Crónicas de la ciudadana preocupada: el miedo, la emigración y el dolor de las ausencias.

Aglaia Berlutti
11 min readNov 2, 2018

En Venezuela, las despedidas son comunes. De hecho, toda la escasa vida social que sobrevive a los rigores de la inseguridad y la hiperinflación, parece directamente relacionado con decir adiós. Hace años, la idea me habría parecido ridícula e incluso, cursi. Después de todo, emigrar es un fenómeno mundial y al caso Venezolano, jamás lo consideré en especial preocupante ni mucho menos, relevante. Recuerdo haber sostenido todo tipo de discusiones sobre “lo irracional” del miedo al desarraigo, de lo poco “moderno” que resultaba justificar la necesidad de abandonar el país de origen. Al final, la especie humana — así, en general — había sobrevivido y prosperado, gracias a los movimientos geográficos. Con esa mal llevada soberbia de mis pocos años, cuestioné incluso el alarmante ritmo de la huida de Venezolanos al extranjero. “Siempre exageramos y victimizamos cada situación que vivimos” llegué a escribir, bastante convencida que asistía a un fenómeno contemporáneo actual.

Por supuesto, todo eso ocurrió antes que buena parte de mi familia abandonara el país. O la gran mayoría de mis amigos. O que cada viernes, acudiera a una pequeña reunión discreta, para desear lo mejor al nuevo emigrante. Incluso eso dejó de suceder: con el transcurrir del tiempo, las ausencias se anuncian por el cambio de número telefónico, la venta apresurada de todo tipo de enseres personales sin otra explicación que “la emergencia”, incluso por pequeños gestos tan posmodernos como el “nuevo domicilio en el perfil de Facebook”. La ausencia se volvió tan común, tan habitual que comprendí — a destiempo — que el fenómeno venezolano no era común, normal o mucho menos corriente. Se trata sólo que gran parte de mi generación — e incluso la siguiente — está huyendo del país por cualquier medio a su alcance, en medio de una agónica carrera de obstáculos cada vez más difícil de sortear.

— Quedarse simplemente no es opción — comenta mi primo, el próximo en tomar un avión con la vida en dos maletas — hace un año o dos, me parecía impensable huir. Pero ahora….

“Ahora” por supuesto, resume la hiperinflación cada vez más agobiante, el colapso total de los servicios públicos, la caída en picada del nivel de vida del Venezolano promedio. Pero el “ahora” también hace referencia a algo mucho más duro y grave: el hecho que en el país, el futuro — cualquiera — dejó de existir, que de hecho, dejó de ser parte de lo factible. El “ahora” incluye trabajar para comer a diario, el miedo en todas partes, la sensación perenne que el desastre está muy cerca. Pero el desastre en realidad jamás llega. Sólo se profundiza en una serie de dolores inclasificables: la vida cotidiana convertida en un lento escalar de tragedias mínimas. Como la analogía del Sapo que debe sobrevivir al agua hirviendo de Margaret Atwood, la resignación venezolana parece ser un mal que afecta a los expatriados, a los que continuamos en el país y al final, a todos los sobrevivientes de una coyuntura histórica cada vez más peligrosa y dura.

— Y tú — añade con una mirada dura — no sé que esperas para irte.

La misma pregunta diario. Durante el último año, he tenido que justificar en docenas de maneras distintas el motivo por el cual continuo en el país, que es tan válido y personal como el que motivó a cualquiera a emigrar. He recibido sermones bienintencionados, reclamos solapados, regaños cariñosos. También silencios apesadumbrados y algún que otro vaticinio sobre lo que puede esperarse en un país que se desploma a trozos, en el que la ley está al servicio del poder y dónde las opciones son tan reducidas como peligrosas. Un país que se convirtió en un experimento social fallido, con ciudadanos rehenes, en medio de un naufragio económico de proporciones históricas.

