Crónicas de la lectora devota
Hopper y el fin del mundo de Fedosy Santaella
En la literatura, el fin del mundo ha sido descrito en cientos de formas distintas. Desde el suceso inevitable hasta el asombroso, pasando por el mítico, el religioso y al final, el terrorífico. En todas las épocas, los escritores se han afanado por analizar qué ocurrirá el último día de la especie humana. O en el mejor de los casos en el declive de la civilización y la estructura cultural tal y como la conocen. A la manera de símbolos que reflexionan sobre el temor, la esperanza y la deshumanización, los elementos inevitables del apocalipsis literario suelen crear una estructura de múltiples dimensiones para redactar hechos y recorridos emocionales parecidos. Al final, el gran temor a la disolución definitiva forma parte de todas las culturas, todos los sistemas de fe y creencia, incluso las más íntimas pesadillas.
“Sobreviví para ver el mundo caer” escribía Mary Shelley en enero de 1826. Su esposo y todo su círculo de amigos había muerto en menos de cuatro años. Se encontraba también, a pocos meses de publicarse la que sería su segunda obra. Una en la que definitivamente la escritora mostraría toda su ambiciosa versión sobre un mundo en escombros intelectuales, sobreviviente a medias de una colosal hecatombe filosófica. El Dios judeocristiano acababa de morir, la posibilidad del error teológico era muy clara y la ciencia comenzaba a ocupar el espacio de la incertidumbre. Shelley, que llevaba casi medio lustro de escritura de una historia temible, dolorosa y crítica sobre el fin de los tiempos, supo que era el momento idóneo para su publicación. “¿Puede acaecer el Apocalipsis? No hay mejor momento para que ocurra” escribió, enfurecida a su editor en Lackington, Hughes, Harding, Mavor & Jones, según recopila la edición de The Cambridge Companion to Mary Shelley dedicado a la autora. “Y si la posibilidad es de muerte, narraré como mejor pueda la caída a la oscuridad”. Seis meses después de escribir una frase semejante, se publicaba el El último hombre, la segunda novela de Shelley y esta vez, la escritora estaba decidida a mostrar el horror del mundo arrasado por el hombre de la manera en que mejor sabía hacerlo: un tránsito entre la metáfora y algo más duro de asimilar.
En 1842, Edgar Allan Poe publicó el cuento La máscara de la Muerte Roja, cuando ya sufría de alucinaciones y terrores sobre la muerte. Buena parte de los lectores se aterrorizaron por el hecho que el escritor no solo contaba una historia capaz de sacudir los cimientos de lo que se consideraba temible, sino que le otorgaba un lustre sobrenatural y casi humano al viejo enemigo de la muerte. Mucho más, al final definitivo y temible de la civilización bajo la premisa de la enfermedad incurable contra la que solo podía lucharse contra el aislamiento.
En 1912, el escritor Jack London combinó la visión de Poe y la de Shelley en el argumento de la novela La peste escarlata. Para London fue un ejercicio de estilo que transformó los temores de la época en algo más elaborado que una simple lucha contra la enfermedad o la posibilidad de la supervivencia. Se trata además de una connotación de profunda importancia sobre el hecho del ser humano como el propio de testigo de sus vicisitudes y también, como la principal víctima de sus errores. London imaginó el capitalismo industrial que se extendía alrededor del mundo como una epidemia tan abrasiva como una biológica.
Cuando Albert Camus comenzó a escribir su novela La Peste, la Segunda Guerra Mundial se encontraba en pleno apogeo. Y quizás por ese motivo, esta nueva forma de escenificar los horrores que se esconden en las enfermedades los dolores y las pérdidas, sea por completo novedosa. A diferencia de cualquiera de las novelas que les precedieron, Camus narró un mundo sin chivos expiatorios ni tampoco culpables directos. La guerra y la muerte era una sinrazón, una percepción sin norte ni definición que abarcaba todo lo que tenemos y todo lo que podía ocurrir en un escenario devastado y catastrófico al que difícilmente se podría sobrevivir.
El escritor venezolano Fedosy Santaella (Puerto Cabello — 1970), imagina el apocalipsis moderno en Hooper y el fin del mundo, una novela fractal o mejor dicho, una composición acelerada, distópica y emocional sobre el mítico final de los tiempos. Pero al contrario de lo que podría suponerse en medio de una emergencia sanitaria como la de la gran pandemia del siglo XXI, Santaella no recurre a lo evidente para narrar el vacío. De hecho, su aproximación es sensible, por momentos tortuosa, pero al final, levemente perversa sobre ese espacio más allá de lo que conocemos como la vida corriente. Uno de los puntos más altos de Hooper y el fin del mundo, es que la transición hacia la disolución absoluta ocurre en el extrarradio, se entremezcla con la percepción del silencio y los pequeños horrores puertas adentro. Se trata de una experiencia inmersiva que va entre personajes, situaciones y escenas para contar lo inevitable como un hecho oscuro que se desliza a través de horrores retorcidos.
