipo de horror sugerido, la forma de describir la tensión de contexto — la insinuación de la violencia — que de una forma u otra, define a la cultura en la que nació y creció. El resultado es una novela ambiciosa, extraña y dolorosa que muestra a la mujer japonesa desde una crueldad inusitada.

Entre ambas visiones, la escritora Sayaka Murata crea en su novela Earthlings, una versión de la realidad desconcertante, durísima y poderosa, que abarca ambas concepciones y a la que añade, una construcción elaborada sobre un tipo de mal sugerido, relacionada con el miedo, la sumisión y las heridas emocionales que no llegan a sanar del todo. Para la escritora, la noción sobre el miedo y la distancia emocional que su cultura exige, sólo es una capa superficial de algo mucho más destructor, que muestra en trozos de información sobre los que se sostiene una narración brillante y angustiosa.

Se trata de un recorrido doloroso que comienza desde la idea primordial que el personaje principal de la narración Natsuki, debe de alguna u otra forma, vincular su vida a la realidad, luego de vivir un evento traumático de considerables dimensiones. La alegoría de la violencia se transforma en algo mucho mucho más elaborado y además, se sostiene sobre la ruptura de la personalidad de Natsuki, que asimila una agresión sexual como una grieta intelectual y moral que le resulta insuperable. De modo que la niña que fue — y que la experiencia encapsuló en una herida psicológica profunda — se convierte en el punto de partida, para la mujer que será de adulta. De hecho, el personaje nunca llega a madurar: cristalizada en el miedo, la repugnancia y al final, la deshumanización de la violación, Natsuki se convertirá en un espectro, abrumado por la percepción que su existencia se derrumbó en algún punto de su infancia y que es incapaz de vencer esa idea por medios racionales.

Y no lo hace: el trauma marca la vida de Natsuki en formas irremediables, amplias e incurables. Dos décadas después, es una mujer presionada por su familia para contraer matrimonio y seguir una vida normal. Pero el personaje, fracturado entre los recuerdos de lo que vivió y su incapacidad para superarlo, no puede avanzar más allá de los espacios que delimitó la violencia sexual que sufrió y que aun, son un secreto que lleva a todas partes como una carga pesarosa. Natsuki no llegó a madurar, no se comprende como una adulta. Se mira al espejo y sólo fue a la niña que fue golpeada y humillada a los nueve años de edad. “Es como no existir, porque moriste hace tanto tiempo que es imposible recordarlo” dice con una serena frialdad que resulta angustiosa. Más aun, cuando todos los miembros de su familia parecen decididos a ignorar que sin duda, Natsuki sufre y poco a poco, se consume en medio de un paisaje mental de aterradora frialdad. Murata toma la formula de Banana Yoshimoto para describir la soledad y describe escenas surreales, en que la pesadilla y la realidad se combinan para sustentar la forma en que el sufrimiento aplasta al personaje. También hay mucho de Natsuo Kirino, al momento de mirar la violencia sutil que la sumisión cultural exige “¿Por qué sólo no obedeces, te casas, tienes hijos?” le gruta a Natsuki su hermana menor “¿Tan insoportable es ser sólo una mujer normal. Porque eso es lo que eres”.

La normalidad es un punto doloroso y recurrente en la novela de Murata, tanto como para que se transforme en un punto de inflexión en sus personajes: Natsuki fue una niña corriente hasta que sufrió abuso sexual y a partir de allí, su vida se desmoronó hasta convertir su desarrollo psíquico y emocional en un espacio sin forma con el que no sabe cómo lidiar. En especial, porque el trauma también conlleva que su sexualidad es una parte disociada de su personalidad. Para el personaje, el amor y el sexo nunca van de la mano, lo que hace que la posibilidad de matrimonio sea incluso más dolorosa. “Un hombre es el monstruo que habita en mi mente, es el lugar del que procede toda la oscuridad. ¿Debo entregar mi destino a otro para poder ser libre?” Natsuki llora, con la cabeza apretada contra las almohadas por las noches, cuando nadie puede escucharla. También vomita en la librería que trabaja cuando nadie puede verla. El resto del día, es una mujer que sonríe, que lleva vestidos casi infantiles y zapatos de hebilla. “Creo que nunca abandoné el último día de mi vida” escribe en el diario que escribe a escondidas.

Pero además del temor a la vida adulta, Natsuki también padece de una desconexión parcial con la realidad, que se materializa en su relación extravagante con uno de sus juguetes de la infancia: buenas partes de las noches que pasa en vela — y en un intento por evitar contar a sus padres qué ocurre — cuenta sus dolores a un erizo de felpa, que atesora desde que recuerde. De hecho, es el objeto lo que supone un punto de equilibrio en su vida, ya sea porque le proporciona paz o porque le permite finalmente, poner en palabra los terrores que le aquejan. No obstante, poco a poco, el muñeco se transforma en el sustituto de cualquier tipo de comunicación y en especial, una forma de evadir la necesidad cada vez más urgente de expresar el sufrimiento que la aplasta y la consume cada vez con mayor rapidez. Es al muñeco, a quien cuenta el asco que le produce su cuerpo, el miedo que siente hacia cualquier contacto físico, y sobre todo, al único que confiesa noche a noche en obsesiva letanía, lo que vivió: “Antes de darme cuenta, había dejado mi cuerpo y estaba mirando desde el techo al Sr. Igasaki sosteniendo mi cabeza. Vaya, debo haber convocado un poder mágico súper fuerte” explica, para tratar de brindar sentido a la sensación que toda la experiencia ocurrió en algún punto fuera de su cuerpo. Murata describe y elabora el trauma desde la despersonalización y resulta asombrosa la manera, en que logra conectar los horrores que se sugieren — muy pocos — con el comportamiento de Natsuki, único indicio de la herida abierta en su psiquis y su incapacidad para superarlo.