Que espero, me digo mientras bebo un sorbo del vaso de refresco que alguien me puso entre las manos. ¿Qué espero? Me lo he preguntado cada noche al irme al descansar, cuando trato de convencerme que Venezuela aún vale la pena, que esta casa grande en la que crecí todavía tiene las suficientes oportunidades para resurgir en medio de una situación como la que soporta. Que en medio de la crisis, el trabajo y el esfuerzo diario tienen un mérito extra. Que quizás, pueda ser parte de esa promesa lejana y abstracta de reconstruir lo poco que queda. Pero a medida que el tiempo transcurre — y el país se hace más duro de sobrellevar, la agonía más personal y casi siniestra — las respuestas elaboradas, románticas y hasta simplistas se desdibujan en el horizonte. Ya no hay “un lugar al cual volver”, una reconstrucción posible. O en ocasiones, la mera idea es tan ilusoria que terminas preguntándote como puedes asumir semejante riesgo, como puedes arriesgar tu futuro por una posibilidad incierta. Se trata de un pensamiento recurrente, angustioso, cada vez más preciso. No hay manera de escapar de la crisis o de encontrar un consuelo o sostén real a lo que ocurre, una respuesta a lo que podría ocurrir a continuación. La sensación de desamparo es cada vez más agobiante, pero también la certeza que sólo tengo una única opción. Que únicamente hay una puerta abierta por la cual escapar de todo lo que debo enfrentar a diario.

— La salida es por Maiquetía — dice mi primo, refiriéndose al principal aeropuerto del país — eso es todo. No hay vuelta de tuerca, salida honorable, rescate justo. ¿De verdad estás esperando que algo cambie?
— Cualquier posibilidad de salida a la situación, ya se probó — dice su esposa — Venezuela dejó de existir como país. Y eso hay que asumirlo.

Ambos se quedan en silencio, sentados muy juntos en el último mueble del apartamento vacío. Recuerdo la celebración hace catorce años cuando pudieron comprarlo. Las risas y los buenos deseos. Recuerdo que en ese entonces, mi primo era el hombre que extendía la bandera nacional sobre la cabeza, que insistía en “patear calle” y “tomar responsabilidades”. En una ocasión, sostuvimos una larga discusión sobre la necesidad del voto y después, de asumir que el país “Es nuestro y por tanto, lo único que podemos hacer es defenderlo”. De eso, sólo queda una caja abierta con los objetos que nadie quiso comprar, la bandera doblada dentro un forro de tela y la ventana que cuelga sobre la ciudad, imperturbable y hostil. Los planes a futuro truncados, las posibilidades rotas antes de nacer. El futuro convertido en una gran incógnita. La pequeña reunión de despedida tiene algo de paródico, de una crueldad caricaturesca. Sentada en la semi penumbra, escuchando a medias la conversación de los pocos invitados que aún quedan, me pregunto que ocurrirá en unos meses, en unos años. Y no me atrevo a imaginarlo. ¿Cuantas despedidas me esperan? ¿Cuantos ausencias hasta que simplemente el país sea un paisaje fragmentado de cientos de historias perdidas?

— Ya lo es — dice mi primo en voz baja cuando le comento lo anterior — ¿No lo notas?

Nos encontramos en la puerta. Estoy a punto de salir. Cuando lo abrazo, me pregunto cuándo lo veré de nuevo, si es que llega a ocurrir. Me pregunto que ocurrirá antes o después. Me pregunto si la familia — si el país — podrá soportar la lenta sangría, la rápida destrucción del núcleo esencial de lo que somos. La respuesta es un enorme silencio desolador, el esfuerzo por contener las lágrimas. Nada en absoluto.

***

Hace unos semanas, un buen amigo me preguntó si pensaba emigrar. Cuando, a donde, en que trabajaría.Cuando le respondí que aún mis planes al respecto no eran del todo claros, me miró escandalizado.

— ¿Cómo? pero es indispensable ya lo tengas — me dijo. Lo miré con cierto cansancio.
— No es tan fácil una decisión semejante. Cuando lo haga, espero no tener que lamentar no haber pensado con anterioridad en alguna opción que me haga más sencilla la experiencia — le respondí. Se encogió de hombros, con un gesto impaciente que por alguna razón me pareció irritante.
— No me importa si cometo errores en el trayecto. A la menor oportunidad que tenga huyo de aquí.

