Crónicas de la ciudadana preocupada:

El barco a la deriva de la zozobra.

Aglaia Berlutti
13 min readMar 5, 2020

Hugo Chavez llegó al poder cuando cumplí los 17 años, lo que quiere decir que he vivido prácticamente toda mi vida, bajo la transición de una democracia corrupta a una revolución en ciernes, que fracasó de manera estrepitosa. No es sencillo, cuando lo piensas, que buena parte de la persona que eres se sostiene bajo una serie de fragmentos de historias prestadas, de la concepción dolorosa y ambigua de un país que existe como un recuerdo colectivo, pero que en realidad, no es otra cosa que eso. No es sencillo, cuando finalmente asumes que el lugar en el que naciste, es también, al que más temes, el que limita tus aspiraciones, la forma de expresarte, incluso el adulto en que te convertiste. Que en realidad, eres la consecuencia de privaciones, violencia y un refinado instinto de supervivencia que no es otra cosa, que una enorme desesperanza.

No lo pienso de esa forma a menudo. Trato de no hacerlo, de hecho. Intento con todas mis fuerzas evitar esta perenne sensación de frustración tan cercana al fracaso que termina por ser un sufrimiento único, sin forma ni sentido. Vivo en un país sin libertades, condenado a la pobreza, atado a sus errores, construido sobre las cenizas. Me sobrepongo a eso trabajando todo lo que puedo, siempre que puedo, en todas las maneras a mi alcance. Creo sin resquicio de duda que bajo el peso del autoritarismo, que aplastado bajo la percepción angustiosa de un territorio devastado por veinte años de una Guerra que nunca llegó a suceder, hay algo más valioso. ¿Identidad? ¿La raíz de todas las cosas que sostienen al país? ¿La percepción elocuente de lo que Venezuela fue antes o después? No lo sé. En realidad, es algo utópico darle un nombre. O mejor dicho, de una torpeza absoluta. Pero sí, confío que hay algo bajo esa pátina desgastada de dolor y miedo. De la sensación constante que estoy a punto de derrumbarme bajo el peso del horror que soy incapaz de definir con sencillez.

Creo en Venezuela. Tanto como permanecer aquí. Lo pienso mientras camino por la calle que me vio crecer. La misma en que monté bicicleta por primera vez, en la que besé a un muchacho a los catorce, en la que una vez me asaltaron, en la que tomé la fotografía que me demostró tenía algo de talento para la imagen. Mi vida ha transcurrido aquí, ha sido siempre una línea de elementos que se entrecruzan para crear algo más duro. Mirar la línea de árboles que separa la calle, la fachada de las viejas tiendas cerradas, el arco blanco y gris de la escuela para niñas en la que estudie, es como un viaje al pasado. Como atravesar la densidad de mis recuerdos para encontrar otro país, otra vida, otra dimensión de las cosas. Hubo una época en que no tenía miedo siempre, ni tampoco creía que el país era una amenaza, hubo una época en que…¿qué? Me quedo de pie, miro el concreto roto, la línea de asfalto salpicado de suciedad, las rejas de seguridad cruzadas por candados que cierran las tiendas cerradas. A veces creo que soy la última sobreviviente de un cataclismo que nadie despierta. Como si el mundo que conocí hubiera sido arrasado por completo, hasta dejar una especie de esqueleto a punto desplomarse en cenizas. Fuego, eso es lo que pienso. Venezuela ardió en odio y violencia hasta sucumbir.

— Ese es un pensamiento dramático — dice mi amigo P., con un sobresalto — la verdad, más que dramático es…triste.

P. siempre soporta mis peroratas melancólicas, incluso las más tristes, las agrias, las amargas, las cursis. La pura desilusión. Así que sé puedo tomarme un tiempo para hablar. Rodeo con las manos la taza de café en la mesa. El calor me calienta los dedos y la sensación me reconforta. Por supuesto, que es una imagen triste, pienso. Es la de todas las frustraciones, las ausencias, el país que dejó de existir como si el mítico viento bíblico que arrasó Macondo lo hubiera destruido por completo. El país de los espejismos, rodeado de mariposas amarillas que quizás no son otra cosa que trozos incandescentes quemándose contra el perfil de tímido de Caracas.

