Crónicas de la feminista defectuosa:

De la “feminazi”, la cursilería barata, la mujer que crea y se sostiene en medio del vendaval.

Aglaia Berlutti
23 min readMar 11, 2020

El pasado domingo y a propósito de la conmemoración del día de la mujer, recibí un correo anónimo, en el que alguien me acusaba de “feminazi solapada”. Toda una novedad para la colección de insultos de alto y bajo calibre que suelo recibir por el mero hecho de dedicar tiempo, esfuerzo y una considerable cantidad de empeño en defender los derechos de la mujer en un país machista como el mío. En particular, el correo me hizo reír porque describía el hecho que no participaba en “discusiones públicas” y sólo me dedicaba a “escribir sobre temas superficiales” para disimular “mi empeño por imponer mis creencias comunistas”.

Mi abuela, que era una mujer muy sabia, solía decir que hablamos desde nuestros temores con más frecuencias que desde las esperanzas, lo cual, claro está, es del todo cierto. En lo que respecta a la batalla por los derechos de la mujer, es mucho más frecuente que quienes se oponen — la critican, disminuyen, menosprecian — lo hagan desde su mera imposibilidad de enfrentarse a sus prejuicios. ¿Cómo explicar a una sociedad obsesionada con la mujer como individuo, que ya no existen restricciones, limites ni fronteras para el comportamiento femenino? ¿Que podemos desnudarnos, disponer del cuerpo a placer, decidir acerca de nuestra capacidad reproductiva, crear una versión sobre la realidad todo lo cercana a lo que deseamos como individuo como se encuentre a nuestra disposición?

Vamos, no es sencillo. Esta es una cultura que a la mujer se le señala por la forma de vestir, se le estigmatiza por cómo se comporta, que se analiza desde el cariz de un papel infantil y secundario que se adorna con las razones más bonitas y elaboradas. El domingo por ejemplo, leía a un conocido tuitero hablar de las mujeres como “lo que brinda sabor y belleza a la vida” y me hizo reír con tristeza, porque en medio de la colección de clichés y romanticismos cursis de sus “alabanzas”, había una agria imposición sobre lo que debía ser lo femenino, en su escaso, limitado y restringido criterio. Me sorprendió que un hombre que había pasado un duelo por viudez hace poco, pudiera hablar de las mujeres con el mismo tono y condescendencia con que se habla de una mascota o una planta. ¿Como enfrentar algo así?¿Cómo luchar contra algo semejante? ¿Como empujas el sesgo hacia algo más profundo, hacia una mirada más determinada sobre lo que la mujer es en la actualidad?

Claro está, después están los que insultan el aspecto físico ajeno, que creen que burlarse de los pechos y el peso de una mujer es una manera de denigrar sus ideas. Un pensamiento tan viejo y arraigado que aun, se considera válido en algunos grupos retrógrados, tristemente arraigados en la idea de la mujer objeto, la idealización de lo femenino, los que intentan imponer con humor barato y simple, la idea que la mujer sólo puede ser de una forma y comportarse de una única manera. Son los mismos que alaban con florituras verbales el cabello, la ropa, la piel, la sonrisa pero jamás las ideas, las convicciones, las decisiones, la voluntad de una mujer. Son los mismos para quienes la mujeres se resumen a un conjunto de piezas intercambiables, una serie de ideas más o menos concisas sobre quienes somos y cómo podemos entendernos, más allá de lo moral, lo social y lo intelectual.

Porque el feminismo se enfrenta a la historia. A siglos de mandatos, de imposiciones, de dedos que señalan y acusan. A leyes, costumbres, tradiciones. A las generaciones educadas para aceptar la idea que una mujer debe ocultar su cuerpo, que mostrarlo es de “putas”, que los pechos ofenden si se descubren para algo más que no sea una fantasía sexual. Que una mujer no puede salir a la calle a arrojar piedras enfurecidas porque tiene miedo de ser violada, asesinada, engrosar las largas listas de estadísticas sobre feminicidios que no hacen más que aumentar. Que una mujer no tiene el derecho de decidir sobre su cuerpo, porque la posibilidad de parir es mucho más importante que pensar, analizar y sobrellevar las cargas de la maternidad desde un punto de vista informado, sensible y respetuoso con su identidad. Porque el feminismo y las mujeres que propugnamos sobre el tema, debemos aceptar que el derecho a la protesta, a la divulgación de las ideas, debe pasar por el filtro de la resistencia al cambio, el desconcierto rencoroso que produce que de pronto, el papel secundario de la mujer se rompa para crear algo más elaborado, complicado y extraño de lo que supone una sociedad acostumbrada a la mirada que menosprecia y empequeñece el papel de la mujer.

