Crónicas de la ciudadana preocupada:

¿Cómo comprender el país que no existe?

Aglaia Berlutti
17 min readApr 3, 2019

Soy Venezolana, lo que quiere decir que con toda seguridad, sabes ahora mismo algunas cosas sobre mi país. Que hay una disputa política sobre la presidencia constitucional y legal, que sufrimos una severa crisis de servicios, social y cultural, que ahora mismo hay apagones generales y caídas de las telecomunicaciones a diario. Imagino que ahora mismo, somos una curiosidad geopolítica, una de esas crisis que resaltan entre las cientos de noticias sobre celebridades, cultura pop y música que lees a diario. Incluso podría asegurar que ya debes haber pensado en más de una ocasión, que el “problema Venezuela” comienza a resultar tedioso. “¿Qué tanto se puede decir de ese país? ¿Que tanto nos importa?”. Un clic y pasas a la siguiente pestaña del navegador. El dedo se mueve y el scroll aleja la imagen de los manifestantes contra un cielo azul radiante. La siguiente noticia engulle a Venezuela, la desdibuja, la deja sin rostro.

A veces imagino esa idea por las mañanas muy temprano, cuando el día aún no ha comenzado y con él, su interminable colección de problemas. ¿Cuál será la apariencia de todo este paisaje destrozado más allá de la frontera y los Venezolanos en cada país del mundo? ¿Como se interpretará este conflicto tropical y confuso para alguien para quien incluso el nombre de “Venezuela” le resulte desconocido? Un país en la periferia, una de las tantas zonas en conflicto del mundo. Una crónica al pie de la página web favorita a la que nadie le dedica dos miradas. Después de todo, nuestra época está llena de violencia, de guerras interminables por motivos confusos, de fanáticos de ocasión armados hasta los dientes. ¿A quién le importa este país? me digo e imagino a ese hipotético lector, que pierde el interés tan rápido. Que toma un sorbo del café de la taza o el vaso de cartón térmico antes de seguir su vida normal. Que se echa al hombro la mochila y corre para subirse la bicicleta para ir a cualquier parte. Y allí acabó la historia, del país en el que mueren al menos diez niños por hambre cada día. El país en que la escasez de medicinas mata con tanta eficacia como las balas de la inseguridad. El país que se desploma a diario hacia un abismo insalvable. Imagino al lector, a ese ciudadano del mundo, pedaleando bajo el sol. Ni un pensamiento para la noticia que dejó olvidada. El menor interés. Un recuerdo fugitivo.

No le puedo culpar por la indiferencia, por supuesto. Muchas veces, me quedo tendida de costado en la cama y contemplo a Caracas, la silueta borrosa contra la mole verde de la montaña teñida de la luz naranja y roja del amanecer. Si viviera en un país normal, pienso, a esta hora estaría preparándome para ir a trabajar a una oficina. O seguiría siendo freelance y estaría haciendo el cálculo de las horas que necesito para llevar a cabo los pendientes. Haría quizás repaso mental de las cosas que faltan en el anaquel de la cocina, me recordaría debo comprar un poco de café. También pensaría en la cena a la que acudiría por la noche, un encuentro entre amigos sin mayor trascendencia. Pienso en eso y comprendo bien el motivo el cual, casi todos mis parientes y amigos abandonaron el país. La razón exacta y precisa de esa huida hacia un lugar en que la vida sea sencilla, cotidiana. Que sea una posibilidad, antes que sólo incertidumbre. De modo que ¿cómo no comprender a ese ciudadano anónimo a quién las noticias de Venezuela deben sorprenderle, desconcertar y por último, incluso irritarle un poco? ¿Cómo no asumir el hecho que somos una “versión” de la realidad, como hace poco escribió la española Almudena Grandes, con todo el desparpajo condescendiente de su intelectualidad progresista? ¿Cómo no entender las preguntas, el hecho mismo de la duda sobre lo que vivimos? ¿Como no entender que para alguien sea inexplicable esta contradicción de la vida normal que conocen? Una anomalía, una versión deformada de la realidad que en nuestra época, resulta difícil — cuando no imposible — de concebir.

— Es una locura pasar tanto tiempo tratando de convencer a quienes conoces de lo que pasa en tu país — me comenta mi amiga G. en una corta videollamada que compartímos — me paso la mitad del tiempo en eso y la otra, asombrada por la incapacidad de ¿creernos? No lo sé. Es como si contaras una historia imposible de digerir por las buenas.

