Crónicas de la lectora devota:

Such a Fun Age de Kiley Reid

Aglaia Berlutti
13 min readAug 12, 2022

La ficción contemporánea interactúa, en mayor o menor medida, con las imágenes y las circunstancias que crean la gran conversación virtual a diario. O al menos, esos parecen ser los grandes escenarios que se entrecruzan en la narrativa moderna, con su ambiciosa intención de construir una versión de la realidad que pueda mezclar el cotidiano inmediato de una cultura hipercomunicada y tecnificada, además de la noción sobre la narración y la virtud para plasmar — con un reflejo esencial — lo que creamos a través de la literatura contemporánea.

Such a Fun Age, la novela debut de Kiley Reid tiene la virtud de plasmar en buena medida, esa percepción de lo cotidiano que nuestra época ha convertido en situaciones más o menos inexplicables, que se entrecruzan entre sí para originar algo más grande y extravagante. De hecho, la gran primera escena de la novela — con todo su aire de anécdota cotidiana — tiene algo de los vídeos virales que de inmediato se convierten en parte de la cultura pop y lo que resulta más complicado, que analizan nuestra cultura desde un punto de vista casi despiadado. Emira, una niñera en la veintena en Filadelfia, es una mujer común que está a punto de atravesar una situación inexplicable que, en nuestra época, pudiera parecer incluso imposible: mientras baila con la niña que cuida en uno de los pasillos de un supermercado cualquiera, un Guardia de Seguridad se acerca y contempla la escena durante algunos minutos. No hay nada que en realidad esté fuera de lugar: Emira es una mujer que ríe mientras aprieta con ternura las manos de la niña de tres años, que trata de imitar sus movimientos en mitad de un pasillo entre anaqueles. La imagen tiene algo de pura simplicidad, sin otro elemento que resalte en medio de un día cualquiera. Pero para el hombre que observa, la situación resulta incómoda, sospechosa y hecho, alarmante. Antes que Emira pueda comprender qué sucede — o analizar a la distancia lo que está a punto de ocurrir — el funcionario le acusa de haber secuestrado a la niña.

Por supuesto, no se trata de un hecho fortuito, un accidente o una acusación insólita: Emira es una mujer negra y que lleva de la mano una niña blanca. El Guardia de seguridad que vigila también es un hombre blanco, lo mismo que el supervisor que llega en mitad de la situación tensa y recomienda “llamar a una autoridad” para dirimir “la incomprensible situación”. Desconcertada, Emira trata de explicar que solo baila con la niña — “¡solo trato de divertirla!” repite entre divertida y aturdida — y el guardia insiste en sus argumentos, le señala con sospechas tan endebles como irracionales, pero que cualquiera podría convalidar por el hecho de la suspicacia del prejuicio. Con esta única gran escena, Reid logra varias cosas a la vez: contextualiza a su novela dentro de un ámbito mordaz e incluso inquietante en su cinismo y también, mostrar la percepción sobre lo distinto de una época en la que la discriminación continúa siendo parte de nuestra cultura, pero de una forma tan sutil y arraigada, que es casi indivisible de la opinión más amplia sobre la identidad colectiva. Emira es negra, su hija es blanca. Algo en la situación resulta chocante y sospechoso, aunque ambas solamente hayan reído en voz alta en un local pública. Emira es negra, lleva un hermoso afro bien peinado, ropas con colores brillantes. La niña tiene la piel blanca, el cabello sedoso peinado en trenzas, grandes oscuros. La anomalía para la memoria y la percepción occidental sobre la normalidad está allí y es esa sensación de la pieza rota en medio de un mecanismo más grande, es lo que hace que el libro de Reid funcione como un mecanismo angustioso, entrelazado y sostenido sobre una idea menos nominal sobre los pequeños defectos inmediatos de la sociedad norteamericana.