Así que, “feminazi”, ese término tan de moda durante la última década , que no es otra cosa que un juego de palabras malicioso creado en 1990 por el locutor conservador Rush Limbaugh, en el cual se mezcla el feminismo con algunas connotaciones sobre el «nazismo», en un intento de resumir ambas ideas en un planeamiento que pudiera achacar al feminismo de «radical» y «violento». Limbaugh lo utilizó para señalar a las mujeres que exigían el derecho al aborto y equiparó sus exigencias a las prácticas de control de la natalidad que ejerció el nazismo sobre sus regimen de terror. Con el transcurrir del tiempo, la palabra se volvió parte de los términos que se utilizan para ridiculizar y minimizar el impacto ideológico del feminismo. Desde ese origen brumoso, grotesco y simplón, el término se convirtió en el favorito de los que no pueden explicar por qué les enfurece de tal manera que una mujer sea libre para protestar, para poner los puntos claros sobre lo que aspira y desea. Para asumir la posibilidad de ser un individuo sin lazos con todos los estereotipos que le sujetan o intentan hacerlo.

“Feminazi solapada”. Escribo el término en la libreta en que conservo todos los epítetos débiles y singularmente abstractos que utilizan para insultarme. Y me hace sonreír lo poderosa que me hacen sentir. La sensación inequívoca que estoy moviendo algo en la rueca enorme y en apariencia irrevocable de las sentencias históricas que aplastan la identidad de la mujer. Cada insulto, cada notoria reacción a las ideas, a los argumentos, a la posibilidad del cambio es un triunfo enorme que me provoca una profunda sensación de comprender los rudimentarios mecanismos que sostienen a nuestra cultura. Comprenderlos desde sus espacios vacíos, sus grietas y abismos. Y eso está bien, me digo con el lápiz entre los dedos. Eso es profundo, necesario. Audaz. Una batalla silenciosa que todos los días me permite avanzar un poco más en terreno desconocido.

La mirada al olvido y otras formas de lucha.

También el día de la mujer, una periodista venezolana publicó en su TimeLine de Twitter una fotografía suya acompañada de una rápida reflexión, en la que decía que todos sus logros se lo debía a su capacidad y eso, “es igualdad”. Se trata de una personalidad pública agradable, querida y respetada, además de una mujer muy bella que cumple con el exigente estándar de belleza nacional. “Igualdad” pensé con cierto desánimo. “Esta es la igualdad”.

Cuando comencé en la Universidad para cursar mi primera licenciatura, había una chica que era el triple de inteligente de lo que jamás lo sería yo. Era brillante, no sólo como estudiante, sino como libre pensadora. Era una mujer capaz de crear a través de sus ideas, argumentos tan aplastantes que nadie podía rebatirlos a menos de dedicar horas enteras a encontrar una posible fisura en sus magníficas estructuras de pensamiento. La admiré desde el primer día. Era una mujer solitaria, empecinada en triunfar, la primera en llegar a clases, la primera en extender la hoja de los exámenes. La que además de ser una destacada estudiante, era también una becaria que trabajaba a media jornada para sostener lo que sin duda, sería el principio de una brillante carrera universitaria. En las pocas veces que conversamos, me aseguró que su único objetivo era lograr el diploma de abogada y trabajar para su familia, esa frase tan tópica que cuando es por completo sincera, resulta profundamente sentida y emocional. Admiré su fuerza, que yo no tenía ni tendría (ya por entonces detestaba esa primera y fallida intentona universitaria) y sobre todo, esa claridad de objetivos. No tenía la menor duda que alguien con tantas aptitudes, esforzado y con múltiples capacidades llegaría a ese lugar que yo, mucho más desanimada, aplastada por la frustración y sobre todo el desconcierto, jamás podría alcanzar.

