Crónicas de la lectora devota:

“Inland” de Téa Obreht

Aglaia Berlutti
8 min readAug 23, 2019

Se suele creer que el realismo mágico es un patrimonio en esencia latinoamericano y de hecho, la percepción sobre el género tiene algo de la exuberancia caribeña de Cien años de Soledad de Gabriel García Márquez o la triste belleza de Pedro Páramo de Juan Rulfo. No obstante, la primera novela de la escritora serbia Téa Obreht The Tiger’s Wife demostró hace seis años, que la belleza surrealista del arte de narrar desde la magia florece también fuera del continente con que se le identifica. La historia — surrealista, frutal y extravagante — es una combinación de cuentos populares y relatos de fantasmas que envuelven a varias generaciones de una familia. Un largo y hermoso recorrido a través de décadas de secretos domésticos y que entremezcla lo esotérico con lo emocional. Al final, el libro es toda una lección de estilo y bella, que demostró que Téa Obreht era una escritora con toda la convicción — y el talento — de crear una particular concepción de lo extraño a través de una prosa limpia y mordaz.

Para su segunda aventura literaria, hay algo de esa extraña reminiscencia sobre lo misterioso y el poder de los enigmas, pero bajo un cariz por completo nuevo. Inland es una novela que se construye desde la hipótesis de la rudeza: Obreht decidió transformar la ternura frutal y salvaje de su versión de lo surreal, en una mirada áspera sobre el entorno de sus personajes. Además, el escenario es por completo distinto y sin duda inesperado: el salvaje oeste, pero desde una perspectiva tan asombrosa que por momentos parece un lugar al extrarradio y atemporal imposible de identificar. Una característica que comparte el personaje principal de Obreht, un huérfano solitario que debe valerse por sí mismo. Bautizada con el inverosímil nombre de Lurie Mattie, viaja por un mundo árido y violento, enfrentando no sólo su condición de marginado sino una capacidad extravagante que de pronto, es el hilo conductor de la novela debut de Obreht e Inland, Lurie puede ver a los muertos. La escritora detalla la peculiar capacidad de su personaje desde las primeras páginas y lo hace con una sinceridad sencilla. De la misma forma que Kafka habló sobre un hombre cualquiera que despertó convertido en un insecto, Obreht cuenta sobre la sensibilidad de Lurie, que cabalga bajo el sol rodeado de las almas de los difuntos.

Pero Lurie no es un héroe trágico ni mucho menos. Primero ladrón y después asesino, escapa de un comisario que al mejor estilo de un personaje de Víctor Hugo, le persigue sin tregua ni pausa a través de las estepas rocosas y los valles desérticos. El personaje en realidad, es un buscavidas violento que también se sobrevive a sí mismo y lo hace con una premura angustiosa muy cercana a un primitivo instinto de supervivencia. Además, su historia está enlazada a Nora Lark, una viuda que a principios de 1890 debe enfrentar el asedio de los hombres que le rodean, la soledad de su vida austera y por supuesto, el misterio de la desaparición de su marido. Los tres personajes no sólo confluyen en una rara paradoja que se enlaza tiempo, espacio y una serie de situaciones enfermizas en un argumento cada vez más complicado que tiene un parecido inquietante con un peligroso laberinto. Cualquiera de ellos, está al borde mismo de la realidad, del miedo y lo angustioso. Y sobre ellos, pende la posibilidad del desastre. La combinación — que Obreht hila con una prosa seca, directa y que recuerda a ese gran maestro de la sencillez como lo es Cormac MCcarthy — crea un atmósfera enrarecida y pendenciera, a mitad de camino entre un relato paranormal — que lo es por momentos — y algo más elaborado y seductor.

Por supuesto, lo más asombroso de la novela es la peculiar capacidad de Lurie, que Obreht elabora desde una comunión entre lo asombroso, la maravilla por lo inesperado y un toque macabro que lo convierte en el anuncio de una pesadilla. Mientras Lurie dicta su historia a lomos de su camello Burke, la novela florece a su alrededor y también, la posibilidad del espacio que le separa de la vida y de la muerte. El personaje se convierte en un puente entre la realidad y el extrarradio tenebroso, que le rodea como una cúpula siniestra que le separa de todo lo demás. La historia se desgrana a través de la muerte: a medida que Lurie asesina — o en el mejor de los casos, alguien fallece a su alrededor — su extrañísimo don se convierte en un lenguaje por derecho propio. Experimenta no sólo la disolución de la conciencia como “una línea entrecruzada entre el ayer y algo que no puedo señalar con el dedo” y después “este sentimiento extraño en los bordes de mí mismo: este deseo”. Por el momento, es difícil saber si Lurie es poseído por los espíritus que le rodean o se trata de un mero testigo de lo que ocurre a su alrededor, pero cualquiera sea el caso, los muertos forman parte de la comitiva que le sigue a todas partes. Sobre todo, uno que le confiesa que murió al caer en busca de agua.