Transcurre el año 2016, de modo que en el escenario de la novela, el mero hecho de la sospecha ya es escandaloso. Emira se enfurece, la niña llora, el Guardia insiste en que “encontró sospechoso” el comportamiento de la mujer, aunque no puede explicar el motivo ni tampoco el supervisor, comprenderlo de inmediato. Aun así, hace venir a la policía local — “solo necesitamos comprobar que todo esté en orden”, explica el encargado con voz titubeante — y Emira trata de comprender que es lo que desconcierta en primer lugar. El Guardia de seguridad guarda silencio, mira a otra parte. El Supervisor aprieta los labios, la manos apretadas contra el vientre. “Se trata de asegurarnos que no ocurra nada que podamos lamentar” insiste el empleado. Emira le mira desconcertado. “Pero ¿qué es lo que va mal en primer lugar?” reclama, el rostro tenso, los ojos muy abiertos. Ahora la niña llora.

¿Qué es lo que va mal? En el 2016 la situación llegará a convertirse en viral si hay alguien que esté grabando la escena, la noticia se contará en cientos de formas distintas en portales de noticias web en todo el mundo. Lo que está “mal” es lo suficientemente visible como para sacudir los cimientos de lo que se teme y lo que se busca, como una elaborada red de líneas que se entrecruzan entre sí para crear algo más complejo. Una versión de nuestra sociedad que yace — y se oculta — bajo esa animada pátina de optimismo forzado y poco elocuente que lo contemporáneo impone con mano firme. Pero el mal, esa noción corrosiva sobre las pequeñas cosas que golpean la ficción, sobre la posibilidad del bien fragmentado y artificial de nuestra época, es cada vez más visible, más real. Una reflejo opaco de lo que somos, lo que nos sostiene y en el mejor nos brinda una cierta identidad, línea.

Para Reid, la encrucijada es obvia: hay una percepción del bien moral que subsiste a duras penas bajo la colección de máscaras, horrores y dolores que definen mejor que cualquier otra cosa, las últimas décadas. Emira es negra, la niña es blanca, el guardia de seguridad es blanco. El pequeño grupo de curiosos que se reúne a su alrededor también son blancos. Pero la presión sobre el gran elefante en medio del debate — el racismo latente, sin nombre e inquietante por su sutil normalización — es, sin duda, una versión caótica sobre la concepción de lo empáticos y políticamente correctos que son los ciudadanos de una nueva generación. En especial, los educados bajo los titulares de Buzzfeed y los vídeos virales incriminatorios que conllevan inevitables lapidaciones virtuales. De hecho, alguien está grabando: una mujer levanta el teléfono y lo acerca al rostro del guardia. “¿Qué va mal?” pregunta cuando Emira la mira desconcertada, aturdida. El Guardia se ruboriza, la niña que cuida Emira llora con más fuerza. “Ella es mi niñera” insiste la pequeña y se aferra a la mano de la mujer a su lado. Un murmullo incómodo recorre a la concurrencia. ¿Cuántos se miran entre sí, confusos y levemente desconcertados? Nadie lo hace, todos evitan hacerlo. La mujer acerca un poco más el teléfono al rostro del Guardia. “¿Qué va mal?” pregunta de nuevo. Por último, el supervisor propone una solución incómoda. “¿Podemos conocer al padre de la niña?”.