No podría decir exactamente cuando noté que la chica dejó de asistir a clases. Debió de ocurrir mucho antes que lo notara. Ya rebasábamos el temido tercer año de una licenciatura cada vez más complicada y recuerdo, que un día sólo dejó de estar o yo dejé de notar sus triunfos. Para cuando pregunté sobre qué había ocurrido, nadie pudo darme razón. Sólo fue otra de los tantos estudiantes que desertan, de los que descubren que el plan de vida de los primeros años deja de tener sentido cuando se hace más real o a los que la Universidad, como experiencia, supera. Recuerdo haber pensado que seguramente esa maravillosa estudiante, de apuntes pulcros y detallados, que jamás dejó de obtener las calificaciones más altas, que se las arreglaba además para ser una magnífica integrante del grupo de debates, que ya había representado a nuestra promoción en más de una oportunidad, había encontrado un mejor lugar para destacar y triunfar. Y por supuesto, envidié esa iniciativa, ese poder. Lo envidie en medio de mis inseguridades, miedos y el terror a fracasar en medio de unas exigencias desproporcionadas a mi interés y amor por lo que aprendía.

Obtuve mi diploma porque opté no rendirme a pesar del desánimo. Intenté ejercer, no lo hice. Volví a los pupitres, encontré mi lugar en el mundo. Me preguntaba de vez en cuando por esa estudiante brillante, que yo jamás podría ser incluso en medio de un nuevo lugar, más amable y que despertaba mi interés. Me hice adulta en las aulas de clases y finalmente, levanté el birrete por un triunfo académico que me representaba mejor que cualquier otra cosa. Que me hizo sentir más fuerte, feliz y profundamente vinculada a mis creencias y formas de ver el mundo que nada más. Recuerdo haber mirado el venerable techo de la Universidad, cubierto de nubes de metal y yeso, para pensar en la naturaleza de la belleza, del amor y del éxito. Un privilegio.

Hará un par de años y debido a ya no recuerdo cual trámite administrativo, tuve que acudir a una institución pública, en la que luego de casi tres horas de espera, decidí encarar a la secretaria que atendía en el despacho del funcionario con el que debía hablar. Me atendió una mujer cansada, de pocas palabras, que me pareció levemente conocida y que sin duda, tenía otras cosas en mente además de atender a una desconocida impaciente. Me pareció familiar, de hecho me quedé en silencio mientras la mujer me recordaba el horario en tono agresivo y grosero. Al final, me envió otra vez a mi silla y esperé otra hora más, hasta que decidí no valía la pena continuar aguardando, al menos por ese día.

La vi un par de veces más. Llegamos a discutir. Finalmente el funcionario me atendió, logré la firma que necesitaba y no volví por la oficina. Ella siguió pareciéndome familiar. Traté de ubicar el rostro cruzado de arrugas, cansado y duro de algún lugar. No lo logré. Asumí que se trataba de una de esas imágenes huidizas de la memoria que en ocasiones, entorpecen los recuerdos mínimos. Pero esa información en blanco en mi mente, siguió molestándome. Irritándome aunque no supiera el motivo.

Un día cualquiera y sin ningún motivo, recordé el rostro de mi compañera de clase. Y fue como un sacudón de conciencia. Uno doloroso, críptico y difícil de definir por las buenas. Por supuesto, tuve que rellenar los espacios de lo que había ocurrido entre la última vez que le había visto como estudiante y la mujer de mal carácter sentada en un escritorio. No lo logré del todo: hice algunas preguntas, averigüe pequeños trozos de información. Una historia cliché, clásica y dura: una madre enferma, hermanos que cuidar. La necesidad de abandonar la universidad por unos años. Y después…¿qué? me pregunté aterrada por ese abismo entre la joven que había sido y la mujer que era. ¿Qué había ocurrido en mitad de toda esa historia?

Recordé esa anécdota amarga, mientras miraba la fotografía de la radiante periodista, que dejó claro para su publico cautivo que la igualdad es su privilegiada vida como mujer que recibió la ayuda que necesitaba en el momento preciso. Como yo, como todos. Los que incluso superaron obstáculos gracias a esas infinitas e invisibles redes de apoyo. A los que tuvieron cómo sostenerse en mitad del vendaval, de todos los dolores, de todos los pequeños traspiés hacía la vida que soñamos y creamos a diarios.

