Crónicas de la ciudadana preocupada:
La incertidumbre, el país invisible, la definitiva pérdida de la esperanza.
Hace unos días, escribí en Twitter que durante toda mi vida, no he conocido otra cosa que incertidumbre y hubo respuestas para todos los gustos. Alguien me dijo que “así se vive en todas partes” (cosa que puede ser cierta), que “no me imagino lo asombroso que es vivir en libertad” (los pasivos agresivos no faltan) y una que en realidad, me desconcertó. “La incertidumbre es la piedra angular del chavismo” me respondió un desconocido. “Nada de lo que hace, podría tener sentido sin arrebatar a todos los ciudadanos el poco control que aún conservan sobre sus vidas”. Anoté la frase con mano temblorosa. Vaya ¿hasta esa profundidad ha llegado el enfrentamiento político en mi país? ¿Hasta socavar los cimientos de las cosas más sencillas y vulgares? Me quedé un buen rato, aturdida por la idea. No es algo fácil de digerir, mucho menos de analizar con cabeza fría. En realidad, es una perspectiva tan terrorífica que intenté convencerme se trataba de otra de las paranoias que aplastan al Venezolano común, atormentado y traumatizado por cientos de cosas distintas. Por la escasez, la emigración, la hiperinflación, los apagones. Cualquiera sea lo que te quita la capacidad para decidir y sostenerte sobre tus propios medios, te hiere en un lugar de tu mente difícil de acceder. Te devuelve a una vulnerabilidad infantil y frágil a la que rara vez un adulto regresa por paso propio. Un sistema político que aplasta a niños adultos, dependientes del mecanismo de control. Sujetos a los eslabones de una larga cadena que les ata a pequeñas rutinas de supervivencia. Eso somos: hijos de la incertidumbre, del no tener otra cosa que esperanzas y especulaciones.
— Eso es una idea macabra.
Mi tío no es un hombre locuaz. Utiliza las palabras con moderación y severidad. Supongo que es parte del temperamento científico que le dejó treinta años en el laboratorio (como investigador) y quince más en las aulas de clase (como profesor). No se prodiga en adjetivos: la palabra “macabro” tiene un peso singular cuando la pronuncia. Un poco de sentencia y también, de angustia contenida.
— Es algo que te hace entender por qué todos somos rehenes en este país — le respondo — estamos bajo la amenaza. Sin saber si al día siguiente tendrás lo necesario para trabajar, trasladarte, comer o simplemente, vivir. Es una idea dura, desagradable. Pero es la única clara en mitad de todo lo confuso que hemos vivido durante los últimos años.
Nos quedamos en silencio. Mi tio sigue cortando con cuidado los trozos de papa que utilizará en una tortilla. Nos encontramos en su radiante cocina con dos ventanales siempre abiertos a la calle. Abajo, un grupo de niños juega al béisbol con una pelota de goma que rebota contra las paredes con un sonido hueco y blanco. Uno de los niños corre hacia la esquina, sacudiendo los brazos. “Dame esa mierda, que tengo que llegar a tercera antes que se vaya la luz” grita. Lo dice con el desparpajo de los niños. Sin miedo, como un hecho conocido y cierto. Después de todo, hemos sufridos cuatro o cinco apagones nacionales — el número varía según la fuente — desde principios de año. Se irá la luz, dice y los transeúntes en la calle caminan con más rapidez. Una mujer sacude la cabeza y cruza la calle con las manos apretadas contra las caderas. Cuando dejo de mirar la escena, descubro que tengo los brazos cruzados con fuerza por la cintura, como si sintiera algún dolor impreciso y difícil de soportar. Me inclino, me siento en el pequeño taburete junto a la mesa de madera. Mi tío sacude la cabeza. La labor de picar ya va muy adelantada. El ajoporro está en un pequeño montículo sobre un plato. Las papas también. Ahora se dedica a la cebolla.
— El Gobierno necesita control para sostener cualquier tipo de maniobras que quiera imponer — dice — es razonable pensar que la incertidumbre, te obliga a tomar decisiones inmediatas, a vivir al día.
— La pirámide de Maslow.
— No, la verdad es algo mucho más sutil que eso — mi tío frunce la boca en un gesto tenso — se trata de obligar a la gente, a todos, a priorizar. ¿Cuales son tus prioridades ahora mismo?
