Crónicas de la lectora devota:

Memorial de Bryan Washington

Aglaia Berlutti
14 min readMay 20, 2022

Con frecuencia, las novelas que analizan las relaciones homosexuales tienen la particularidad de hacer hincapié en la diferencia, a excepción de obras intuitivas y poco comunes como Call by your name de André Aciman o la mucho más madura y cruda What Belongs to you de Garth Greenwell, ambas visiones sobre la cualidad del deseo, el erotismo, pero también la exclusión, el miedo y el autodescubrimiento. Memorial, de Bryan Washington, es un recorrido por tópicos similares pero esta vez, desde la perspectiva de la aceptación y la condición del amor — más allá del género o la orientación sexual — como una forma de comprensión intelectual sutil y la mayoría de las veces inclasificable. Para Washington, es de considerable importancia el hecho de la percepción sobre las relaciones que sostienen nuestra identidad — ya sean románticas, filiales o sólo platónicas — como puente entre una reflexión profunda sobre el individuo y la búsqueda de su lugar en el mundo.

Para Washington, el amor romántico es una barrera y también, una idealización insuficiente y la mayoría de las veces insatisfactorio, de la vida cotidiana. De hecho, toma la inteligente decisión de construir su historia desde una cierta distancia que convierte al diálogo interior del narrador en una fluida y dura reflexión sobre las aspiraciones incompletas y a menudo irreales, que engendra la pretensión de amar como una fórmula paliativa para el desarraigo y la soledad contemporánea. La necesidad de aniquilar de los personajes en beneficio de la narración es tan definitiva en el tono y ritmo de la novela, que Washington incluso evade la salvedad de nombrar a uno de sus protagonistas. Michael, es el nombre que este hijo de inmigrantes japoneses escogió para sí mismo, para alejarse del núcleo familiar y de hecho, de la presión cultural de la cultura de sus padres, de modo que incluso el anonimato actúa como un elemento de presión sobre el contexto y la historia que rodea al personaje. Michael además es gay, en mitad de una relación que se desmorona y por si eso no fuera suficiente, lucha por adecuarse al estilo de vida estadounidense, que escogió por encima de las tradiciones y costumbres familiares.

El resultado es una mirada analítica sobre la soledad, que se mezcla con toda una serie de preguntas existencialistas sin respuestas. Washington no desea analizar la vida de su personaje, sino más bien, avanzar junto a él por todos los pequeños espacios y dolores de carecer de una manera de comprenderse que abarque su singularidad. Michael oculta cada elemento que le hace distinto, cada parte de su personalidad que podría resultar relevante. Y lo hace porque descubrió que la diferencia en nuestra época, es una forma de agresión, una presión con la que es incapaz de lidiar y que de hecho, termina por aplastarle de una manera u otra a lo largo de la novela.

De modo que Michael, no sólo no tiene nombre — o no lo conocemos — sino que además, tomó la decisión de distanciarse de su herencia, de lo que recuerda como parte de su vida e incluso, la mera concepción sobre la forma en su origen étnico influye en su vida. Todo es impreciso en esta novela basada en largas frases duras, en la concepción de la vida cotidiana como una colección de inequívocos. Michael está enfurecido contra el tiempo que transcurre en su contra — debe contar unos treinta años, pero la novela no lo menciona — y también, el hecho de sostener una relación a distancia que ya no desea y que de hecho, lo más probable es que colapsó — perdió sentido — desde hace meses o incluso años. Tampoco la novela menciona el extremo: sólo sabemos que Ben (por Benson), es un buen chico norteamericano negro, que lleva a cuestas todos los pequeños dolores y traumas de su doble diferencia. Para Michael es un peso doloroso, porque la relación se basa en la mutua exclusión y la percepción del ámbito de lo diferencia como un espacio doloroso que comparten a la fuerza.