“Esto es la igualdad” pienso con un suspiro. Tengo deseos de llorar.

Feminazi y poderosa.

Soy feminista y además, liberal. Creo en la propiedad privada, lucho por la paridad de oportunidades en el ámbito económico y académico, soy amante del libre mercado. Me gusta la posibilidad de competir con todas mis capacidades en terrenos usualmente vetados a las mujeres. Escribo de cultura pop y me enfrento al prejuicio por hacerlo. Fotografío desde mi versión del mundo y muestro a las mujeres (a mi misma) tal como me las imagino. Y todo eso lo hago en un país machista.

Pero sé que soy privilegiada. Sé que tuve una familia que me educó para avanzar en contracorriente, que me apoyó para que lo hiciera, incluso en los momentos más duros de mi vida, en los más desalentadores. Tuve acceso a la educación Universitaria (no una, sino dos veces), puedo invertir parte de mi dinero en seguir educándome. Tomé la decisión consciente de no ser madre, de seguir la ruta poco transitada de dedicar todo mi esfuerzo, energía y dedicación a mi proyecto de vida como fotógrafa y escritora. He tenido la posibilidad que me sostengan intelectualmente cuando me he derrumbado de miedo y cansancio. De ser amada tal y como soy, de ser admirada, criticada y odiada, lo que al final del camino, me brindó la oportunidad de crecer y ser cada vez más fuerte, de estar por completo convencida que está bien llevar la contraria, hablar en voz alta de los tópicos que me preocupan y me afectan. Que está bien debatir y sostener mis apreciaciones sobre mi libertad personal y la que aspiran todas las mujeres que conozco como lo crea mejor y más conveniente.

Pero no todas las mujeres tienen esa posibilidad. De hecho, la mayoría no la tienen. La mayoría soporta el peso del miedo, el prejuicio, las imposibilidades. La mayoría de las mujeres de mi país no tienen acceso a la educación que recibí, a las posibilidades de las que disfruto a diario. La mayoría debe lidiar con un tipo de machismo solapado que les enseña primero a andar en zapatos de tacón alto antes que a cuidar de su autoestima. Este es el país en que hay tantas peluquerías que podría contar una en cada esquina, mientras las librerías cierran a diario. Este es el país en que una mujer es “puta”, está “explotada”, o bien es “bendecida y afortunada” por el mecenas sexual de turno. Este es el país en que el idea de belleza te pesa como una carga que debes manejar con cuidado, porque de eso depende tu éxito social o la forma en que se percibirá tu trabajo. Este es el país en que hombres consideran divertido menospreciar la inteligencia femenina, porque es una forma de “humor”.

Y también, este es el país en que una mujer estuvo cautiva por treinta y dos años y fue acusada de “permitirlo”. Este el país en que las agresiones sexuales se miden por la capacidad de la víctima por “convencer” a un sistema misógino y retrógrado. Este es un país en el que si eres mujer, te recordarán cada tanto que decir groserías “no está bien” y te dirán, con tanta frecuencia como para enfurecerte, como y de qué manera debes protestar. Este es un país machista, en un continente misógino, en una cultura recelosa de la identidad femenina.

Y en esta cultura crecí. En esta cultura en la que cuando tenía dieciséis años, un hombre que me triplicaba la edad me invitó a salir y me extendió una rosa, agradeciéndome ser tan “hembra”. Esta es la cultura en la que cuando escribí un ensayo sobre la mujer medieval como héroe secreto, el profesor de turno me dijo que dejara el “planfleteo” fuera del aula de clase. Esta es la cultura en la que fui acosada por un hombre en competencia laboral desleal y que cuando pedí ayuda a un periodista a quien respetaba, me dijo que era mejor no hacerlo público “porque probablemente, sería peor para mí”. Esta es la cultura en que un hombre me dijo que jamás llegaría a ser crítica de cine “porque las mujeres no hablan con esa profundidad” y es también, la que una mujer me insultó por insistir en que la mujer es dueña de su cuerpo, esté embarazada o no.

De modo que lucho a diario porque todas las mujeres, tengan un terreno de reflexión como el que construí, que puedan expresarse, crear, crecer y llegar a alcanzar cada una de sus aspiraciones, a pesar que la cultura las censure y las señale. Una cultura que no pueda minimizar a una mujer sólo por serlo. Una cultura en que el futuro sea sin duda, femenino.