No sé qué responder. El primer pensamiento que tengo es la cantidad de tiempo, dinero y esfuerzo que le dedico a la buscar alimentos. Suena sencillo, incluso un poco banal sin el debido contexto. Hace cuatro meses escribí lo siguiente: “Ultimamente, pienso mucho sobre la comida. Lo que comeré, lo que necesito comer, si en el futuro podré adquirir cualquier alimento en medio de la hiperinflación que atraviesa mi país. Es un pensamiento tenebroso y persistente, que me acompaña a todas partes como una obsesión privada. Me quedo de pie mirando los anaqueles abiertos. Unos cuantos alimentos enlatados, verduras. En el refrigerador, carne pulcramente empaquetada. Puedo adquirir aún lo que para la mayoría de los venezolanos es prohibitivo, un lujo impensable casi. Pero ¿Hasta cuando podré hacerlo? Trabajo más de lo que jamás en mi vida para recibir el mínimo salario que creí obtener. Me lo digo cuando sostengo una de las latas de atún, otra con granos procesados. Una pequeña colección de supervivencia. ¿Aún puedo? ¿Cuando no pondré? Cuento las lascas de bistec, hago un cálculo mental. ¿Doce días? ¿Quizás sólo diez? ¿Cuál será su precio para entonces? ¿Podré alcanzarlo? Me tiemblan las manos cuando ordeno las pequeñas bolsas de verduras y legumbres. Papas, zanahorias. Una bolsa de lechuga fresca. ¿Suficiente para una semana? ¿Algunos días más? ¿Luego qué? Cierro la puerta de refrigerador con los labios temblando de miedo. Las manos aferradas al metal con fuerza. Tengo miedo. Mucho miedo”.
Cuando piensas en la comida de esa forma, todo a tu alrededor desaparece. Sobre todo, si vives en un país que hasta hace menos de cuatro años era medianamente normal. O admitámoslo, todo lo normal que puede ser un país en medio de una circunstancia ideológica que aplasta con una siniestra pericia todo intento de escapar de ella. Suena melodramático, lo sé. Imagino que si leyera una frase semejante sobre cualquier otro lugar en el mundo, lo juzgaría de forma muy cínica. Pero en Venezuela, el hecho real radica en la capacidad que desarrolló el poder para ejercer un dominio en todo lo que haces, aspiras o incluso, las decisiones que tomas. La presión del chavismo está en todas partes: en la sensación de zozobra que te acompaña a todas partes, en la insistente angustia que te provoca el mero pensamiento que cada minuto que transcurre la situación en que vives se hace más compleja, más dolorosa, más ambigua, por completo demoledora. No es sencillo admitir que un sistema político tiene semejante control sobre ti, lo que haces, quién eres. Pero lo tiene. Una maquinaria que durante veinte años se ha hizo más eficiente, violenta, represora.
— ¿Cómo sabes que se va a ir la luz?
La frase flota por la ventana abierta. Uno de los muchachos de la calle. Escucho risas, después de nuevo el bong bong de la pelota. En el aire caliente de la tarde, tan brillante que duele, el sonido es un eco lento, como el sonido de un gran corazón.
— Porque un día se irá y no vendrá más. ¿No leíste ese reportaje?
— ¿Que mierda es esa?
— Se va a ir y nos vamos a quedar sin luz como un mes.
Siento un escalofrío. De nuevo, me pregunto sobre mis prioridades. También he leído sobre un posible apagón definitivo en Venezuela. Una tragedia colosal latente. Pienso de nuevo en los anaqueles de mi cocina. Pienso en los pocos enlatados que aún conservo. En la verdura que aún no como, en las frutas que se pudrirán en unos pocos días. Recuerdo el pavor que sentí durante el primer apagón, la angustia informe que me provocó el segundo. La conciencia abrumadora sobre lo que ocurre en el resto del país. Y ahora, el pensamiento inevitable que una tragedia de proporciones desconocidas está cerca. Que no estoy preparada para afrontarla. Ahora qué, me digo mientras trato que el pánico no me cierre la garganta. Ahora qué.
— Cuando logras cambiar las prioridades de un ciudadano y las conviertes en supervivencia, aniquilas de a poco su identidad — dice entonces mi tío — es sin duda, una idea macabra. Y es lo que vivimos ahora.
La sentencia tiene un peso singular en la tarde brillante y azul, en medio de las voces de los jugadores de la calle, mientras mi tía y una de mis primas ríen en voz alta en otra habitación de la casa. Pero es real, pienso mientras me froto los antebrazos, aterrorizada y agobiada. Es real. En Venezuela, el miedo es una sombra informe bajo la cual caminamos todos.
Hace poco, conversaba con un amigo sobre la identidad. Un tema extraño, sobre todo por lo abstracto que puede resultar, pero que me ha obsesionado un poco en diferentes momentos de mi vida. La conversación, llena de clichés y criticas un poco burlonas, no dejó de resultar un poco inquietante: ¿Que es lo propio, lo que nos define? ¿Qué es esa identidad que se asume existe y que al parecer nos identifica como seres humanos? Creo que nadie lo sabe con seguridad, pero todos tenemos una buena idea de hacia donde se dirige.