Es muy probable que por ese motivo, la novela comienza con la separación entre ambos: Michael se marcha a Osaka para cuidar de su padre, un enfermo terminal sin otro pariente que el hijo que apenas conoce. La decisión es mucho más pragmática que emocional y Michael lo deja claro desde los primeros párrafos: decide cuidar a su padre no porque sea un deber moral que acata, sino porque es la excusa ideal para avanzar en una dirección distinta. Michael desea huir de Ben o en todo caso, del tedio de la relación que les une, les sostiene y les somete a una conversación ilusoria que es incapaz de restañar la herida del desamor. Ahora enfrentaran la posibilidad de la ruptura cuando ambos se encuentran en extremos distintos del mundo, aterrorizados y sujetos en medio de la posibilidad de la derrota. Para Ben, la frialdad de Michael es una afrenta al amor y a la devoción que le prodiga: hay algo incómodo en sus frases cariñosas, en su preocupación, en la necesidad de escuchar y ser escuchado que Michael rechaza como puede, que le hace retroceder paso a paso sin que haya una posibilidad real de reconciliación.

Para Washington es de especial importancia, dejar en claro que desde el comienzo, esta es una novela sobre el dolor de la exclusión: desde la raza, la nacionalidad, la orientación sexual hasta las conclusiones sobre los pequeños secretos de la vida en común, la historia tiene especial cuidado en no tocar los clichés tradicionales sobre la marginación, sino en establecer un paralelismo doloroso entre la soledad absoluta, angustiosa y violenta que deben soportar ambos personajes. El padre de Ben aun no acepta su homosexualidad y de hecho, hay un nivel de agresión latente que la novela describe en una serie de chistes y comentarios homofóbicos que resultan mucho más dolorosas, a medidas que Ben deja de ignorarlas y comienza a escuchar el trasfondo que esconde el miedo y el rechazo de su familia. Por otro lado, Michael en un Tokio aprensivo, en mitad de la agonía de su padre descubre que no sólo no siente amor romántico — o de cualquier otro tipo — por su pareja de casi cuatro años y la revelación tiene la potencial cualidad destructora que termina por hacer mella en su necesidad de evasión. El personaje parece romper poco a poco todos los lazos que le unen a la vida tal y como la conoce, la forma en que la plantea y la manera en que la analiza. La noción sobre lo familiar, las propias decisiones emocionales, hasta la búsqueda de lo sexual como una forma de expiación a una soledad que se sostiene sobre algo más elaborado y duro, crea en la novela un espacio doloroso que se sostiene sobre lo que no se dice. Ben y Michael comparten largas llamadas llenas de monosílabos, cada vez más lejanos y aterrorizados. Ben por la pérdida del amor y Michael, por el hecho que la relación significó su intento más cercano a establecer un lazo emocional con alguien, sin lograrlo del todo. Por último, la pretensión de toda concepción sobre la necesidad del otro — de compañía, comprensión e incluso, el simple afecto — termina por convertir los restos del vínculo que une a ambos personajes en una transición inquietante y dolorosa hacia algo más apremiante: ¿Qué es lo que ocurre cuando un vinculo se rompe pero aun así, tiene todavía un tipo de valor que la hace imprescindible? Michael no ama a Ben, pero necesita su voz al otro lado del teléfono para entender las razones por la cuales no le ama, desea abandonarle, retroceder a la oscuridad de una soledad sin matices. Ben comprende la profundidad y el dolor del desamor, pero prefiere el enfrentamiento a la soledad. Entre ambas cosas, la novela es una disertación angustiosa sobre el miedo, las pequeñas cosas que vinculan la vida y la muerte, para luego, sólo mostrar un miedo muy humano y circunstancial.

