Crónicas de la lectora devota:

Antkind de Charlie Kaufman

Aglaia Berlutti
12 min readJul 17, 2020

Un guionista suele tener una versión sobre literatura a mitad de camino entre la fórmula para — en teoría — hacer efectivo un texto y la real calidad de una narración con aspiraciones a trascender. Después de todo, su oficio es crear historias que atrapen la mayor cantidad de público de la manera más rápida posible y de ser necesario, con el menor esfuerzo. El resultado es que un guionista conoce todos los trucos para atrapar, cautivar y seducir, pero rara vez, el misterio que mantiene a un lector interesado en una narración. O lo que es lo mismo, la forma de contar que sea algo más que un ejercicio de estilo destinado a obtener un resultado inmediato y apreciable.

Algo de esa lucha entre dos extremos al momento de narrar, es lo que hace tan complicado de definir Antkind, el libro debut del guionista Charlie Kaufman, que tiene la singular misión de definir el estilo narrativo del autor y a la vez, plasmar ese apetito por la trangresión, la búsqueda de respuestas desde el cinismo y la mirada a la absurdo de lo cultural que le ha convertido en un favorito de buena parte del público. Por supuesto, no se trata de algo sencillo: Antkind tiene todo el apetito por la provocación de los mejores guiones de Kaufman (entre los que se cuenta Being John Malkovich y El Ladrón de Orquídeas) y a la vez, roza peligrosamente el estilo desenfadado y caustico de Woody Allen. Ambos comparten el gusto por la polémica y también, la de percibir a sus personajes como observadores fríos de una realidad incómoda. Pero mientras Allen logra construir una premisa en la que su sarcasmo es algo más que una búsqueda humorística de las fisuras de lo contemporáneo — algo muy evidente en el libro Cómo acabar de una vez por todas con la cultura — Kauffman convierte a Antkind en una disputa dialéctica con sus temas favoritos, que además condesa y elabora desde una concepción venial sobre la identidad. Al final, la novela es mucho más un escarceo con la polémica que algo más profundo — lo cual se llega a lamentar sobre todo en el tramo final — pero que aun conserva cierto encanto blasfemo, que por otro lado, Kaufman acentúa con toda su capacidad para la observación y la burla.

La novela narra la vida de un crítico de cine, que por supuesto, tiene una profunda animadversión por la sociedad, el arte y de hecho, el mundo en general. El personaje podría ser cualquiera en Hollywood y de hecho, para asegurarse de su anonimato parcial, Kauffman el bautiza apenas con una letra: B., de quien sabemos muy poco, es un hombre que desde el mismo momento en que despierta, siente una profunda sensación de encontrarse “fuera de foco” (otro guiño extraordinario a Woody Allen que el autor utiliza con sabiduría) y que consume buena parte de su tiempo, como no, frente a la pantalla del ordenador, de la televisión y ocasionalmente, del cine. Como buen crítico que se precie, B. disfruta del ejercicio de analizar lo que se cuenta en pantalla, pero también comienza a preocuparse por el hecho, que todo el lenguaje cinematográfico comienza a aburrirle. “Algo impensable, cuando era joven, avaricioso, ridículo y hasta pretencioso” escribe en una hoja de papel sucia mientras fríe dos huevos en manteca. “No en aceite, en manteca, quiero morir pronto” apunta. El tono pesimista, derrotado, cansino y definitivamente, burlón del personaje es por supuesto, el mismo de los mejores guiones de Kaufman, de los que hereda la sustancia por cierta oscuridad interior, mezclado con cierto tono humorista. Pero en realidad Antkind tiene poco interés en hacer reír y es evidente, que el autor quiere utilizar el humor como algo más elaborado, extraño y que le lleve esfuerzos al lector comprender.