G. se encuentra en Madrid (España) y para ella, la cuestión es más compleja de lo que podría suponerse. La izquierda del país sostiene — y difunde — la versión de Nicolás Maduro y el chavismo que todos los males económicos y de infraestructura que sufre el país es debido a la intervención “Imperialista”, lo cual promueve una imagen de la víctima propiciatoria para la cúpula de poder gobernante. Poco importa los sufrimientos del ciudadano común, el que debe enfrentar la hiperinflación, el colapso de la infraestructura eléctrica y los incontables males de una administración corrupta e ideologizada. Los debates tiene relación directa con el pensamiento político y esa solidaridad automática de la que goza la izquierda romántica latinoamericana con la nueva generación Europea. El resultado es un debate malsonante sobre lo que realmente ocurre en Venezuela que equiparan la propaganda del régimen de Maduro con los hechos que debemos vivir a diario los venezolanos. Una combinación peligrosa.

— Es tan duro — se lamenta G. — llega un punto que lo único que quieres, es que dejen de hablar de tu país como una especie de curiosidad, una versión práctica de lo que se debate en aulas de clase. ¿Sirve o no sirve el comunismo? ¿Chávez lo hizo bien o mal? Todo es una mierda.

Conozco la sensación. Hace un par de días perdí una de las clases en vivo del Máster de escritura creativa que llevo a cabo debido a los sucesivos apagones. Cuando por fin recuperé el servicio eléctrico y pude unirme a la siguiente, el primer comentario que recibí fue el de uno de los alumnos — Noruego — que lamentaba “lo que EEUU le hace a tu país”. Me quedé un minuto en silencio, en un intento de contener la cólera y la confusión que el comentario me provocó. Al final, me obligué a mantener la calma y sobre todo, a recordar a esa imagen perenne en mi mente: el ciudadano que pedalea en una ciudad brillante y moderna, muy lejos de las penurias que atravieso a diario.

— No se trata de ningún factor externo — explico con voz neutra. El aviso de “Internet inestable” aparece por un segundo junto a la pantalla. Un cosquilleo nervioso me cierra la garganta — lo que ocurre en Venezuela es debido a la incapacidad del Gobierno para cumplir con su trabajo.

Suena sencillo ¿no? Quizás se deba a mi inglés correcto pero precario, pienso, esa explicación tan simple. Pero en realidad sé que se trata de algo más profundo que la incapacidad para manejar un amplio vocabulario en una discusión política: el hastío, el dolor, la sensación movediza y angustiosa que debo desmenuzar la realidad que vivo cada día para el consumo ideológico de alguien más. Mi compañero de aula Online me mira con los ojos muy abiertos, entre la sorpresa y la incomodidad.

— Eres de la derecha, ¿debo entender?

Para entonces, el facilitador intenta cambiar el tono y la dirección de la conversación, pero ya es demasiado tarde. El resto de los alumnos me miran — o eso tengo la impresión — mientras mi interlocutor aguarda, el rostro rubicundo tenso y molesto. Lo sé, me digo: en su país, en su realidad, la palabra “derecha” tiene otra connotación. Lo sé, me repito, lo único que sabe de Venezuela son las pocas noticias que logran atravesar el cerco de propaganda y segundas versiones. ¿Qué puede comprender este universitario barbudo y risueño de correr para huir de una niebla venenosa de gas lacrimógeno en la sala de tu casa? ¿Qué puede entender este hombre que cada noche visita un restaurante distinto — ¡hay que probar la variedad! me ha dicho más de una vez — en su ciudad natal, del vivir en medio de la hiperinflación? ¿La sensación de horror que te provoca el mero pensamiento de la incertidumbre? ¿Debería explicárselo? ¿Debería hacer…qué?

Se me llenan los ojos de lágrimas. Me ocurre con frecuencia. Por supuesto, durante toda mi vida he bromeado que soy una llorona, que casi cualquier cosa me hace llorar. “Un público entregado” solía decir mi abuelo, cuando me echaba a llorar por películas y libro. Pero ahora las lágrimas tienen algo de vergonzoso, de absurdo y doloroso. Así que lloro, frente a un grupo de doce personas con quien paso la mayor parte de mi tiempo desde hace un año, con quienes he celebrado cumpleaños y he debatido proyectos futuros. Por primera vez lloro, las manos apretadas contra las rodillas, sin saber si debo huir de la cámara, cerrar la llamada, sin saber qué…¿hacer qué coño?