Puño en alto, la cualidad de la lucha.

Hace unas cuentas semanas, alguien hizo siguiente comentario en mi TimeLine de Twitter “Las feministas tienen un reconcomio directo contra los hombres, que creo evidencia falta de alguna actividad sexual”. Poco después, el mismo user insistía “Todas las feministas son comunistas — lo sepan o no — y también odiadoras de hombres”. Para rematar, el invisible interlocutor dejó muy claro que “Estaba muy harto del complejo de inferioridad de las mujeres”, con lo cual parecía resumir lo inútil que le parecía cualquier tipo de debate sobre la inclusión y la igualdad de género.

Como de es de suponer, leí todo aquello con una sensación de asombro e irritación. Me pregunté donde encajaba yo allí: para empezar casi todos mis amigos son hombres y no creo que mi feminismo o mi noción sobre él, tenga relación alguna con mis sentimientos hacia el género masculino. Desde la infancia, he tenido profundas amistades emocionales e intelectuales con hombres y no sólo con los que han sido mis parejas. Y es que para empezar, la mayoría de las veces, es una visión simplista creer que la identidad masculina y como se manifiesta, es el motivo por el cual el feminismo existe. Al menos, para buena parte de las mujeres que conozco, la idea es evidente y sobre todo coherente: el feminismo no es una guerra emocional e intelectual contra los hombres. Es una lucha por aspirar a la inclusión legal y cultural que merecemos como ciudadanos y no por el hecho específico de mi género. Aspiro a los mismo derechos que cualquiera porque los merezco.

Y por supuesto, no me considero “comunista”, que tampoco sería malo o bueno, sino simplemente una elección política como cualquier otra. Soy todo lo liberal que puede ser un ciudadano en la treintena y que escoge con deliberada consciencia de por qué lo hace su parecer político. Me defino como liberal, me opongo a cualquier control del Estado, apoyo el libro mercado y confío plenamente en el Capitalismo, por terriblemente desconsiderado que eso suene. De manera que luego de leer la parrafada del desconocido, me cuestioné hasta que punto, soy parte de esa noción general sobre lo que na femeninista debe ser.

Claro está, no me sorprende esa percepción y es hasta cierto punto lógica. El Feminismo teórico no sólo propugna toda una serie de ideas de izquierda clásica sino que las admite como parte de su propuesta. Pero no es todo lo que es el feminismo, ni tampoco una parte sustancial de todo lo que el feminismo puede ser como propuesta. También, conozco las campañas de “odio hacia lo masculino” propugnada por varias ramas extremistas del movimiento, que acusan con el dedo extendido a todos los hombres por lo que llaman “subyugación moral”. Pero eso tampoco es el feminismo. No al menos, como yo lo comprendo y debo decir que luego de casi dos décadas de convencido activismo, sé muy bien cuales son mis aspiraciones políticas e ideológicas. Lo he analizado con tanta profundidad como para que formen parte de mi vida y también, como para sacar algunas conclusiones al respecto.

Para empezar, soy feminista en un país lo suficientemente machista como para que resulte incomodo. Durante buena parte de mi vida académica y profesional, me he enfrentado a miradas de reojo, risitas bajo cuerda y cejas levantadas cuando pronuncio en voz alta la temida palabra “feminista”. Y lo hago con muchísima frecuencia, he de decir. Justo por el hecho que de pronto — y exactamente no supe cuando — la palabra se convirtió en una grosería, en una ofensa hiriente e incluso, en un teorema burlón. Algo como que ¿Eres feminista? ah vaya, que profunda tu causa con axilas velludas y senos feos al aire. ¿Por qué no hay feministas feas? ¿Por qué todas son gordas? ¿Por qué no hay feministas que admitan les gusta el sexo? ¡Vamos caramba, admítanlo!