No siempre lo logra, pero aun así, el esfuerzo del escritor por crear una atmósfera de un negrísimo humor para definir y apuntalar la vida cotidiana de su personaje, es encomiable. Luego de recorrer las primeras horas de una mañana cualquiera en el diminuto departamento de B. — “puedo escuchar al vecino morir dos pisos más abajo y tomar la decisión de no ayudarle” explica — la historia se centra en lo que parece ser el estilo de vida de este hombre agotado, que necesita y espera volver a sus grandes glorias de años atrás. “Cuesta recordar todas las ocasiones en que una de mis columnas era el veredicto final sobre una película” escribe, mientras se enfunda en un jean roto y una camiseta que le viene grande. Los días de gloria de B. pasaron hace un buen rato y tanto, como para que los recuerde con cierto ojo crítico. No explica muy bien — ni la novela parece interesada en hacerlo — en qué pasó para llevarle a la soledad triste y amarga en la que vive, pero de vez en cuando, fragmentos de información dejan claro que fue una transición lenta en medio de un camino escarpado. ¿Un divorcio? al menos una relación rota. ¿La pérdida de un empleo? A B. no le interesa hablar del tema, pero rompe con cuidado una colección de artículos impresos que conserva entre las páginas de un libro. En Antkind el pasado no existe, no forma parte de nada, es sólo un telón de fondo que B. casi nunca mira, pero que siempre está allí, rozando a medias el presente. Como si se tratara de un anuncio de algo más angustioso, lo que no cuenta el libro es tan incómodo como lo que al final detalla con poco o ningún entusiasmo.

Kaufman pone un especial interés en brindar a B. un cierto espejismo de consuelo en su búsqueda de motivación. No todo está perdido para el personaje, pero las esperanzas radican en una maraña de extrañas conjeturas y esperanzas sobre su futuro. Mientras se prepara para lo que parece un viaje de larga distancia, B. está convencido que quizás, esta sea la oportunidad para reverdecer los laureles de su éxito: después de todo, se trata de una investigación de considerable importancia. El crítico irá hasta San Agustín, para investigar de primera mano lo que parece ser un descubrimiento cinematográfico de primer orden: una película muda que probaría que mucho antes que lo que Hollywood sospechó, ya había films que superaban la técnica de las grúas y cámaras portátiles, todo creado en un ámbito doméstico y fuera de la gran industria. Para B. es una pesquisa que le llevará a comprobar los viejos rumores sobre robos de ideas de los grandes estudios a empresarios audaces, pero también, es un regreso al mundo del cine de una manera que jamás sospechó. “Escribiré de lo que sé y de lo que sospecho” apunta en su vieja libreta, que saca del cajón de los recuerdos dolorosos para incluir en su escaso equipaje de viaje. Para B. es un renacimiento pero también una exploración de su vida, antes y después de la maraña de desastres que le llevaron a una soledad autoimpuesta y también, a una vida en un ostracismo profesional y moral que le convirtió en un hombre irreconocible. “Soy un personaje al que nadie le dio voz y está en medio de párrafos descriptivos poco interesantes”escribe, antes de quedarse dormido el día antes del gran viaje.

Por supuesto, Kaufman no es inocente: su novela está llena de su conocimiento profundo y casi didáctico del mundo hollywoodense. Y es una versión de la realidad que se hace más obvia, apenas B. abandona Los Ángeles y se embarca en un viaje por carretera que toma todas las características de un viaje iniciático sin un motivo muy claro. El crítico está obsesionado por el descubrimiento que desea investigar — “Le he escrito al cliente: no muestre a nadie la película y golpeé a quien desee verla” apunta antes de subirse al coche — , pero también con su repercusión mediática. Imagina programas, entrevistas, columnas, investigaciones, ensayos, un libro. Todo en medio de la noción que su carrera — su vida — necesita un empujón que le envié al centro de la atención mundial de la manera más sencilla. Es entonces cuando Kaufman analiza el mundo desde su sarcástica y durísima perspectiva. “Lo único que necesito es renombre, un cheque en el banco, una mujer que sonría y una casa que me pertenezca” piensa a medida que las horas transcurren y el paisaje a su alrededor se hace monótono. No tiene otro remedio que especular — soñar — con lo que encontrará, con la cinta que le espera según la carta del cliente “en una caja polvorienta que nadie abrió por casi un siglo”. Para B., el asunto es casi para reír. “La caja y la película me importan una mierda. Nadie la verá, aunque todos dirán que lo han hecho. Nadie mirará a la casa, ni su contenido. Podría decir que es la prueba irrebatible que el hombre no viajó a la luna, pero aun así, sólo querrían escribir y fotografiar al sujeto que tiene la caja entre los brazos. Somos vanidosos, construimos nuevos ídolos con la rapidez de una máquina sin freno. Y yo seré la novedad más reciente. Lo seré con el descubrimiento, con el desmentido, con el debate. Para cuando alguien se pregunte que había en la caja, ya la habré quemado y estaré conduciendo hacia el horizonte, como Ford lo hubiese deseado”.