— Sobrevivo a esto — digo por fin y me enfurece el sonido frágil de mi voz — intento que el país no me mate. Intento…no lo sé ¿seguir a pesar de este miedo?

Me seco las lágrimas. El noruego me mira ahora entre espantado y angustiado. Cuando la clase continúa — finalmente en el tema correcto — no me mira de nuevo desde su pequeña ventanilla a otro mundo.

La pregunta parecía simple: ¿Qué ocurre en tu país?. Mi amigo P. me la formuló con esa curiosidad un poco desconcertada que la situación Venezolana suele despertar en quienes la observan a cierta distancia. Sobre todo P., ciudadano español y que ahora mismo, se debate en la disyuntiva de lo que llama un cambio “radical” y el continuismo de un bipartidismo decepcionante. El panorama podría parecer idéntico al de la Venezuela de 1998 pero no lo es. Y quizás por esa necesidad de comprender las diferencias, de analizar el punto de vista histórico a la distancia, P. insiste en tratar de comprender el proceso histórico y político Venezolano.

¿Que ocurre en Venezuela? Medito la pregunta con una sensación de urgencia. Necesito responder el planteamiento o más bien, comprenderlo a cabalidad. La primera respuesta que se me ocurre es obvia: Sufrimos una crisis política, social y económica de consecuencias imprevisibles que se agrava a medida que transcurre el tiempo y que desde principios de año, se ha vuelto insostenible. Una crisis además, que parece no sólo una combinación de circunstancias sino la síntesis de una serie de errores históricos difíciles de comprender a simple vista. Además, ahora debería sumarle el hecho que la infraestructura eléctrica y de comunicaciones colapsó, por lo que además de devastados por una gigantesca crisis económica, nos encontramos en mitad de una situación inexplicable con todo tipo de implicaciones. Pero incluso desde esa perspectiva, la explicación no abarca todo lo que deseo explicar. O necesito, en todo caso. Lo que ocurre en Venezuela es mucho más profundo y complejo.

— Se trata de comprender mi país y el vuestro desde cierto paralelismo — insiste P., desde la pantalla del Skype. Se le ve preocupado, un poco irritado. Hace unos minutos, sostuvimos una tensa discusión sobre Iglesias, “el coletas”, quien P. insiste es probablemente la única alternativa viable en una España sacudida por una grieta social y económica preocupante. Él o su partido, en todo caso.

La respuesta entonces sobre lo que ocurre en nuestro país no puede sólo analizarse sobre las consecuencias de un hecho inmediato o relativamente claro. No se trata sólo que Venezuela reaccionó a la consecuencia de una serie de circunstancias que erosionaron el entramado político, sino que se construyó un momento histórico idóneo para la existencia del fenómeno Chávez, del autoritarismo militar encarnado por un caudillo carismático, símbolo de la ruptura social con la política tradicional. Como ahora en España — y por supuesto, salvando las distancias y consideraciones de índole económico e social — el ciudadano Venezolano decidió que el necesario cambio en el panorama el país, debía ser la consecuencia de un planteamiento por completo nuevo, una visión radical sobre los errores del poder. ¿El resultado? al menos en Venezuela, un escenario de ruptura, una lucha ideológica que sintetizó los puntos más endebles de una democracia imperfecta y un nuevo discurso basado en esa noción del error histórico y económico que sostiene la reivindicación. El chavismo como consecuencia y no como causa, de una serie de variables esenciales que ahora mismo, parecen ocultarse bajo el rostro de una crisis coyuntural.