— ¿No lo piensas? ¿Que el país en que creciste es un recuerdo? — respondo.
— Lo es, aunque creo que también es una especie de alucinación colectiva. Idealizamos a esa otra Venezuela. Pero esa tampoco existió.

Escribo sobre cultura pop, lo que quiere decir, que la mayor parte de las cosas que pienso tienen relación películas, series, libros, fragmentos de historias ajenas. De modo que mientras mi amigo habla en voz alta de ese otro país que todos recordamos pero que también fue una especie de imagen quebradiza a punto de romperse, pienso en Sarah Connor, el personaje que Linda Hamilton inmortalizó en la película Terminator de James Cameron. Recuerdo en especial, a la Sarah de mediados de los noventa, corpulenta, con el cabello largo atado en una apretada cola de caballo. La hermosa y triste Sarah, encerrada en una casa de salud mental por recordar un futuro que todavía no había sucedido. Por hablar a todos de un cataclismo impensable pero tan cerca que casi podía sentir las llamas incandescentes cruzando los días silenciosos que le separaban de él.

En Venezuela ocurre algo semejante y aún más doloroso. Recordamos la normalidad sin haberla vivido en dos décadas. De modo que mientras Sarah gritaba enfurecida por un futuro de cenizas, en Venezuela añoramos un pasado que no es otra cosa que una abstracta sensación de vida cotidiana, corriente. De pequeños extractos de lo que debió ser un país viable, posible. Un país lleno de desigualdad, pero a la vez, que se sostenía a medias sobre una prosperidad endeble pero realista. No eramos ricos — como siempre creíamos — , eramos pobres de solemnidad soñando con la riqueza.

— Sarah odiaba el futuro y nosotros amamos el pasado — dice P. con resignación — de modo que el presente, tanto para ella como para nosotros, es algo duro. Pesado. Angustioso.

No sé por qué, recuerdo el libro “El Tercer Reich de los sueños” de la escritora Charlotte Beradt, que recopila, como si de pequeñas crónicas se trataran, los sueños de casi un centenar de personas sobrevivientes al tercer Reich. Se trata de un diario que retrata la memoria colectiva, los testigos de los horrores que no llegaron a contarlo, que no se atrevieron. “Los silencios eran interminables en Berlín” cuenta la autora, a quien le llevó años recopilar las historias que componen esta rara y dolorosa versión sobre la percepción de esa oscuridad interior que pocas veces se manifiesta. Según Beradt, los sobrevivientes a la guerra apenas hablaban sobre lo que habían vivido, pero sus sueños eran vividos y detallados, como una colección de anécdotas de enorme dureza.“Estos sueños, estos diarios de la noche, fueron concebidos independientemente de la voluntad consciente de sus autores”, escribe Beradt. “Fueron, por así decirlo, dictados por la dictadura”.

Me ocurre con frecuencia. Sueño cosas que jamás escribo o digo a nadie más. Sueño con el Ávila en llamas, las calles destrozadas. Con cuerpos tendidos sobre el asfalto hirviendo, sangrando bajo la ropa, los ojos abiertos y secos, una última mirada aterrorizada. Sueño con la voz de Hugo Chavez que retumba desde un televisor en algún lugar desconocido, el sonido de las balas, la humareda de las bombas lacrimógenas. En esos sueños, siempre corro a solas, me alejo con los brazos abiertos. Grito, llamo a alguien que no recuerdo después quien puede ser. Grito, lloro, me arrojo al suelo. Grito y siento el calor, el calor que llega, el cataclismo, como Sarah. Como quizás los judíos escondidos en paredes y sótanos al escuchar los pasos de los soldados en las escaleras de madera.

— ¿Agla?

P. me mira. Debí palidecer. O quizás quedarme en blanco, el rostro rígido. La ansiedad convertida en un tirón en el pecho, tan dolorosa y tan profunda que apenas puedo respirar. En los sueños vive otro país, que no recuerdo ni es que el vivo. En los sueños, como en los que recopiló Beradt, viven mis horrores.