Pero Lurie no escucha a ninguno. O al menos, no lo hará hasta tropezar con Nora, quien está convencida que su esposo no regresará, pero que de alguna u otra forma “se hará escuchar”. También es una mujer peculiar: luego de barrer los suelos de tierra, llorar al ausente y cocinar para sus hijos, se tiende junto a la invisible presencia de su hija fallecida, Evelyn, con quien “conversa” y quién es sin duda, su mejor consejera. No se trata de un comportamiento extraño ni mucho menos: Josie, la primera del en apariencia fallecido esposo, vive con ella y es la médium local. Para esta última, todo es claro: los muertos tienen sus designios. Y son las almas errantes, las que llevarán al hombre “que escucha a los que tienen algo que decir” hasta la misma puerta de la casa de Nora.

Por supuesto, en un escenario semejante, todo resulta inquietante, tenso e irrespirable. Con un aire indudable a Juan Rulfo, lo fúnebre se entremezcla con la dureza simple de un estilo de vida cada vez más peligroso. Porque Lurie debe huir de su tenaz perseguidor, de la ley que reclama su cabeza, de los fantasmas. Nora, una mujer solitaria en mitad de un mundo agresivo, debe proteger a su familia, su cuerpo y lo poco que su marido logró dejar para ellos, en mitad de las exigencias de una época brutal. Uno y otro no tienen demasiado tiempo para escuchar voces de ultratumba o percepciones sin nombre. Pero uno y otro enfrentarán lo sobrenatural, lo comprenderán como parte de su vida y a la vez, tratarán de tomar partido de sus extrañas implicaciones. Todo mientras la novela de Obreht avanza con ritmo atípico y pausado en todo tipo de situaciones angustiosas. Lo sobrenatural está allí y también, las argucias argumentales de un cuento gótico. Todo mezclado y bien construido para elaborar una concepción del bien y del mal que se sostiene con precariedad sobre lo inexplicable.

Pero Obreht no intenta escribir una novela de terror, aunque Inland lo parezca ser por momentos. En realidad, es más una combinación de diversos referentes que enlazan para crear la sensación que la historia transcurre en dos mundos distintos que colisionan a través de Laurie. Inland transcurre en dos momentos distintos que se entremezclan entre sí para sostener una insólita visión de un presente extravagante. Por un lado, se trata de una densa novela histórica ambientada en un momento muy preciso y que de hecho, Obreht describe con pulcritud y multitud de detalles, profundamente elaborados y construidos alrededor del núcleo de la narración. Sus personajes navegan en espacios contradictorios pero juntos, crean un discurso sobre la vida y la muerte, la maravilla y la confusión e incluso, pequeñas reflexiones filosóficas sobre la trascendencia de enorme poder emocional. Tanto Lurie como Nora son falibles, endurecidos por el miedo, convertidos en rehenes de la violencia. Pero también, símbolos de una versión de lo inexplicable.

Inland es también una novela del oeste a toda regla: Obreht tiene una enorme capacidad para invocar las mejores imágenes de los tradicionales spaghetti western y lo hace con un lenguaje pulcro, directo y en ocasiones, tan seco que cuando lo metafórico llega, resulta refrescante, como la lluvia rápida y caliente que la autora describe en los momentos álgidos de la novela. Las dimensiones de su narración se unen en distintos puntos de vista y al final, encuentra la manera de encauzar toda la idea hacia la mirada histórica que engloba todo lo demás: Desde las ciudades por las que Lurie pasa casi por accidente, los ferrocarriles que atraviesan el desierto a toda velocidad y por supuesto, los espíritus que acompañan a todos los personajes como testigos silentes de su historia.

Lurie y Nora, además tienen vastos mundos interiores que Obreht narra con mano firme y extiende en monólogos que no sólo reflexionan sobre sus particulares situaciones, sino ese enigma que les une a la distancia. Porque ambos están unidos — lo sepan o no — y es esa conciencia persistente, lo que permite que a la novela avanzar con la interesante fluidez de una narración que jamás se detiene, aunque parezca describir una sola escena por más páginas de las convenientes. Pero en realidad Inland es un paisaje, uno interior y exterior, que se enlaza para construir algo más emocionante, que un conjunto de eventos.

Para Obreht, la historia del Oeste es un escenario violento pero hermoso, en la que a pesar de la crudeza de su prosa, hay espacio para la poesía. “El sol era rojo como un torbellino de sangre y fuego, un rastro imposible de belleza en medio de los muertos que avanzaban sin cesar” cuenta para describir el tránsito de Lurie hacia lo inevitable. Una procesión silenciosa y anónima, de figuras sin rostro que flotan en la oscuridad y que Lurie, mira con una amabilidad indiferente. Al otro lado del valle en sombras, espera Nora, que tiene un secreto, necesita una confesión y está atada a los dolores de su vida con una fuerza violenta que ella misma no comprende del todo. En manos de Obreht, el cruce de caminos entre ambos tendrá la tensión violenta de un enfrentamiento a ciegas, entre dos contrincantes que no saben que lo son. Y convertirá a Inland en el escenario de algo más profundo, peculiar y sin duda, doloroso. Los muertos han venido — con Lurie, por Nora — , los muertos aguardan pacientes a la periferia. Los muertos escuchan. Los muertos observan y contemplan. Y para Obreht, que construye paisajes surrealistas desde la convicción de la trascendencia lo inexplicable, tal vez eso sea más que suficiente.

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Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión. Desobediente por afición. Escribo en @Hipertextual @ElEstimulo @ElNacionalweb @PopconCine