Pero más allá del Chavismo, lo que ocurre en Venezuela es una lenta, progresiva e indetenible caída en el abismo. Una que comenzó casi cuatro décadas atrás y que nos alcanza como la onda expansiva de un fenómeno que incluso resulta inexplicable para quienes lo sufrimos. Puede parecer poético, pero en realidad se trata de una ruptura histórica que sepultó a la sociedad Venezolana en algo semejante a un alud de proporciones monumentales. Además de lo económico (supongo que lo más visible de todo este caos que soportamos) se encuentra la cultura que nació al borde de la miseria, la escasez, la mezquindad, los peores rasgos colectivos que salen a flote en mitad de la necesidad de supervivencia. Porque de eso hablamos ¿No es así? Sobrevivir, intentar por todos los medios no hundirnos en medio de una mar oscuro y silencioso bajo el que yace todo tipo de amenazas. Venezuela — los Venezolanos — vadeamos el desastre con poca habilidad y casi ninguna capacidad para superar una tragedia de semejantes proporciones. Y aquí nos encontramos, batallando a ciegas, con la tormenta empujando nuestro pequeño navío al abismo. Convertidos en víctimas, expatriados, en parias, en rostros anónimos. Batallamos en Venezuela y fuera de ella. Una guerra en medio de una ráfaga de miedo y de dolor casi imposible de contener.
Sobrevivientes a un país que ya no existe.

— ¿Qué ocurre en Venezuela? — repito. Mi amigo me mira con atención — que nada ocurre ya. Simplemente el país desapareció. Somos algo entre una crisis interminable y los sobrevivientes que huimos de ella. Los expatriados dentro y fuera de la frontera. Eso ocurre en Venezuela: Nada que no sea consecuencia de algo más grande, más violento e incontrolable de lo que cualquiera puede explicarte.

Más tarde, tendida en la cama, me preguntaré que tan válida fue esa respuesta. Después de todo, mi amigo pareció incómodo al escucharla y la conversación terminó en nada. Pero ¿qué puedo decirle? ¿Qué puedo explicarle a este Madrileño que va de un lado otro de una ciudad histórica y radiante con los brazos llenos de libros y de futuro? ¿Cómo hacerle entender la oscuridad que nos rodea, en todos los sentidos en que puede hacerlo? No lo sé, me digo. Caracas de nuevo, cuelga diez pisos más abajo, con su brillo aceitoso e irreal. Una imagen borrosa, en medio del humo de maleza quemada, del fuego de las pequeñas protestas que ocurren en varias partes de la ciudad. Nada, me digo. No somos nada.

Miro el último rollo de papel higiénico del paquete con cierta sensación de angustia que me lleva esfuerzos comprender. Después de todo, esta noción sobre la escasez es relativamente nueva para mi, aunque en mi país, hace más de seis años que se ha hecho una costumbre silenciosa y resignada para buena parte de la población. Así que, mientras miro el papel blanco y liviano aún intacto, me pregunto si tengo derecho a quejarme, a preocuparme, a sentir este dejo de humillación que no sé explicar muy bien. Después de todo, soy de esa minoría que puede comprar lo que necesita. Que todavía puede sobrevivir a medias.

El último rollo del paquete. La preocupación y algo parecido a la amargura me sofoca, me agrede como un pensamiento con el cual no sé muy bien como lidiar. Se trata de algo cercano a la frustración, pero también es mucho más duro de asumir. Se trata de comprender que llegué a a la frontera de esa normalidad aparente y engañosa que por años, se ha convertido en parte del cotidiano Venezolano. Una normalidad que no existe, que no es otra cosa que una imagen ficticia y prefabricada con un enorme esfuerzo de imaginación. Porque el país dejó de ser normal desde que el pequeño caos diario invadió cada espacio, cada límite de lo que somos. Se hizo doméstico. Algo de todos lo días. De pronto, no se trata de “La crisis”, una idea general y brumosa que no define otra cosa que el miedo. Hablamos del horror de una situación de infinitas implicaciones, que parece estar en todas partes. Que forma parte de un paisaje común que dejamos de comprender y que recorremos con la torpeza de quien camina a ciegas.

Para cualquiera que no sea Venezolano y no viva en Venezuela en este preciso momento histórico, la sensación que describo antes puede parecer exagerada, incluso melodramática. Y entiendo la percepción: no es fácil explicar esa permanente zozobra, la incertidumbre que te acompaña a toda hora. Hablamos de esa idea brumosa que define cada cosa que haces, en cualquier lugar que te encuentres. De manera que cuando hablo del último rollo de papel higiénico del que dispongo no sólo me refiero a ese artículo tan vulgar, tan corriente, tan común sino al hecho que No sé donde — o cuando — podré adquirir otro: durante los últimos tres meses, el artículo ha desaparecido de los anaqueles, como otros tantos en los comercios del país y de pronto, se ha transformado en el símbolo de la debacle, de la idea de la Venezuela rota, depauperada, que debemos soportar. La herencia del enfrentamiento político, esa tierra arrasada del debate insustancial y la política del odio que durante dieciséis años ha sido la idea política en Venezuela. Así que no se trata sólo de un rollo de papel higiénico — o al menos, no del todo — sino del hecho que representa este dolor humillante, esta sensación de encontrarme en ninguna parte. Sobreviviente a una guerra desconocida que jamás ocurrió.