— Estoy bien — balbuceo — estoy bien.

No lo estoy, claro. La gran verdad es que nunca lo estoy y a veces creo que nadie lo está en este país que es una gran herida abierta. Con frecuencia, miro a cada persona que me rodea y me hago preguntas sobre su historia, sobre cómo le marcó Venezuela, que cicatriz le dejó. Que sueño oculta, si a eso vamos. Pesadillas, eso es lo que son. Bebo el café de la taza de un trago. Está caliente y me quema la garganta, me escalda la lengua. Me quedo muy quieta. Mi amigo me mira preocupado.

— ¿Es…el pánico?- dice con cautela.

Ah, todos mis amigos lo saben. Sufro de un trastorno mental que hace que todo sea más duro, más difícil, más angustioso. Pánico, dice P., pero en realidad se llama ansiedad, se llama miedo, se llama incertidumbre. Se llama no tener idea de qué ocurrirá con mi futuro, aquí o en cualquier parte a dónde decida ir. Qué ocurrirá con mi familia, desperdigada por el mundo. Qué ocurrirá con mis sueños, aspiraciones, esperanzas. No saber…

— ¿Agla?

Me levanté de la silla sin notarlo. Me lleva esfuerzos respirar pero me obligo a hacerlo. Lo logro, al final, entre temblores. Las manos aferradas a los costados. En los sueños, mis manos flotan en medio de la nada. En el mundo real, me sujeto a mi cuerpo, a los contornos de la realidad, a las cosas perdidas y desperdigadas en mi memoria. Pienso en Sarah, que un día pensó que el futuro era inevitable. En Beradt que coleccionó sueños para entender el futuro. Pienso en mí, escribiendo para hacer retroceder el caos, para encontrar respuestas, para sólo sobrevivir.

— Vamos, toma aire.

P. me toma del brazo. Caminamos por el centro comercial en que nos encontramos con paso lento. Todo tiene un aspecto normal, radiante, pulido, como…¿qué? Aprieto los dientes. En el capítulo final de “El Tercer Reich de los sueños” se cuentan las imágenes que atormentaron a los que al menos en el mundo onírico, se resistieron a la tiranía. Beradt insiste que tales imágenes de liberación “eran una forma de crear la normalidad, en donde no había posibilidad de su existencia”. ¿Es eso lo que ocurre ahora? Me preguntó aturdida, mirando a mi alrededor las tiendas, las escaleras mecánicas, el techo radiante cuajado de luces eléctricas. ¿Escapamos de la realidad con una normalidad fingida? ¿Sin sentido? ¿Sin forma?

No lo sé, me digo aturdida. Y quizás, eso es lo más angustioso de este juego temporal en el que mi mente es un terreno inexplorado tachonado de oscuridad.

Uno de mis clientes me obsequió una botella de Champagne Veuve Clicquot. No lo hizo debido a mi buen trabajo o por una excentricidad de su parte. Simplemente no tenía otra manera de cancelar la corrección del texto jurídico que me encargó. Me lo explicó con expresión cansada, un poco tensa, sin duda apenada. Un niño grande de ojos tristes.

- No tengo dinero, no puedo decirle otra cosa. De manera que le obsequio la botella. Puede venderla y sacar sus buenos dolares. O beberla en una ocasión especial.

Sostengo la botella entre las manos. La cubre una capa de finísimo papel plateado con filigranas de la marca. También lleva el conocido sello con el escudo de armas Clicquot — ribeteado cobre, tal y como marca la tradición — en el centro del cuello alargado. Toda una delicia artesanal que jamás había visto más allá de fotografías de revistas y pequeñas escenas en películas Europeas. Recuerdo que uno de mis personajes favoritos en un libro que recién acabo de leer tomaba copa tras copa del champagne rosado de la casa para llorar la muerte de su mujer. Me siento un poco ridícula, como si toda la escena tuviera algo irreal, casi humorístico. Pero en realidad no hay nada que me provoque el mínimo deseo de sonreír. Suspiro, sin saber que contestar a mi cliente.