En nuestro siglo, el racismo, el prejuicio, el clasismo y la discriminación son horrores revestidos de cierta censura inmediata que, sin embargo, subsisten en medio de un debate más o menos tibio sobre su existencia política. Reid asume el peso de semejante afirmación y lo distribuye con cuidado en una narración que se afianza en los pequeños silencios y las preguntas sencillas sin respuesta real. Porque, de hecho, la forma en que narra la concepción sobre lo censurable, lo que señalamos como pequeños pecados de vanidad y de ego en un extraño mapa de divergencias y terrores ambivalentes, no es otra cosa que el rostro de un país, apenas liberado de sus máscaras. ¿Quiénes son los norteamericanos de una nueva generación que juzga y prejuzga a través de prejuicios más viejos que ellos mismos, pero a la vez, con sofisticadas herramientas de comunicación que les permite crear un discurso en apariencia complejo? La mujer de esa primera gran escena del libro, apunta la cámara al Guardia; sin embargo, bien podría hacerlo al rostro del resto de las personas que observan, cuchichean y murmuran, mientras la hija de Emira llora y la propia Emira aguarda, incómoda y aturdida. ¿Quiénes somos? ¿Qué buscamos? ¿Qué deseamos? ¿Qué queremos comprender sobre el comportamiento social y cultural de nuestra época? No lo sabemos y Reid no pontifica al respecto. Solo muestra, analiza, construye, elabora una conclusión sobre el comportamiento de nuestra época, sus individuos y debilidades.

Finalmente, el padre de la niña que Emira cuida llega al lugar. Un hombre blanco, lo que de inmediato conjura la posibilidad de la confrontación. El Guardia pide disculpas, la multitud cada vez más nutrida mira con curiosidad al pequeño trío, sin embargo, la mujer con la cámara en la mano continúa grabando. Y lo hace, porque sabe que toda la situación podría ser viral, que de hecho, lo es. Aunque no sepa que denuncia, tampoco que ella misma sospechó de Emira, con su afro frondoso y su piel oscura, que sujeta de la mano a la niña de cabello lacio y rostro fino. El núcleo de la situación es tan elemental, tan enorme y tan vergonzoso, que termina por hacerse invisible, por convertirse en una rara mezcla de señalamientos incompletos y algo más doloroso. “Es un tipo blanco” murmura alguien. El teléfono celular gira, enfoca el rostro de quien ha hecho el comentario. La situación se hace tensa, angustiosa. El padre levanta a la niña en brazos y el parecido entre ambos es obvio. A unos metros de distancia, Emira es una extraña, un elemento inclasificable dentro de una escena familiar incomprensible.

Reid podría haber abandonado la narración justo en mitad de esa durísima descripción sobre la hipocresía colectiva, pero no lo hace. En realidad, la forma en que continúa la historia es una manera brillante de asumir la carga conceptual e intelectual, de lo que creamos y concebimos como una idea más amplia que el mero prejuicio privado. Emira no desea que la situación se transforme en algún tipo de símbolo caótico y exige a la mujer que filma deje de hacerlo y borre el vídeo. “Por favor, fue un malentendido” comenta mientras la hija y el padre aguardan a su lado. La desconocida sostiene el teléfono, mira la pantalla. El tiempo parece alargarse de manera indefinida. Entonces ocurre lo inevitable: la mujer levanta el teléfono y enfoca directamente el rostro de Emira. Muy de cerca: la piel oscura, los rasgos afroamericanos, el perfil elegante, el afro evidente. Y después filma al padre y a la hija. Lo hace sin dejar dudas de su intención de la necesidad de hacerlo para dejar constancia de algo tan obvio que por el momento resulta inquietante. “¿No cree que es mejor que sea público lo que ha ocurrido?” pregunta la mujer. “¿No quiere que sepa la forma como fue tratada aquí?”.