Tomo el rollo del papel y lo coloco sobre el dispensador en la pared del cuarto de baño. Pienso en que nunca antes había pensado en un artículo de baño como una símbolo de lo que vivo. Pero debo admitir que no es la primera vez que la escasez parece limitar y transformar mi concepto de país. No sé exactamente cuando comencé a notarlo, pero el hecho es que poco a poco, el desabastecimiento, la restricción de los servicios básicos, la inseguridad, el terror al futuro inmediato, parecen cercenar cualquier percepción sobre mi identidad y gentilicio de una manera que nunca esperé pudiera hacerlo cualquier cosa. Porque en ocasiones — y más de las que puedo admitir — Venezuela es esta sensación agónica, rota. Esta puerta cerrada que no lleva a ninguna parte. Esta caminata entre anaqueles vacíos con un leve olor añejo en un establecimiento comercial empobrecido. La mirada sobre el hombro, pesarosa y aterrorizada, mientras camino por la calle entre la multitud de ciudadanos resignados. Es la realidad, que me acosa, que parece aplastarme aunque intente huir de ella, aunque lo haga a diario de la mejor forma que puedo. Pero Venezuela es ineludible, es una cárcel invisible. Una condena por un delito anónimo.

— Hace cinco años no habría podido creer que yo podría soportar esto . Lo peor es que ahora lo soporto y no recuerdo realmente como era vivir sin las colas, sin esta angustia que te lleva a todas partes — me dice A., una de mis amigas. La he telefoneado hace un rato para preguntarle si quería intercambiar varios tubos de pasta de dientes por papel higiénico. Y aceptó, sólo que me advirtió sólo podría darme un par. “No hay tantos como para negociar” bromeo. Cuando nos encontramos, nos sentamos una frente a la otra en la mesa del café, sin mirar las bolsas de plástico que llevamos. Sin querer asumir que Venezuela se ha convertido en este sabor amargo, esta sensación rota.

No sé que decir a eso. Aprieto las manos y tomo el café amargo que compramos en el pequeño local. Al llevarnos la carta, el mesonero nos advirtió que el local no disponía de azúcar. Lo dijo en tono aburrido, cansado, un poco distraído. Como si fuera cosa de todos los días. Como si la escasez se hubiese instalado en su vida con tanta facilidad que no tuviera que lamentarla ni temerla. Pero yo sí la lamento y la temo. Paladeo el café amarguisimo y siento el escozor de las lágrimas al fondo de los ojos. Pero las contengo lo mejor que puedo. No tiene mucho sentido llorar ni lamentarse. Este es el país que transitamos, este es el país que heredamos de una estafa histórica.

— ¿Cuando tiempo se puede vivir así? — continúa mi amiga. Lo dice con un pesar profundo y lento, casi anciano. Me sorprende el tono de su voz: A. tiene apenas veintiocho años cumplidos, es una profesional exitosa, una mujer fuerte y sana. Pero aquí estamos, pienso, sentadas en un café que te sirve el café sin azúcar, para intercambiar artículos de primera necesidad que no podemos comprar, para temer una Venezuela que ninguna reconoce. ¿Como se transita por este dolor sordo del gentilicio malogrado? ¿Como se puede soportar esa idea lineal y quebradiza de un país que se transformó en una trampa.

— No lo sé — le digo — a veces creo que Venezuela dejó de existir y vivimos en la mitad de la nada, un proceso incompleto. Una idea sobre quienes somos que no llega a ninguna parte. Y ni eso, puede explicar esta Venezuela arrasada, este país sin nombre.