Lo hará de hecho. Tal y como me lo dijo, lo único que necesita es el boleto de avión y logró adquirirlo, a un precio exorbitante por supuesto, hace unos pocos días. Cuando me lo cuenta, sonríe con ganas. Llevaba meses sin verlo tan animado.

— Para dentro de dos meses. Venderé lo que pueda, apostillaré el título Universitario si tengo oportunidad y adiós — me dice. Como me quedo callada, me dedica una rápida mirada sorprendida — ¿Qué te molesta? ¡Es lo que todo el mundo está haciendo!

— Me preocupa que hemos llegado a un límite de desesperación que evita nos preocupe que ocurrirá después — le contesto. Siento un nudo amargo en la garganta. Un llanto invisible que contengo como puedo — que la emigración ya no sea un proyecto, sino una tabla de salvación inmediata.
— Te preocupe o no, es lo que está pasando — me dice y de pronto, la sonrisa entusiasta que le iluminaba la expresión desaparece — no me imagino quedarme en Venezuela mucho más. No me imagino soportar esto más tiempo.

Pero ninguna de esas ideas e interpretaciones sobre el país, puede explicar a cabalidad el clima de crispación y angustia constante que atraviesa el Venezolano promedio. El que abandonó la lucha en las calles, el que se resignó al hecho que muy probablemente, la Venezuela que conoció — esa democracia perfectible, corrupta y burocrática pero esencialmente funcional — ya no es factible e incluso posible. De manera que la única opción es la puerta abierta hacia un fenómeno de todas las épocas, pero que en nuestro país toma vicios de verdadero fenómeno poblacional. Y es que emigrar a la Venezolana es una combinación de miedo y algo más esencial y duro de comprender: una ruptura personal y emocional con la idea de país. Un duelo del gentilicio que se sobrelleva con torpeza y la mayoría de las veces con un desarraigo que se analiza aún de manera muy superficial.

No hay cifras reales sobre la emigración en Venezuela. Para el gobierno Chavista, de hecho, la emigración “no existe” a nivel estadístico e ignora el problema lo mejor que puede, esgrimiendo la habitual excusa ideológica. No obstante, la lenta erosión de la estructura social Venezolana es cada vez más evidente. La emigración de los últimos años se ha convertido en una Diáspora incesante que sumió al país en una debacle sutil de la que poco se habla: mientras buena de los profesionales del país emigra, no existe una generación de relevo que la sustituya. Mucho menos, un planteamiento coherente por parte de los órganos del poder de cómo afrontar la crisis que conlleva la expoliación de nuestro recurso humano y sus posibilidades. Y es que como diría uno de mis profesores Universitarios, que ha dedicado buena parte de su tiempo durante la última década a investigar el fenómeno de emigración que padecemos, la ausencia del Venezolano — el bien y recurso más preciado dentro de la aspiración a futuro de cualquier nación — destroza las posibilidades de un proyecto país viable.

— No sólo están abandonado el país los profesionales, que fue la primera oleada y la más representativa. Universitarios con dos o tres postgrados, doctorados, especialistas en ramos muy concretos. Ahora, también perdemos el posible relevo: el muchacho Universitario. El estudiante aventajado . El posible especialista — me explica, mientras me muestra los gráficos que ha elaborado durante los últimos meses. La línea estadística se alza, en curva, hacia cifras inéditos de abandono de puestos de trabajo en el país — en una década, no habrá médicos, ingenieros, arquitectos. La mayoría habrá tomado la decisión de irse del país incluso antes de ponderar opciones intermedias. La emigración se volvió parte de una opción cultural consistente.

La idea me aterroriza por cierta. Hace unas semanas, un estudio de la Universidad Católica Andrés Bello, y un informe del sociólogo venezolano Tomás Páez, señalaban que la emigración se transforma lentamente en algo más que un plan alternativo. Para 2013, se contabilizó que más de 800.000 y 1.500.000 venezolanos viven en el exterior y que al menos, el doble de esa cifra tenía planes consistentes en abandonar el país en el término de seis o siete años. Muy probablemente, en menos tiempo.