— Bueno, lo dices tu, no yo: pero es obvio que en lo que respeta al feminismo hay una ruptura base y elemental que resulta preocupante a la distancia — dice mi amigo Juan, sociólogo, con quien suelo conversar de esas cosas. Juan se llama así mismo “observador de los debates de género” y disfruta de lo lindo cada vez que alguien me despierta “la señora maligna interior”, termino que define a mi otro yo discutidor y muy mal humorado. De hecho, nuestras conversaciones siempre suelen comenzar por ideas más o menos elementales como: ¿Por qué en Venezuela se crían machos y no caballeros? y matices al estilo. — Lo que ocurre es que ser feminista es enfrentarte al hecho no sólo de la defensa de lo que crees son tus derechos, sino además a algo más intangible. — Claro. Hablamos de una idea social tan antigua como esencial. El binomio de hombre y mujer.

La primera vez que supe era feminista ni siquiera sabía que había una palabra para definir la ira que sentí cuando una maestra de la escuela me llamó “machorra” porque preguntarle el motivo por lo que había cosas para “niñas” y para “niños”. Luego de una infructuosa tanda de preguntas, la mujer pareció impacientándose e insistiendo que una “niña de bien” no discute esas cosas. Las acepta.

— Entonces yo no soy una de esas niñas — recuerdo que le grité — yo quiero saber porque las cosas pasan así. Y no me gustan que pasen así.

A la maestra no le gustó nada ni el grito ni la actitud y terminé castigada por semanas sin recreo. Pero con todo, recuerdo con enorme claridad que me sentí especialmente bien — a pesar del castigo y las burlas de mis compañeras — por haber dejado claro lo que pensaba. Me gustó la sensación de poder que me hizo sentir. Y pensé que era algo muy bueno decir las cosas en voz alta.

Así que después, cuando un desconocido me llamó puta por mi afición a las faldas cortas o cuando alguien me dijo que no podía aspirar a determinado puesto en el consejo estudiantil porque era una muchacha, supe que debía hacer. Supe que responder y como enfrentarme. Supe que podía no sólo defenderme sino que además, debía hacerlo. Y que eso era una forma de manifestar mis ideas. Una manera de construir mi forma de ver el mundo.

De manera que con diez años, hice mi primera proclama feminista. O al menos, así podría interpretarse. Juan suelta una carcajada cuando se lo cuento. Una muy maliciosa.

— Lo que ocurre es que el Feminismo no es una idea simpática. Se enfrenta a tantas cosas a la vez, que es obvio y notorio que tropezará con alguna que se considere sagrada y sobre todo, de esas que la sociedad considera inamovible — me explica — una mujer que asume desea reclamar derechos y responsabilidades, se va a encontrar con que se enfrentará a la educación que le dieron en casa, con la cultura que le rodea e incluso con la religión que profesa la mayoría, no es sencillo.

No lo es. Recuerdo que la primera vez que comenté en voz alta que me atraían las ideas del feminismo, varios de mis amigos me miraron con la ya clásica expresión de “¿Y ahora que hacemos?”. Me encontraba en la Universidad, era una muchacha pálida y desgreñada que acababa de descubrir que la inquietud que había tenido durante años tenía nombre y no tenía el menor empacho en mostrarla. Uno de mis amigos se aterrorizó un poco con eso.

— ¿O sea serás un machista con falda? — me dijo. Lo miré extrañada. — Yo sólo aspiro a que nadie me tenga que juzgar por el hecho simple que soy mujer. Quiero ser un ciudadano a pleno derecho, nada más. — Ya lo eres — me recordó otro. — ¿Hablamos del código Civil?

Eso era un chiste viejo que hizo reír a todos. Después de todo, como estudiantes de Derecho, sabíamos que las leyes Venezolanas eran tan machistas como lo habían permitido la conservadora sociedad que había redactado las leyes vigentes. De manera que sí, todos asintieron, admitieron que tenía algo de razón — no toda — y me pidieron que al menos si empezaba a odiarlos, que les advirtiera para tomar precauciones.

— Lo haré, lo haré — les dije muy convencida. Y también reí. ¿Por qué no hacerlo?

Supongo que es muy fácil, resumir la idea del feminismo en un enfrentamiento directo con lo masculino, aunque no tiene por qué serlo y de hecho, la mayoría de las veces no lo es. Pero hablar sobre un movimiento social estructurado de mujeres para mujeres, no siempre es sencillo, sobre todo para una cultura que todavía se pregunta por qué diablos las mujeres decidieron reclamar si todo estaba tan bien.