El tema vino a colación por un comentario que creo todos quienes crecimos en esta generación hemos analizado alguna que otra vez. Sentirnos fuera del grupo, de lo que usualmente es considerado “aceptable”. La conversación tocaba un poco esa idea al tocar un punto muy específico y era acerca ese “ritmo”, sabor y “guaguancó” que todos los nacidos en este continente eterno se asegura debemos tener. Mi amigo comentaba no sin cierta tristeza, que en lo “latino”, esa rasgo misterioso que parece definirnos a todo como cultura, es más una amplia idea de “lo que deseamos ser”, que lo que realmente somos.
— Lo que es peor, creo que la gran mayoría de todos nosotros no nos sentimos identificados con esa “personalidad” — dijo M. con toda justicia — creo que al final del día, lo “autóctono” es un poco una idealización del “deber ser”.
Estuve de acuerdo por supuesto. Con cierta angustia, recordé esa sensación que siempre me atormentó de no pertenecer a Venezuela como parte de una idea social más amplia que yo misma. Ahora la sensación avanza por la vía contraría: siento que mi miedo es el de todos, que la tragedia homogeneizó opiniones y también, destrozó (o intenta hacerlo) todas las formas de resistencias. Es un pensamiento durísimo, pero que resulta inevitable si creces en un país con costumbres e ideas muy esquematizadas sobre sí mismo. Con quince años, recuerdo pensar por primera vez “¿Será que no soy Venezolana?”. Y la pregunta se ha repetido con frecuencia en el lo sucesivo.
Ahora la pregunta que me hago a diario, todos los días, es cuál es el peso del trauma colectivo que llevo a cuestas. Cuanto daño me ha hecho el miedo, la desazón constante. ¿Cómo sobrevives moralmente intacto a un país lleno de trampas y angustias? ¿Cómo puedes sobrellevar toda una adolescencia y primeros años de la adultez, plagados de tragedia? En Venezuela, pierdes la inocencia muy pronto. Descubres de inmediato que cualquier esperanza es vana, que está sometida al peso de la realidad a diario. Que bajo un mecanismo de represión con decenas de aristas distintas, es imposible mantener la ecuanimidad y la percepción sobre el sufrimiento bajo cierto equilibrio. Durante los últimos días, la represión en las calles de Venezuela se ha hecho más cruenta que nunca, con los funcionarios militares y policiales convertidos en herramientas del poder y ejecutores de la ley arma política. Tal vez se trate solo de una consecuencia directa de los casi veinte años de ideologización y polarización, con su discurso único de resentimiento o revanchismo. También me he preguntado si el comportamiento del estamento militar y jurídico no es otra cosa que una reacción lógica, luego de dos décadas de menospreciar e invisibilizar a una parte considerable de la población Venezolana bajo la consiga del enemigo invisible. O a los años de protestas, que se traducen en una larga lista de víctimas que el poder oculta e ignora.
Pienso sobre eso, mientras camino por una de las calles cerca del edificio donde vivo. Hace poco, un amigo Mexicano me insistía que la situación de Venezuela era una mezcla de irresponsabilidad política, torpeza ciudadana e historia reciente de un país profundamente traumatizado por la pobreza. Además, me insistió que Venezuela en contexto sólo es otra de las tantas experiencias fallidas del humanismo tradicional, aderezado por cierta efervescencia personalista. Se sorprendió cuando lo contradije.
— Venezuela se mira así misma desde la idea de la víctima — me insistió — en realidad, hay pocos países que no lo hagan. Pero especialmente en tu país, la idea del país que padece los errores recientes y consistentes de la casta política, es recurrente. Hablamos de un país presidencialista, con una renta petrolera que convirtió al Estado en el principal empleador y además, en una especie de figura paternal sustitutiva. Si lo miras desde esa perspectiva, Venezuela labró su camino hacia el desastre.
— Simplificas la situación: indudable sufrimos una deuda histórica con nuestros propios errores de percepción política y social, pero también se trata de un entramado ideológico que se sostiene sobre la pobreza, la exclusión y el resentimiento de clases — le respondí — Venezuela tiene un preocupante pasado político pero también, sufre un sistema que justamente se sostiene sobre esa visión del país víctima que mencionas.
— Indudablemente, no lo cuestiono. Pero si todos los sistemas anteriores no hubiesen asumido su idea del poder desde la jerarquía vertical y el militarismo, el clasismo, la exclusión y la marginación, probablemente ahora Venezuela pudiera comprenderse de otra manera.
No tuve otro remedio que admitir que tenía razón. Después de todo, Venezuela siempre ha comprendido el poder como un atributo del cargo y el funcionario, una compleja red de interconexiones de ideas y conjeturas sobre el Estado como objetivo y origen de las relaciones entre ciudadanos. En Venezuela, el poder se sostiene sobre la tendencia al absolutismo y lo que resulta más peligroso, sobre la personalidad de quien lo detenta. En otras palabras, en Venezuela el poder no se analiza como una idea política — con las limitaciones y restricciones que puede suponer el planteamiento — sino como una capacidad del actor político para ejercerlo. Un matiz tan preocupante como peligroso.