Kaufman ama y odia a Hollywood a partes iguales y lo ha dejado claro no sólo en sus historias, sino en cada entrevista en que habla sobre el monstruo de la fama. En Antkind el rechazo al Mainstream es evidente y ya sea ficticio, real o una postura que el guionista asume para apuntalar su obra, lo cierto es que la novela destila una negrísima versión sobre las hipótesis de la fama contemporánea, el reconocimiento, la necesidad y búsqueda de consuelo del desarraigo moderno. Y lo hace, con una convicción simple: nada es para siempre y lo poco que asegura serlo, es sólo una ficción, entre las que el mundo del espectáculo ocupa el primer lugar. Se trata de una disyuntiva brillante que Kaufman asume con pulso firme: pareciera que su descreído, cínico y codicioso B. representa a Hollywood, a los parásitos que viven bajo el ala dorada de la colina, de los que se esconden en oficinas y los márgenes de los estudios, a la sombra de las grandes estrellas. “Todos comemos sobras, sólo que algunas tienen mejor sabor que otras” pondera B. cuando el viaje a Florida está a punto de acabar y ya puede frotarse las manos en medio de lo que supone el gran triunfo de su carrera.

Pero como cabría suponer nada es tan sencillo: Una vez que llega al lugar del cual recibió el detallado correo electrónico en que le invitaban a venir, encuentra que todo es ligeramente distinto a cómo lo imaginó. Para comenzar, el interlocutor es un anciano conserje jubilado con el estrafalario nombre de Ingo Cutbirth, que asegura tener más de 100 años y haber esperado un largo siglo para “heredar” su copia de la misteriosa película que el propio y desconocido director, del que sabe poco o nada, le puso entre las manos justo antes de desaparecer en un asesinato que nunca se aclaró. Además, la película no es una curiosidad en una caja de cartón, olvidada por coleccionistas y entusiastas del género, sino realmente un tesoro visual: Una película incompleta de Stop animation, en la que Cutbirth participó como el único personaje humano que no aparece pero desde cuyo punto de vista se filmó el metraje. El film es una maravilla de guion, el precursos de la técnica de animación incluso antes que hubiese los medios para filmarla y es tan asombrosa en contenido y en forma, que B. termina por rendirse a la evidencia: no se trata de un descubrimiento afortunado. Se trata del momento más extraordinario de su carrera.

Sólo que Cutbirth no desea mostrarla. Escribió a B. para clasificar y ponderar su contenido, pero nada más. De hecho, desea destruirla y los siguientes dos días, transcurren en medio de debates y discusiones que Cutbirth ignora como puede. “Este es mi secreto y morirá conmigo” dice y de hecho, está tan decidido que deja por escrito su intención terminante. “El viejo escribió una especie de testamento, en la que asegura el carrete debe ser quemado junto a su cuerpo” se queja B. en la intimidad de su libreta “No he podido disuadirle de otra cosa ni creo que logre hacerlo antes o después”. Pero no tiene necesidad de hacerlo: Cutbirth despierta muerto después de una discusión especialmente ardua y en la que B. se esforzó lo suficiente para hacerle disgustar. “¿Lo he matado?¿Me importa si lo hice?” se pregunta mientras mira el cuerpo tendido en la habitación. Es la única persona despierta en la pensión de mala muerte en la que vivía Cutbirth, la única que sabe de su secreto, el que tendría que hacer valer su última voluntad. Pero por supuesto, no lo hace. El crítico dedica el resto de la noche, a borrar cualquier huella que pudiera hacer suponer que el viejo deseaba el anonimato. Borra correos, quema un viejo diario de apuntes con palabras crípticas y por supuesto, el testamento. Y sólo entonces pide ayuda. “Tuve que actuar y yo mismo me habría acusado de tener el registro histriónico de una roca” explica a su libreta. “Pero cuando salí de la habitación junto al cadáver, llevaba la caja bajo el brazo”.