Memorial es también una novela de enorme belleza y sobriedad. Con frecuencia, las relaciones homosexuales suelen reflejarse en la literatura desde el dolor, el desencuentro, el desarraigo y la tragedia. Una combinación que parece llevar implícita una velada censura sobre relaciones que la mayoría de las veces, reciben el incómodo epíteto de “imposibles” o en la percepción del amor romántico homosexual como una gran épica de valor que lleva aparejado la reflexión sobre su cualidad excepcional. Al contrario, Memorial parece mucho más interesada en reflexionar sobre temas universales la ausencia, el sufrimiento de la pérdida y la identidad, a través de una historia en apariencia sencilla pero llena de capas modulares y dimensiones desconocidas que asombra por su conmovedora efectividad. La historia es de hecho una meditación muy cercana a las elaboradas reflexiones de Proust sobre el tiempo y el deseo, la connotación del miedo como una pérdida de fragmentos de la personalidad y al final, un recorrido doloroso por cada una de las puertas cerradas en nuestra mente que contienen los temores que subsisten bajo la necesidad por encontrar la forma de sobrevivir a la desesperanza. Una invocación al comienzo de todo despertar sexual y amoroso y un epitafio a esa primera visión sobre el amor que termina desplomándose en el cinismo de la vida cotidiana. Con un punto de vista de excepcional hermosura sobre el deseo, el poder de la emoción y sobre todo, la ruptura del ideal romántico — englobado en lo sexual y lo perenne — como parte de las experiencias capitales de cualquier hombre y mujer, la novela contempla el abismo de la soledad y los lugares oscuros del amor, transformado en un lenguaje catalizador desde una evidente perspectiva crepuscular.

Quizás lo que más sorprende de la novela de Washington, es que a pesar de su toque sutil y su reflexión intelectual sobre el amor se trata de una narración hedonista y muy consciente del valor de lo sexual como elemento que sostiene una presunción clara sobre la identidad. Eso, a pesar que sus personajes pasan buena parte de la novela separados y meditando sobre su vida en común, un breve interludio que ambos conservan como un secreto a la distancia que no logran olvidar o que tampoco, ocupa un lugar en su vida. Ben es un hombre sofisticado, un intelectual en ciernes que lucha contra la percepción consciente de construir un estilo de vida en consonancia con sus ambiciones. Por otro lado, Michael carece de horizontes y para cuando comienza la novela, parece más desvalido, roto y abrumado, que enfurecido, a pesar de insistir en el punto en cada oportunidad posible e imaginar el hecho del amor, como una exclusión forzada de algo más doloroso. Con una elegante prosa, el autor pondera sobre el sentido del amor contemporáneo con una enorme sutileza, una visión sobre todo lo inasible de lo inalcanzable. Washington asume la labor de retratar el amor desde la perspectiva de cierta celebración espiritual que evade cualquier explicación sencilla. Hubo amor entre Michael y Ben, aunque ahora, la desilusión tome todos los espacios de una relación entre dos adultos en busca de una cierta redención emocional. No solo se trata de un recorrido por los hechos y situaciones que crean el amor como una vertiente sobre la fe y la comprensión de la necesidad insatisfecha, sino que además lo dota de sentido y significado. Del Paraíso hedonista — esa abierta sensualidad que Washington describe con un profundo abandono físico y espiritual — hasta el Paraíso perdido — el dolor de la ausencia, lo inevitable y el mundo real — la novela es un compendio de angustia contenida y enervado deseo hasta que avanza a una comprensión total sobre la ruptura de cierta belleza cristalina e idílica. El calor del amor se transforma de anticipación a un fragmento de memoria que se elabora como una idea persistente, compleja y peligrosa que al final, se sostiene sobre la necesidad de comprender la propia capacidad para el anhelo y el miedo.