Emira no lo desea. Lo único que en realidad necesita es salir del local. Pero ahora la multitud de curiosos aumentó, el Guardia está siendo reprendido en mitad de un coro de rostros serios y que, en apariencia, reprochan su conducta. Aun así, el vídeo es necesario por algo más sutil: probar que tan poco racistas son el grupo de hombres y mujeres blancos que asistieron como incómodos testigos de la situación. “¿No desea que todo el mundo sepa lo terrible de la situación que ha vivido?” insiste la mujer que graba, sin dejar de hacerlo. Y la multitud sonríe, asiente. Porque es importante quede claro que no son racistas, que están enfurecidos contra el Guardia y que de hecho, apoyan a Emira por el simple hecho de una reacción casi involuntaria a la necesidad de comprender la forma de prejuicio que padeció. “¿No le molesta lo que sucedió?” pregunta ahora un segundo desconocido que también filma teléfono en mano. De súbito, docenas de pantallas apuntan directamente al rostro de Emira, al de su hija y al del padre. Una manera de fetichizar el hecho de su aspecto, de lo que simboliza, significa y la forma en que se sostiene en medio de la premisa borrosa e incómoda con la que debe lidiar. “Únicamente quiero salir de aquí” insiste Emira y Reid se toma el atrevimiento de describir su incomodidad hasta el último detalle. El sudor frío que le cruza la frente, las manos apretadas contra los costados, la boca seca de miedo. Porque es ella y nadie más, la que será utilizada, estandarizada y reconstruida como algo más elaborado, angustioso y persistente. Como una concepción inadecuada de la normalidad irregular, cargada de todo tipo de ideas que se entremezclan entre sí para crear algo nuevo. La numerosa multitud que observa quiere dejar claro que no es racista y también, que son liberales, amables, desprejuiciados. Y los vídeos son necesarios para eso. Lo son tanto como una forma de comprender y asumir la percepción sobre la identidad de un país que se engaña con enorme facilidad sobre sus intenciones menos evidentes, las que oculta la concepción de la identidad y el miedo. Emira es un símbolo, un tótem. Les facilita las cosas y evita explicaciones. El vídeo demostrará que el público norteamericano no es racista — aunque sí lo sea — y consolará la conciencia del pequeño grupo sobre su actuación en medio de una situación incómoda. Una y otra vez, la concepción sobre lo bueno y lo malo cambia, se transforma, se adecua, se sostiene y reconstruye la versión sobre la realidad que el país oculto desea mostrar.

Reid maneja los símbolos con una poderosa inteligencia sobre su trascendencia y lo hace, a través de una mirada impaciente y siempre en perpetua transformación sobre la capacidad de la masa anónima para expresarse a través de héroes involuntarios. Cuando finalmente logra salir del supermercado, Emira lo hace entre abucheos — “¡Haga una denuncia!” grita a alguien — y perseguida por críticas que insisten en señalar está actuando de manera “floja y débil”. El padre de la niña continúa sin decir una sola palabra — y no la dirá durante el resto de la novela — y la hija, vuelve a los brazos de Emira. Es entonces cuando Reid brinda un poco más de información sobre la familia centro de la polémica. Emira apenas conoce al padre de la niña, un amante eventual de la mujer que le contrata, muy poco interesado en tener una relación con ambas. No hay mucho que decir ni tampoco que hacer entre ambos — “son dos desconocidos, unidos por una línea que sujeta historias sin importancia” dice Emira con cierta crueldad — y eso abarca otro discurso en una novela llena de pequeños mensajes ocultos. Para el padre, la incomodidad de haber acudido a una situación semejante solo es una circunstancia que espera olvidar pronto. “No vuelvas a llamar de nuevo” increpa a Emira antes de desaparecer por la calle — y Reid deja claro que lo que está ocurriendo a su alrededor, la curiosidad meridiana que debe enfrentar, que asume, sostiene y condiciona sobre su vida y lo que acaba de pasar, es un raro escollo de particularidades que Emira no logra entender del todo.