— Es un poco complicado todo esto — le digo por decir cualquier cosa — no tengo conocimientos de sommelier ni tampoco…
— Una buena botella es una inversión — me interrumpe con los ojos brillantes — que se lo digo yo.

La primera vez que visité la casa me pareció una de las viejas mansiones de las que suelo escribir en mis cuentos de terror. Se trata de una construcción enorme con tres pisos y un desván, un techo a dos aguas repletas de tejas desgastadas, el enorme jardín abriéndose en forma de herradura alrededor de la propiedad. Pero como dueño, la casa conoció mejores días. Las pintura de las paredes se desconchan por la humedad, el piso de mármol está abierto y levantado en algunos lugares. Dentro, el deterioro es aún más evidente: los muebles viejos y en diferentes estados de deterioro flotan en medio de la suciedad y del polvo, dorados por la luz que cuela entre las ventanas cuyos cristales nadie ha blanqueado por mucho tiempo. Me asombró la belleza de la debacle, la tristeza confortable y decadente del lugar.

Su dueño es un hombre amable. Un viejo abogado que en algún momento de su vida, fue la cabeza visible de un bufete de cierta reputación y que ahora, vende los últimos rescoldos de la riqueza familiar para escapar del país. Apenas tiene dinero para mantener la enorme casa — eso es notorio, pensé con poca caridad en todas las ocasiones en visité la casa para ayudarle con el complicado trámite jurídico que quiere llevar a cabo — pero sobre todo, apenas puede sostenerse a sí mismo. El cuerpo huesudo y raquítico parece flotar en las pijamas viejas y limpias que lleva, los pies enfundados en pantuflas muy gastadas. El rostro siempre bien afeitado. Los anteojos impecables, con una pata envuelta con cuidado en cinta adhesiva. Una víctima de cierta caída en el desastre tan común en Venezuela, tan evidente en su discreta y elegante miseria que me produce una combinación de pena y exageración.

En Venezuela todos somos un poco náufragos, pienso aturdida. Trozos perdidos de otras épocas, otros tiempos, un país que desapareció — o que nunca existió — y que añoramos con la insistencia de los que atesoran recuerdos perdidos e irrecuperables. Mi cliente está solo en mitad de esta mansión solariega que se viene abajo, con las paredes abombadas por la humedad y un musgo tierno que brota de la esquinas como un pequeño milagro retorcido. ¿Quienes somos en mitad de esta tragedia que nos une y nos separa a todos a la vez? No lo sé. La sensación es abrumadora, como si una ola de pensamientos dispares me arrasara y me dejara muy sola en medio de la conciencia de la pérdida. ¿Qué ocurre en mitad del dolor? No lo sé, me digo incómoda. Me froto los brazos en un intento de ganar tiempo. El hombre me mira, ansioso, cansado, profundamente humillado.

— Le digo, puede sacar su buen dinero de esa botella.
— Lo entiendo, es una pieza exquisita — reconozco — pero…

Hace poco, un amigo llevó a mi casa una caja de libros. La mayoría maravillosas ediciones impecables de la casa Taschen. Arte, diseño, cine. Algunos de los ejemplares envueltos incluso aún en su cubierta de celofán y plástico. Lo miré aturdida cuando los dejó en mi sala y me miró con los ojos tristes y cansados.

— No puedo llevarlos a donde voy, tampoco puedo venderlos — me explico — quiero que los conserve alguien que pueda apreciarlos.

Mi amigo emigrará en un par de semanas a Argentina. Lleva dos maletas de ropa y apenas algo más. Incluso vendió su cámara para reunir la elevadísima suma del costo del boleto de avión. No sé que decir cuando comienza a sacar uno a uno los libros. Recuerdo lo ufano y orgulloso que se encontraba de su colección. Lo mucho que cuidaba de ella. Me inclino a su lado, le pongo la mano en el hombro.

— Puedo pagar algunos libros — le sugiero.
— Prefiero obsequiartelos — suspira — no quiero…

¿No quiere qué? ¿Pasar la humillación del regateo de sus objetos más queridos? ¿Sufrir el lento declive de la angustia que se lleva a todas partes y te aplasta con lentitud? No digo nada. Mi amigo sostiene uno de los libros (una preciosa edición sobre la Bauhaus) y sonríe. Las manos le tiemblan, tiene las mejillas enrojecidas de angustia.