— Se trata de una idea costumbrista: si todo funciona ¿Para que cambiarla? — me dice Juan — la mayoría de las veces, las feministas se tropiezan con esa percepción de “las cosas marchan como deben de marchar”, que invalida de origen el reclamo. Es algo complicado de analizar, sobre todo cuando no estás en una posición de poder.

En una ocasión, reclamé en el rectorado de la Universidad donde estudiaba que un profesor me había quitado un par de puntos en un examen por analizar “desde la perspectiva de la mujer” algunas ideas “objetivas”. Cuando le expliqué que el hecho que varios personajes de la Literatura fueran simplemente esquemas repetitivos y sin mayor peso era un hecho verificable, el funcionario que me atendió puso ojos en blanco. Casi le escuché pensar “Y tener que soportar a esta mujer”.

— No se vaya a sentir ofendida por eso — me dijo casi con fastidio. Me encogí de hombros. — No me molesta. Lo que sí me irrita es que mi análisis se considerara femenino porque lo hago notar. — No se me ponga feminazi — me reclamó, mitad en chiste, mitad en broma. No supe que responder a eso, esencialmente porque no conocía el término.

Bienvenida al mundo real: al mundo donde si reclamas mucho, bordeas el incómodo trecho entre ser un incordio y el tradicional dolor en el trasero. O lo que es lo mismo, en el ámbito de las ideas de género, una feminazi. ¿Y que describe tan poco generoso término? a una mujer irritante, al parecer. La palabra fue creada en 1990 por el locutor conservador Rush Limbaugh que mezclo los términos “feminismo” y “nazismo” para describir a las mujeres que por entonces exigían en EEUU el derecho al aborto. Poco después se popularizó y actualmente, es la definición más ¿Reclamas, te vuelves insoportable? ¿Insistes en decir tus ideas como las concibes? Pues tienes tu nombre: Feminazi.

— Cualquier movimiento político y social siempre será concebido desde la periferia y a través de sus carencias — me dice Juan — es mucho más fácil reducir al feminismo en un sentido burlón de mujer-quema-sostenes-machorra-odiadora de hombres que lanzar un argumento, que implica sostener un debate.

Una idea que he enfrentado toda mi vida, claro. Soy respondona y malcriada por naturaleza y eso, combinado con una idea política, puede resultar realmente irritante y fastidioso. Y admito que lo soy. Me gusta debatir los planteamientos, desmenuzarlos en palabras y reflexiones. Pero a casi nadie le gusta seguirme el paso. La mayoría me pregunta si me afeité los brazos ese día o si el “hembrismo” me dejó vivir otra semana. Casi siempre termino quedándome callada de puro aburrimiento. ¿Quién no lo haría?

Y ahora que tocamos el tema, hablemos del “hembrismo”, hermano bastardo del “machismo al revés” y que suele usarse para definirse un tipo de supuesto feminismo reaccionario. A veces bromeo con la palabra, la uso para definir esa fantasía masculina sobre lo que la lucha por los derechos puede ser. Más de una vez, la he empleado como idea que parece elaborar una percepción muy amplia sobre la fantasía de la reivindicación extrema y sobre todo, esa capacidad insistente de limitar la lucha social como simple enfrentamiento entre géneros. Juan sacude la cabeza, con cierto cansancio.

— El “hembrismo” es tan útil para el machismo como un doble espía. No sólo encarna lo que es su suposición sobre el feminismo sino que existe para demostrar que el feminismo “es una idea sobre el odio a lo masculino”. Puestos así, es super sencillo comprender porque aparece la palabra de vez en cuando.

Hace poco, leía en el interesante blog de Nacho Moreno en Palomitas en los Ojos, que resulta interesante que sólo en artículos y argumentos relacionadas con críticas directas al feminismo, el “hembrismo” sea un concepto que se analice a profundidad, por lo cual concluye que se trata de “una pura invención que sólo podemos encontrar en los micrófonos, revistas y foros más casposos del internet. El machismo al revés no existe porque para que se produjera un fenómeno parecido tendríamos que revivir miles de años de cultura patriarcal pero ‘al revés’ cosa a todas luces imposible a no ser que nos pongamos inmediatamente a hacerlo”. Una idea para reflexionar.