La novela también es una reflexión directa sobre la vida de un hombre gay en medio del conservadurismo contemporáneo: Washington narra la forma en que el tibio rechazo y marginación de una sociedad obsesionada precisamente por celebrar la exclusión, tiene un peso incómodo sobre las decisiones de hombres y mujeres que llevan a cuestas el hecho de un tipo de rechazo invisible, difícil de analizar a primera vista. Michael viaja a Japón para cuidar a su padre, a pesar que este puede mirarlo al rostro — no lo ha hecho, desde que admitió su orientación sexual — y Ben, asume el vinculo con su padre desde una incomodidad forzosa que no logra entender del todo. Tanto uno como el otro, están heridos por la indiferencia, el miedo y la angustia de años de críticas, disputas y al final, menosprecio. Tanto uno como el otro deben lidiar con la culpa de un padre enfermo y otro muy anciano, a los que protegen a pesar de la ira. Las líneas narrativas se unen, se confunden y se sostienen en una percepción elemental y muy concreta sobre la hipocresía del mundo moderno. “Puedo decir que te amo en mitad de la ciudad, pero no en el salón de mi casa” bromea Ben en una de las interminables conversaciones telefónicas con Michael. “Quizás no debas decirlo en absoluto, nadie lo cree en todo caso” responde el otro, malhumorado. El silencio que viene después, es una inquietante versión sobre la tensión persistente en la oficina de Ben, en la que el doble prejuicio de ser un hombre gay y negro, le hace ser objeto de todo tipo de amabilidades artificiales. “Nunca estoy muy seguro si tengo un aumento por lo que represento o por las horas de trabajo” comenta a su padre, que apenas le escucha, sentado en el sillón, incómodo por el mero hecho que Ben traiga el tema a colación.

Para Michael, las cosas no son del todo distintas: en Osaka, la posibilidad de su vida emocional es inexistente. No hay comentarios y su padre insiste en pedirle un “respetuoso silencio”. Por otro lado, para Michael su propia sexualidad es una cualidad elusiva, una forma de evadir el dolor de no comprender qué desea para el futuro o incluso, como comprender sus propios impulsos y deseos “No había llamado a mi novio desde que llegué a casa”, dice Michael, al narrar su regreso a la Osaka de su niñez “y mi hogar era el único lugar donde quería estar, incluso si, técnicamente, ya estaba allí, ya lo había logrado, finalmente estaba de vuelta a casa”. Para el personaje, “llegar a casa” también implica regresar a un cierto orden existencial que antes aspiraba sin entender demasiado. “Soy un hombre que no desea otra cosa que estar en silencio, que nadie le mire, desaparecer entre el color de las paredes” reflexiona “¿qué hay de mal en mí? Quizás la pregunta correcta sea por qué hay tan poco en mí”.

Washington también analiza las diferencias de una pareja, que se desploma con la lentitud de un suplicio de abrumador desencanto “Claro, teníamos dinero”, explica Ben a Michael la primera noche que pasan juntos. Lo hacen en el extraordinario departamento de Ben, en un lugar indeterminado de una ciudad que brilla al otro lado de la ventana “Pero somos negros. Así que eso cancela todo, cualquier ventaja” añade. Para Mike, la idea de la prosperidad económica tiene una importancia capital: su familia de inmigrantes tiene problemas económicos y tanto, como para que unas cuantos meses después de la primera noche, termine por ir a vivir con Ben, aunque no está muy seguro de sus sentimientos o cómo le hace sentir que deba ser quien salude a los vecinos, salga a comprar la comida o incluso, pasear el perro de ambos. Ben, siente una profunda vergüenza que disimula con excusas. Michael siente que sólo es de utilidad en una relación plana. Al final, el desconsuelo termina por convertirte en indiferencia y en un tipo de angustia existencial que difícilmente, podrá repara cualquier intento de rehacer la intimidad entre ambos.

La forma llana y simple como Washington describe la situación, contradice la idea general que las historias sobre parejas gay rara vez pueden rozar el ámbito de lo universal, una opinión sostenida y convertida en parte de una idea general sobre la literatura que analiza la vida de las parejas homosexuales. Sorprende, que semejante criterio impere incluso en el trasfondo literario más refinado y académico. Según un extenso artículo del New York Times, en 1999, el escritor John Updike realizó una crítica somera y muy poco benevolente sobre la novela de Alan Hollinghurst The Spell, en la que insistía que cualquier historia sobre el amor entre dos hombres debe enfrentar el inmediato handicap de encontrarse a la deriva entre géneros — ¿Cómo puede clasificarse una obra donde el amor no es más que una excusa para la lujuria pero no lo admite? se preguntaba el autor — sino que además, aseguraba que las historias de homosexuales no interesaba al público en general. “No se trata de nada que resulte especialmente interesante como objetivo narrativo” escribía Updike, sobre la maravillosa prosa de Hollinghurst y su recorrido por la poderosa capacidad del despertar sexual masculino.