— ¿Recuerdas cuando te dije había comprado este? — me pregunta.
— Sí, que era como el epítome de tu colección.
— Lo es. Lo compré por Amazon. Ya las librerías Venezolanas no se pueden dar el lujo de traer cosas de la editorial. Cuando lo compré me sentí que las cosas se iban a arreglar, de algún modo. Que todo…

Sacude la cabeza. Devuelve el libro a la caja. Me mira. De cuclillas, con los brazos apoyados en las rodillas, tiene el aspecto del niño que conocí hace casi tres décadas atrás. Revoltoso, insoportable. El niño que construyó una “casita del árbol” con cartón y madera. “Como las gringas” había dicho mientras su hermana, mis dos primas, el y yo nos apretujábamos dentro de aquel espacio informe y tan querido. ¿Ahora qué? me pregunto con el corazón latiendo muy rápido ¿Quienes somos ahora?

— Quédatelos. Vendelos si quieres después.
— No voy a vender un libro — digo escandalizada.

Se echa a reír. Una risa triste y sin humor. Sólo un sonido. Se inclina, me besa en la mejilla.

— Lo sé, mi amor. Por eso te los traje.

Restos de un naufragio, pienso sentada frente al abogado en silencio. Las manos apretadas sobre mi morral, el cuerpo rígido de angustia. Piezas que flotan de aquí para allá en mitad de la nada. Piezas que vienen y van para recordar el país que fuimos, que se desplomó en mil trozos distintos. Casas vacías, automóviles abandonados, calles rotas, libros. Y ahora la botella. Suspiro, dejándola con cuidado sobre la mesa. Él me mira con ojos ávidos.

- Es un buen trato. Esa botella vale al menos 200 dolares. Más incluso. Quien sabe.

No me suplique, pienso con la lengua pegada al paladar para evitar cualquier gesto que pueda humillarle o lastimar su ego maltrecho. Por favor, no me empuje a la lástima. Miro de nuevo la botella. No podré tomarla jamás: mi tratamiento psiquiátrico no me lo permite. De modo que estará en casa como otro objeto de colección — de los tantos que tengo — del naufragio Venezolano. No sé por qué motivo, mis amigos llevan a mi casa las cosas de las que no pueden desprenderse: libros, cuadros, pequeñas figuras de cristal y porcelana. Y ahora la puta botella. Suspiro de nuevo, que más da.

- Gracias, prometo cuidarla mucho — digo en voz baja.

Mi cliente sonríe. Es un gesto de profundo alivio, de un anciano y melindroso alivio que me cierra la garganta de pura angustia. De modo que evito mirarlo mientras guardo la botella en mi morral y paso el cierre con gesto firme.

- Le gustará el sabor. No hay nada mejor que el lujo para recordar nuestro lugar en el mundo.

Que bonita frase, pienso cuando me acompaña a mi automóvil otra vez. Tan artificial y también, tan falsa. Él me pone una mano en el hombro y habla de nuevo sobre las glorias pasadas, las fiestas con alguna reina de belleza del pasado con quien vivió un romance secreto. Lo escucho todo sin responder, moviendo la cabeza de vez en cuando. La botella pesa mucho en el morral. Me hace sentir pequeña, mezquina. Una pieza suelta en un mecanismo silencioso y roto.

Una vez en casa, la guardo en el refrigerador. La miro allí, elegante y distante, entre los tarros de helado, las sobras de mis almuerzos apresurados, el pollo horneado que me obsequió mi tía hace unos días. Y siento un dolor extraño, difícil de explicar. Levemente arduo de digerir. Cierro la puerta. La pobreza en Venezuela puede ser una colección de recuerdo, pienso. Una mirada al pasado. Una puerta cerrada a la ausencias.

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Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión. Desobediente por afición. Escribo en @Hipertextual @ElEstimulo @ElNacionalweb @PopconCine