Cada uno de sus capítulos, son reflexiones sobre la forma en que el hombre mira a la muerte como una posibilidad innegable. En cada oportunidad, la llegada de la gran tragedia, marca un antes y un después del que no nadie puede escapar. Y aunque el fatalismo es para Santaella una descripción dolorosa sobre el desarraigo, la novela tiende a rozar la sensación que el gran cataclismo es una ausencia. Que la supervivencia es una ilusión y la pérdida de todo sentido del ayer y el después, es una nota rota en mitad de pequeños fragmentos de información desperdigados en una narración inquietante.
En Hopper y el fin del mundo narra lo que acaece en una grieta ciega de la realidad. Santaella no está interesado en describir un mal colosal e indescriptible, que finalmente terminará arrasando a todos los personajes, de la misma manera que al resto del mundo. Su mirada se enfoca en momentos, conversaciones, en camas deshechas, en escapes en vehículos cubiertos de cenizas, en cuerpos llenos de heridas. Cada imagen es tan seductora como dolorosa. El escritor está empeñado en transcribir el apocalipsis. En construir una percepción sobre un evento a escala terrorífica desde sus silencios. De hecho, gran parte de la narración es corta, sucinta y recuerda quizás por referencia irremediable a The Road de Cormac McCarthy, en la que la prosa dura y seca, narra a partes una destrucción violenta que se sostiene sobre el desasosiego.
Pero Santaella recurre a la sensación de desilusión, a los espacios reconvertidos en escenarios de pequeñas estructuras de una melancolía angustiosa, teñida de sangre invisible. La novela no contempla el final como una revisión al pesimismo. Santaella intenta humanizar el horror. La muerte tan cerca y la posibilidad de la redención como una forma de construcción intelectual.
Por supuesto, la mención al pintor Edward Hopper en el título de la novela, tiene cumplida cuenta en medio de este recorrido por el extrarradio de lo inimaginable. Santaella establece un inevitable paralelismo entre esta narración a escenas de la nada que circunda a sus personajes, con los extremos silenciosos y levemente tenebrosos del pintor. Allí en dónde la novela necesita relatar historias y analizar el final como un hecho que acaece y no solamente se construye a través del dolor, la historia puede comprender al artista que narró la gran soledad norteamericana a través de paisajes vacíos. La ficción se nutre de esa concepción y de hecho, buena parte de las escenas, son estructuras derruidas por un tipo de soledad inabarcable.
Un recorrido hacia algo más duro de asimilar a primera vista: un objeto misterioso en mitad de un paisaje común. Hopper y el fin del mundo, está llena de insinuaciones a lo escalofriante, lo bello y lo perverso de un mundo muerto. El sonido del viento, puertas que se cierran, las conversaciones entre referencias a la ciencia ficción pura, son ecos a una caja de resonancia mayor que integra la idea de la reconstrucción del tiempo y la identidad a una fugacidad escalofriante. Nada existe, nada es real, todo flota en medio de escombros, las líneas se disuelven, la vida y la muerte son la misma cosa.
Y aunque es evidente que cada decisión en la obra obedece a una estructura formal, es notorio cierto desorden interior que evade explicaciones sencillas. ¿Trata de narrar Santaella la pérdida de orden, sentido y sustancia de lo que somos y hacia dónde nos dirigimos? El apocalipsis del escritor es casi incómodo en su neutralidad. No hay juicios morales, políticos o religiosos. Tampoco explicaciones sobre la destrucción, las calles arrasadas o un comienzo formal (no de manera directa) de una circunstancia que terminó por extenderse en todas direcciones como una ráfaga destructiva. Lo que la novela narra con una precisión dolorosa, es el después, la aflicción de todas las ausencias y terrores mínimos. Los cuadros vacíos en los que los personajes observan hacia el mundo sin entender bien que ha ocurrido, como han sobrevivido o en todo caso, que significa en mitad de un sufrimiento silencioso, esa esquiva y accidentada decisión de vivir en un tiempo fuera del tiempo.
Al final, Hopper y el fin del mundo no está interesada en resultar comprensible. O en todo caso, en contar una única historia. Como otros tantos narradores del final a través de la historia, Santaella comprende el valor de los silencios, de las pérdidas y de lo inquietante que sostiene en la ausencia de las explicaciones. En lo que calma y a la vez, destroza la realidad en mil espacios frágiles destinados a derrumbarse en la derrota. En Hopper y el fin del mundo, todo lo que acaece a la realidad acabó, pero el hombre en toda su frágil y procaz necesidad de supervivencia, lo recorre sin saberlo. Quizás el punto más escalofriante y temible de una novela que relata la destrucción desde las cenizas.