Porque la emigración se convirtió en un hecho de todos los días, una idea subyacente en todo intención e interpretación del país. Se mezcla con la zozobra, con la percepción del exilio necesario e incluso, la conclusión evidente que Venezuela simplemente cercenó cualquier otra posibilidad al ciudadano común. Pienso en esa idea, mientras ayudo a una de mis amigas más queridas a sopesar opciones para lo que llama “el gran escape”. Cuando lo dice, intenta sonreír con esa jocosidad inaudita del gentilicio. Pero no lo logra. Hay algo árido y potencialmente dolorosa en toda la situación.

— No puedo quedarme. Me aterroriza la mera idea de lo que vendrá en unos meses más. Esto no lo cambia una elección ni tampoco cualquier plan a futuro sobre lo que podría ocurrir si se gana un curul en la Asamblea — me explica, mostrándome el fajo de papeles impresos con todas las posibles opciones que recopila para decidir sus pasos inmediatos — ¿Como te puedes plantear quedarte en un país donde sobrevives apenas? ¿Cómo puedes no comprender que simplemente Venezuela se acabó?

Es una frase durísima que me provoca un inmediato dolor emocional. Pero no puedo rebatirla, ni tampoco intento hacerlo. Lo he pensado — y quizás con las mismas palabras — durante el último año, cada vez que la crisis económica y política parece acercarse y restringirme cada vez más. Un cepo invisible que me paraliza, que me deja con mínimas opciones reales para justificar el hecho que aún continúo considerando a Venezuela mi hogar, parte de mi futuro. Lo pienso, en la sensación de frustración y derrota que me llena mientras me formo en fila para comprar comida. Mientras aguardo, junto con una multitud de rostros silenciosos, para adquirir productos de ínfima calidad a un precio exorbitante. Aterrorizada al caminar por calles y avenidas, preguntándome si hay una bala con mi nombre. Y es que la sensación de riesgo, de vulnerabilidad, de peligro y amenaza, te acompaña en todas partes. A toda hora, en todas direcciones. No hay un momento donde puedas escapar del lento desplome del país, de sus implicaciones. Una circunstancia abrumadora que termina no sólo aplastando cualquier aspiración, sino incluso, la esperanza misma que podría sobrevivir al temor. En Venezuela, emigras incluso antes de subirte al avión.

En Facebook, alguien protesta por el “nacionalismo” Venezuela. Un larguísimo texto lleno de rencor y angustia, que me sorprende comprender tan bien. El autor acaba de ser asaltado — quizás por enésima vez — y se queja de la insistencia de celebrar la belleza del país como una disculpa a sus incontables dolores. Habla del horror de las calles violentas, de la ira de esa nebulosa idea de nación sustentada en la idealización. Y de pronto, siento la misma cólera, esa sensación que me sofoca y que parece una mezcla de desazón y decepción. De una frustración interminable que parece hacerse más insoportable cada día. Soy un ciudadano sin país, que vive el desarraigo incluso antes de abandonar el lugar donde nació.

Sentada en mi habitación, comienzo a mirar el paisaje de mi vida con una sensación extrañamente árida. Los objetos que forman parte de mi historia. Y de pronto, estoy decidiendo — sin notarlo y sin proponermelo — las cosas que querría llevar conmigo en mi huida. Lamentando las que tendré que abandonar. Las que dejarán de formar parte de mi mundo personal. Y el sufrimiento silencioso de los últimos días se hace más duro, insoportable, paralizante. De pronto, entiendo que en algún punto perdí las esperanzas, dejé de creer, comencé a mirar en otra dirección a mi futuro en Venezuela. Y sé que no hay vuelta atrás. Que no habrá rectificación ni consuelo. Que no habrá posibilidad que encontrar otra vez una idea que me una a mi país, que me devuelva el deseo de construir algo a medida en la tierra que me vio nacer. Que día dura es esa, me digo. Que herida tan profunda provoca.

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Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión. Desobediente por afición. Escribo en @Hipertextual @ElEstimulo @ElNacionalweb @PopconCine