Mi amiga suelta una carcajada sin alegría. Hace años, me acusaba de mirar a Venezuela con enorme romanticismo. De insistir en la esperanza, a pesar del conflicto, de la creciente crisis económica, de la inseguridad en todas partes. En una ocasión discutimos en voz alta, a gritos, sobre el hecho que yo aún tenía la percepción de una Venezuela posible, una reflexión sobre el futuro creándose así misma a medida que se profundizaba la toma de conciencia sobre la circunstancia que soportábamos. Pero A. parecía demasiado dolorida, en carne viva, para comprender un país a trozos, sin identidad. Un país donde el enfrentamiento carece de sentido o forma. Un país que se quedó sin historia, que intenta crear una sin lograrlo y que perdió el futuro a fuerza de dolor y de miedo. “No entiendes a Venezuela y eso es tu tragedia” me gritó en esa oportunidad. “Este país no te quiere, no te acepta, no quiere nada de ti. Para este país no existes. Y algo día lo vas a entender”.

Venezuela te hace sentir que atraviesas una situación de emergencia perpetua, sin pausa ni mucho menos resolución. Hoy desperté a las tres de la madrugada para trabajar, en espera — o temiendo — un nuevo apagón. Escribo con la punzada de la migraña entre los ojos, las manos temblando de cansancio. ¿Qué otra cosa puedo hacer? La sensación termina convirtiéndose en una expectativa dolorosa: temer al futuro se convierte en una disyuntiva inquietante, en una rara versión de la realidad en la que el país refleja tus personales temores como un extraño espejo convexo. Es una idea extraña, sin duda y a la distancia puede parecer melodramática. Pero en realidad se trata de una secuencia sobre riesgos, temores, ausencias y sueños devastador por una realidad de peso insoportable. En Venezuela, sobrevivir es una necesidad desesperada. Un hecho de valor al que nunca te acostumbras demasiado, a pesar de intentarlo.

Hace un rato, di una vuelta a pie por la calle en la que vivo. Un recorrido corto y frugal que me llevó a la plaza que corona la avenida. Los árboles fueron cortados por alguna ordenanza municipal desconocida y en conjunto, el pequeño rectángulo de concreto tiene un aspecto devastado y sucio. Bien, en todos los países del mundo se cortan árboles en favor de lo urbano, me digo envolviéndome en el amplio suéter de franela que llevo puesto. No es una tragedia, ¿por qué tiene que parecer una? Porque lo es, me respondo de pie frente a la estatua ecuestre de un prócer caído en desgracia ante los ojos de la Revolución Chavista. La basura se acumula a los lados y una floración gris, se eleva por el bloque de mármol roto que la sostiene. La plaza, era el lugar al que iba a jugar de niña, el que fotografié cientos de veces al crecer, en busca de registrar mi entorno. ¿Ahora que es? Me aterroriza un poco el aire desolado, la hierba reseca, los troncos cortados en raso plano, con la savia vertida como sangre transparente. ¿Este es el mismo lugar que llegué a querer tanto?

Una cuadra y media más allá me detengo frente a una mole de concreto y granito cerrada con rejas y tablas. Hace unos años, fue uno de los centros comerciales que fue el centro neurálgico de la vida comercial de la zona cerró hace poco. Me refiero al Centro comercial entero, una idea que asombra cuando la analizas. Las ciento cincuenta tiendas, incluyendo los pequeños quioscos: todos cerrados y clausurados. Los pasillos solitarios, las vitrinas rotas. Cuando asomo la cabeza por uno de los barrotes de seguridad, veo una rata que corre hacia una esquina oscura. La repugnancia me sube a la garganta, me hace sentir nauseas de puro nerviosismo que me apresuro a contener. Me alejo, tomo una bocanada de aire. No quiero pensar en todas las ocasiones en que estuve allí, en esa normalidad afanosa y simple de ir de tienda en tienda. Comprar en la vieja farmacia, saludar al dependiente de la librería antiquísima, que había pertenecido a tres generaciones de libreros. Todo eso desapareció, todo…es sólo este silencio con olor a basura. Esta tragedia mínima que a nadie le importa.

A veces quisiera llorar por todas las cosas que he perdido, por este país a fragmentos que no puedo unir, que no recuerdo. Pero llorar es muy sencillo, es muy blanco, muy limpio. Fui una llorona, ahora intento contener las lágrimas a toda hora. Este dolor es una magulladura fresca en algún lugar de mi espíritu. Una cicatriz abierta que dudo sane alguna vez.

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Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión. Desobediente por afición. Escribo en @Hipertextual @ElEstimulo @ElNacionalweb @PopconCine