Nadie parece preocupado por la muerte del anciano conserje y mucho menos, por lo que ocurrirá por sus pocas posesiones y de hecho, cuando B. emprende el regreso a Los Angeles, nadie recuerda siquiera que estuvo allí. O esa es su esperanza. Por ahora, está obsesionado, no deja de imaginar el prodigio que lleva en la cajuela, la forma en que cambiará su vida. “la adulación futura que tal vez recibiré, las conferencias, el Nobel de Crítica, el Pulitzer por Profundo Conocimiento” piensa. Tan obsesionado está que decide que antes de llegar a casa, intentará que un experto analice la pieza porque decide cambiar de rumbo hacia Nueva York. “Un buen ojo, un informe y la fama” se dice a sí mismo. Por la noche, dormido en el coche, sueña con un programa de televisión en la que un animador reconocido le llama “El hombre del año”. Para B. el éxito está tan cerca que la duda desaparece y por una vez, abandona su aire furioso y cínico. “La fe en lo que hago lo es todo” escribe entre sueños.

Kaufman es conocido por los brillantes finales de sus historias y sus puestas en escena de dilemas morales dolorosos y el argumento de Antkind no es la excepción: justo cuando B. está convencido que el triunfo es más cercano de lo que nunca ha sido, ocurre la desgracia: en una parada de camino, baja a comprar cigarrillos y el calor del sol hace lo demás. Cuando abre la cajuela para revisar por enésima vez a su tesoro, el olor del plástico quemado le hace retroceder: la doble presión del calor y el espacio diminuto redujo a trozos de celuloide quemado a la cinta. Por un doloroso espacio sin tiempo, mira los trozos retorcidos y todos sus sueños desesperados sobre fama y fortuna, se confunden en el ligero vaho del humo grueso y desagradable que se eleva en un espiral denso. “Allí supe que uno nunca abandona la mierda, aunque lo intente” se dice B., cuando deja caer tapa y se queda de pie, bajo el sol. Aun tiene entre las manos el número del experto en Nueva York, a quien acaba de telefonear. Y también, varios de los contactos que deseaba probar antes de regresar a Hollywood. “¿Qué es lo que se hace cuando el mundo te muerde con la voracidad de una serpiente furiosa?”

La novela comienza entonces un extraño, inaudito y rápido descenso a los infiernos. Quizás Kaufman no tenga la experiencia literaria para hacerla más creíble, pero el tono de ópera bufa como describe todo lo que hará B. para lograr cristalizar su empeño de fortuna y reconocimiento, es todo un prodigio de una burla siniestra no sólo al mundo del entretenimiento como raíz y meta de toda ambición, sino también, la búsqueda incesante de creer y construir algo más valioso que la mera necesidad de ser escuchado y recordado. Desde los intentos del escritor por parodiar la naturaleza voraz del crítico, hasta la persecución de un objetivo demencial sobre el que pesa todo el valor de su obra, Kaufman utiliza todo tipo de recursos para describir el rápido tránsito de B. hacia el dolor y el desastre. Desde sus batallas imaginarias con los críticos que en realidad el guionista detesta (atención a las maravillosas menciones de Manohla Dargis, AO Scott, Armond White), hasta el reflejo extraño de la naturaleza parasitaria de la crítica, Charlie Kaufman utiliza los interminables recursos del guionista para crear en su novela un clima onírico, extraño y dolorosamente ambiguo. Para cuando la novela entra en su tercer y asombroso tercer acto, la percepción sobre lo caída en el desastre se hace una danza enervante sobre el bien y el mal, la caída de lo moral y al final, una tramposa forma de grotesca belleza. Todo bajo el signo de la ambición y el deseo irremediable de una redención que jamás llega. De la misma manera que en sus películas más conocidas, Kaufman celebra y sostiene una mirada durísima sobre la naturaleza humana y también, de sus pequeños tropezones con lo que la oscuridad interior, algo que también sucede en AntKind pero de manera más exagerada y difusa, todo un recorrido extraordinario hacia lo que nos hace despreciables — en ocasiones — y las esperanzas de evitarlo que se quedan en el trayecto hacia los infiernos íntimos.

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Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión. Desobediente por afición. Escribo en @Hipertextual @ElEstimulo @ElNacionalweb @PopconCine