Luego de la conversación con mi amigo, analicé durante varios días las ideas que debatimos. Lo hice además, desde la posibilidad de comprender la historia reciente de Venezuela como una serie de piezas que crearon el mosaico ideal para un caos político, social y económico como en el que padece. Y encontré que no sólo somos un ejemplo evidente de la distorsión de esa idea sobre el manejo del poder sino también, de la construcción de la sociedad sobre la base de ideales difusos. Una combinación que sin duda allanó el camino para la percepción de la política como arma ideológica y más allá el Estado como parte de un entramado de ideas destinadas a la satisfacción de un ideal presidencialista.
Mi tío no responde de inmediato cuando le digo lo anterior. Ahora prepara con cuidado la tortilla: la vieja receta familiar que es el único que recuerda cómo preparar. Lo hace con buen pulso: el batido, arrojar la mezcla al sartén, lograr la contextura ideal. Recuerdo que hace años — ya muchos — mi abuelo decía que la tortilla — su preparación — era recordar el pasado. La receta varia de familia en familia. Y ahora, no dejo de preguntarme, sobre ese pequeño ejemplo que la herencia que se sostiene va de idea en idea, de familia en familia. ¿Heredamos este país en ruinas? ¿Se construyó de alguna forma década a década? No lo sé.
— Venezuela es lo que somos — dice por último — no es una herencia, tampoco un lastre que cargar. Eso es romántico y poco realista. Venezuela es una circunstancia. Un país que fracasó en una apuesta política.
— La gran estafa.
— Ojalá fuera una estafa. Esto fue una esperanza perdida.
Cabrujas solía decir que Venezuela a un país en tránsito, en eterna construcción. Una visión a medio camino entre lo que se aspira — y nunca se logra — y lo que se imagina y no llega a concretarse. De hecho, para el maestro, nuestro país era una visión fragmentada, sin forma. Un gran rompecabezas con piezas faltantes. Lo mismo pensaba sobre el poder. Preguntado al respecto en una ocasión comentó: “El concepto de Estado es simplemente un “truco legal” que justifica formalmente apetencias, arbitrariedades y demás formas del “me da la gana”. Estado es lo que yo, como caudillo, como simple hombre de poder, determino que sea Estado. Ley es lo que yo determino que es Ley.” Para el autor, ningún Venezolano tenía mucha idea real sobre su aspiración de país e incluso de su identidad. Lo presumen como una idea que se crea así misma, que se completa con dificultad. En una ocasión comentó que: “Han pasado siglos y todavía me parece vivir en un campamento. Quién sabe si al campamento le sucedió lo que suele ocurrirle a los campamentos: se transformó en un hotel. Esa es la mejor noción de progreso que hemos tenido: convertirnos en un gigantesco hotel donde apenas somos huéspedes. El Estado venezolano actúa generalmente como una gerencia hotelera en permanente fracaso a la hora de garantizar el confort de los huéspedes. Vivir, es decir, asumir la vida, pretender que mis acciones se traducen en algo, moverme en un tiempo histórico hacia un objetivo, es algo que choca con el reglamento del hotel, puesto que cuando me alojo en un hotel no pretendo transformar sus instalaciones, ni mejorarlas, ni adaptarlas a mis deseos. Simplemente las uso. No vivo en un lugar, me limito a utilizar un lugar. El gigantesco hotel necesitaba la fórmula de un Estado capaz de administrarlo.”
Crecí en un país al borde del desastre pero nunca supuse la rapidez como cada cosa en Venezuela perdería el sentido y la forma, la coherencia, la mera posibilidad del propósito. En medio de la debacle, tengo la sensación contraria que huyo de una criatura de mil fauces abiertas, babeantes. Una criatura cada vez más grande, invencible. Miro sobre el hombro y la figura monumental que me persigue parece extender las garras, aplastar todo a su paso. Edificios, las diminutas siluetas de hombres y mujeres, automóviles, esperanzas, luces y sombras. La oscuridad está en todos lados. La oscuridad es hedor que parece invadir todos los lugares. Ese silencio sin forma y sin sentido del terror al futuro.
Al escribir esto, sonrío en medio de las lágrimas. La crisis no tiene tanto colorido como los meticulosos colores que le da mi imaginación. La realidad es mucho más despiadada: catorce papas, seis zanahorias, una lechuga que comienza a afearse en los bordes de sus hojas crujientes. La oscuridad está por llegar, me digo casi sin poder evitarlo. El monstruo aciago, la simple desesperanza, más pesada que cualquier fantasía.
A eso me enfrento a diario. A eso me pregunto si sobreviviré.