Lo del “hembrismo” parece resumir ciertas inquietudes que me preocuparon por mucho tiempo. Cuando era más jovencita, me atormentaba la idea que el feminismo, como movimiento social pudiera ser sólo una propuesta destinada a convertirse en una especie de eco de ideas extremas. No quería repetir ideas de otros, quería reformular los planteamientos a mi medida. Y lo hice cada vez que pude. Adecué las ideas a lo que suponía correcto — coincidieran o no con la mayoría — y sobre todo, insistí en mirar las cosas desde mi perspectiva.

— Lo cual te hace “tibia” — se burla Juan, quien por años ha sido testigo de mis discusiones y peleas con otras feministas convencida que mi manera de ver las cosas es por completo equivocada. Me encojo de hombros. — O inconforme. — O inconforme por tibia.

Nos reímos juntos. No obstante, tiene razón: el planteamiento de adecuar el feminismo a mi particular punto de vista no es sencillo. Como todo movimiento social y cultural que se precie, a pasado por transformaciones muy especificas y concretas. Lo cual es lógico, siendo que la llamada “primera Ola feminista” nace en el siglo XVIII y llega a principios del XX en EEUU; Una diatriba sobre la educación formal y aspectos específicos sobre la mujer, como la importancia sobre el acceso a la universidad, el acceso al voto y sobre todo, redefinir la identidad de la mujer. La segunda Ola — y esta es la que suele ser llamada radical — tiene lugar en los años 60 y 70 y está relacionada con los movimientos de derechos civiles y contraculturales. De allí nace la idea del “Feminismo Izquierdista” y sobre todo esa noción del feminismo afianzado en ideas de reivindicación de clases y luchas de capitales. La segunda Ola llegó además para destruir la imagen tradicional de la mujer, poniendo en el tapete temas hasta entonces tabú como los derechos reproductivos, la libertad sexual y el acceso pleno al trabajo.

Supongo entonces que la Tercera Ola es esta toma del conciencia que el Feminismo puede ser muchas cosas y también, un sólo planteamiento. La idea de integrar toda una serie de ideas sobre los derechos generales — más allá de la mujer y lo femenino — y asumir su valor. Una vez leí que la tercera Ola del feminismo es una idea en constante transformación, que admite cientos de excepciones. Y una de ellas, claro está, es la de comprenderlo de una manera privada. Esa noción del feminismo como elemento esencial de lo que se considera una construcción social para la mujer pero no exclusivamente sólo en lo que respeta al género.

Claro está, no son conceptos sencillos. Ni lo serán. Tampoco son simples de asumir desde la perspectiva del “feminismo es esto y lo otro”. Pero están, para ser analizados, para ser concebidos como percepciones ideales sobre lo que la sociedad puede ser. Después de todo, parafraseando a mi amada Simone De Beauvoir, uno no nace feminista. Se hace feminista,.

Una vez leí en una informe de la Comisión Europea sobre la mujer que El género lo componen “las diferencias sociales (por oposición a las biológicas) entre hombres y mujeres que han sido aprendidas, cambian con el tiempo y presentan grandes variaciones tanto entre diversas culturas como dentro de una misma cultura”, lo cual equivale a decir que lo que somos — como nos concebimos — evoluciona con el tiempo. Lo cual también es válido por supuesto, para lo que reclamamos como justo y más allá, lo que aspiramos a obtener. Porque el mundo, puede ser una esperanza y también una construcción de ideas. Pero sobre todo un proyecto a largo plazo en plena creación.

— ¿Estás consciente que son tiempos temibles para el feminismo? — me dice Juan. Caminamos juntos por la calle y de pronto, el mundo parece enorme y yo muy pequeña, con mis batallas e ideas. Pero posible de construir, una aspiración incompleta — ¿Que no se trata solamente de la burla sino también del absoluta desprecio que despierta la idea?

Por supuesto que lo sé, me digo, a varios meses de distancia de esa conversación, mientras el interlocutor invisible en mi TimeLine continúa despotricando contra el feminismo y quizás contra la idea que representa. Pero después pienso que justo por ese desprecio, por esa furia, por esa noción de las cosas, es que vale la pena seguir luchando, insistiendo, enfrentándose. Al menos, yo sé que lo haré.

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Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión. Desobediente por afición. Escribo en @Hipertextual @ElEstimulo @ElNacionalweb @PopconCine