Para Reid las cosas están claras: su novela es un análisis extraño y poderoso sobre las raíces del prejuicio en lo cotidiano, pero también una burla extravagante sobre la manera en que nuestra sociedad — inocente, con un propensión artificial al liberalismo y sobre todo, una nota casi cínica acerca de su identidad — intenta manejar y lidiar con sus dolores y diminutos pecados. Hay una mordacidad latente en la forma que Reid cuenta como Emira lidia con la atención y los señalamientos — a pesar de sus esfuerzos, el vídeo de su experiencia se viralizó — y se transforma en algo más complicado, lleno de aristas y al final, doloroso. Porque Emira, que comienza la novela como una mujer despreocupada y corriente, se transforma de súbito en una celebridad mínima, en una concepción de la fama radical y casi obscena que además, por supuesto, es un gran motivo de debate insustancial. La mujer negra que cuida de una niña blanca. La mujer negra que debió llamar a un hombre blanco para evitar terminar en la cárcel. La mujer negra que no deseaba que semejante oprobio saliera a la luz pública. ¿Quiénes somos cuando nos encontramos bajo el foco de atención de la cultura? Reid se plantea las preguntas desde una óptica mordaz y pone a Emira, bajo la extrañísima situación de avanzar en medio de una serie de prejuicios sin sentido y enlazados a todo tipo de versiones sobre la identidad colectiva. Emira recibe correos de apoyo, en Twitter se le llama “oportunista” y en Instagram — las descripciones de Reid sobre el uso de redes son impecables e hilarantes — se muestra el vídeo en una rápida sucesión de imágenes que se entrecruzan entre sí para sostener algo que no tiene nombre o al menos, no se analiza de forma en exceso clara. ¿Emira se convirtió en una mujer capaz de simbolizar los miedos de una cultura que lo olvida todo muy fácil? Una semana después del suceso, Emira es despedida y ahora, la pregunta es si su cualidad como niñera de una niña blanca también forma parte de algo más desagradable en medio del debate a su alrededor. “Me he convertido en una pared blanca que cualquiera puede señalar” escribe en su diario inconstante, abrumada de furia y también de fascinación. Emira, es una estrella que no sabe el motivo por el cual lo es y también un símbolo carente de significado.

La prosa de Reid es accesible, inmediata y fluida: la escritora cuenta una historia que podría sucederle a cualquiera, pero le ocurrió a una mujer negra, que llevaba una niña blanca en brazos. Pronto, habrá más repercusiones extravagantes — invitaciones a programas de televisión, el insulto de una mujer negra por traicionar “a las mujeres como ella” — e incluso, un extraño romance con uno de los que grabaron en vídeo la experiencia. Y mientras todo transcurre de manera rápida, desconcertante y abrumador. La sátira de Reid no apunta a la empatía, no hace otra cosa que crear una situación de círculos concéntricos en la que el centro es la constante pregunta sobre la concepción del individuo. La Emira del video es por completo distinto a la Emira que despierta sobresaltada por llamadas de periodistas, que encuentra su fotografía en un periódico, que relaciona la idea de la moral con algo más extravagante y extraño. Emira bien podría ser la propia escritora, obsesionada por describir el mundo, pero que solo logra entender a las celebridades viralizadas y a los sucesos cotidianos desde un tipo de sátira cruel que, pocas veces, ha sido mejor utilizada y dirigida que en su novela. Emira es adorable, Reid la hace serlo; sin embargo, en realidad, es un personaje que únicamente refleja lo que deseamos saber sobre ella. De la misma forma, del video que la hace famosa, de los prejuicios que refleja, de los terrores que sostiene, del miedo que enlaza al mundo contemporáneo, de la búsqueda de significado que no deja de fluir en una dirección elemental y corriente hacia el núcleo de un confuso sistema de valores.

En Such a Fun Age, la raza y la pertenencia lo son todo, pero también, es el origen de todos los terrores y pequeños monstruos al borde de la narración que la escritora conjuga sin nombrar. La hipocresía de una época que cree que el optimismo es necesario y sobre todo, la noción elemental de una medida sobre lo simple, lo temible y lo enrevesado de nuestra moral inmediata. No hay nada persistente en esta vuelta de tuerca a los mitos cotidianos y Reid, malvada, enigmática y por momentos directamente burlona, lo sabe.

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Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión. Desobediente por afición. Escribo en @Hipertextual @ElEstimulo @ElNacionalweb @PopconCine