Resultó desconcertante que Updike, autor de varias novelas que utilizan el elemento sexual de manera directa y concreta, se haya quejado que en Hollinghurst utilizaba el sexo y el análisis sobre la orientación sexual como “auto gratificación” y además, que convirtiera la historia en un juego “implacablemente gay” que carecía de todo aliciente “para cualquiera que no estuviera interesado en el tema”. Para Updike, la falta de consistencia en las historias homosexuales parecía radicar directamente sobre la imposibilidad y su completa inutilidad, al contrario de las heterosexuales, que “implican la perpetuación de la especie y las antiguas estructuras sacralizadas de la familia”.

A criticas semejantes tuvo que enfrentarse André Aciman cuando Call me by your name fue considerada una “fantasía sexual levemente cursi” por buena parte de los críticos, que desdeñaron la poesía nostálgica de la adolescencia convertida en un espacio de gracia extraordinaria que sostiene la obra del escritor. A cambio, el escritor contraatacó en un extraordinario ensayo y dejó claro que su novela “no pretendía redefinir el amor sino convertirlo en una versión de la belleza inexplorada”, criterio que sostiene no sólo su obra posterior sino esencialmente, el punto de vista de Aciman sobre las relaciones homosexuales. Tanto para Aciman como para Hollinghurst, el amor entre hombres tiene un dejo de autodescubrimiento, osadía y finalmente, algo muy semejante a un expresión de profunda convicción sobre la individualidad convertida en un ardid erótico y sensorial de extraordinarias proporciones.

En un espacio intermedio entre la percepción de lo erótico como puente para el autodescubrimiento planteado por Aciman y la belleza voluptuosa casi icónica de Hollinghurst, se encuentra Memorial, con toda su intuitiva carga de reflexiones sobre la naturaleza humana. Como si se enfrentara la percepción de Updike sobre el “sexo por el sexo gratuito”, la novela es una magnífica exploración sobre la fenomenología de la vida en común — sus espacios vacíos, silencios e imperfecciones — y algo mucho más profundo que elabora una versión de la realidad de una simplicidad dura de asimilar. En la novela de Washington, el deseo gay sigue siendo un prejuicio con el cual luchar y una forma de estigma, por lo que contradiciendo a Updike, se trata de una concepción del yo mucho más profunda que la “autogratificación” y más cercana a la búsqueda de la identidad a través del cuerpo y el sexo. Para el autor, el sexo se convierte en un vehículo de expresión, de conocimiento pero sobre todo, una profunda percepción de la belleza que plasma a través de una prosa franca y llena, que se sostiene sobre la ternura de cierta melancolía quebradiza.

Claro está, Memorial también es una forma de provocación: Como un extranjeros en ámbitos distintos, los personajes de Washington avanzan hasta encontrar una percepción sobre el bien y el mal recóndito y amoral, pero también, los matices de algo mucho más vívido del sexo casual. Entre ambas cosas, Washington crea una atmósfera exquisita, una concepción de la ternura que resulta profundamente existencialista y sobre todo, una limpia crítica a los tabúes como elemento desigual que rige el norte y el secreto personal.

Ben y Michael podrían ser cualquier pareja, unidos por una larga relación al borde del naufragio, en medio de una concepción temerosa sobre una búsqueda consciente sobre algo más cercano al consuelo. Mientras la relación entre ambos se rompe por el peso de lo que no puede nombrarse — “no puedo pensar en un motivo para no amar a Ben, pero sólo ha sucedido” medita Michael, entre lágrimas — la novela avanza hacia una resolución sorprendente, de enorme sensibilidad y ternura, una búsqueda insistente acerca de lo que nos define, nos limita y nos sostiene. Al final, sólo espacios sin nombre a los que el amor — o lo que llamamos amor — otorga un breve significado sin ninguna trascendencia.

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Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión. Desobediente por afición. Escribo en @Hipertextual @ElEstimulo @ElNacionalweb @PopconCine