La narración de Natsuki es poderosa, extraña y ambivalente: Murata dota a su personaje de una voz convincente que aborda la realidad desde puntos de vista distintos y lo hace, con una destreza que brinda a la novela una singular dualidad. Por momentos, narra su vida cotidiana, el terror al cuerpo cada vez más delgado, las menstruaciones tan dolorosas que apenas puede soportarlo, sólo para después, transcribir sus conversaciones animadas con el muñeco de felpa, un amigo imaginario que en la adultez, es mucho más importante para el personaje que cualquiera de sus familiares o los escasos amigos que han logrado superar la distancia emocional que se obliga a mantener.

No obstante, Natsuki sufre la presión social y cultural de un japon que la escritora describe desde su reverso oscuro. La cultura es un peso, un enemigo solapado e insoportable que se hace cada vez más irrespirable. Finalmente, asume que deberá contraer matrimonio, si quiere liberarse de una familia cada vez más cruel y en especial, aspirar a una libertad adulta que comienza a comprender con una aspiración más allá del trauma. Es el momento en que Murata utiliza sus mejores armas narrativas y transforma la novela, en una lóbrega fábula sobre el amor, el miedo y los horrores psicólogicos: Natsuki está convencida que jamás podrá crecer, que será la niña que habita en su mente, de modo que finalmente se refugia en una fantasía delirante. Se convence que en realidad no es una mujer herida, sino una alienígena incapaz de dar amor o en todo caso, de aceptar recibirlo.

A medida que la presión de su madre cruel aumenta y la necesidad de contraer matrimonio es inevitable, la idea sobre su cualidad inhumana se hace más cercana “He venido sólo para comprobar que hay espacios rotos en mi interior que ni un viaje a través de las estrellas, puede curar del todo” escribe. Cada vez más aturdida, termina por admitir que necesita asumir el riesgo de fingir que pertenece al mundo que le rodea: de modo que busca en línea a un hombre “fuera del mundo, que sepa que este planeta no es el suyo” . Y lo consigue: Natsuki termina por encontrar a Tomoya, un hombre traumatizado por una infancia violenta, que no sólo confirma sus teorías, sino que a la vez, insiste en que tampoco es nativo de la tierra. “Me acogió un mundo que no comprendo” dice y las largas conversaciones en línea, se convierten en la manera en que la escritora narra el miedo, una percepción de irrealidad de dos excluidos por la sociedad, de un hombre y una mujer, atrapados en la infancia emocional por la violencia y el miedo.

Y mientras Murata describe lo ocurrido con Natsuki desde la periferia, con Tomoya es mucho más complicado entender la raíz de la crueldad que sufrió siendo niño, porque al final, es lo que considera normal. Los bofetones, las humillaciones, las palizas, son las formas en que sus padres “le demostraron amor”, de modo que sólo asume que jamás llegó a comprende qué ocurría porque no es un ser humano por completo. Murata analiza el tema desde un hilo narrativo aterrador, en que la joven pareja decide contraer matrimonio “para volver al tiempo en que quizás, si eramos seres humanos”. Ambos contraen matrimonio pero renuncian a su sexualidad, se asumen como criaturas de otro mundo, incapaces de pertenecer al que ahora viven.

La novela avanza entonces en terreno desconocido y pronto, hay una ruptura dramática de considerable violencia, que termina por desmontar la fantasía de Natsuki y sacudir el mundo de Tomoya. Pero mientras la novela avanza en medio de sus vidas incompletas, extravagantes, cada vez más alejados de todo lo que les rodea, en un espacio vital que construyen a fuerza de recuerdos deformados por el dolor, el argumento se hace más retorcido, angustioso y tétrico. Murata mira el trauma y lo hace desde una distancia inexpresiva y una ingenuidad infantil, que en ocasiones no funciona del todo y se hace cada vez más insoportable a medida que la novela se hace más existencialista, dura y por último, puro sufrimiento traducido en escenas cada vez más tétricas. Al final, la confusión entre los sueños, los deseos, el miedo y la búsqueda de identidad se derrumba en algo más oscuro: una perspectiva tenebrosa sobre la humanidad, la alienación y el trauma. Todo bajo la engañosa superficie de un inocente juego de evasión.

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Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión. Desobediente por afición. Escribo en @Hipertextual @ElEstimulo @ElNacionalweb @PopconCine