Crónicas de la ciudadana preocupada:
Secuelas del miedo: Una herida que nunca sana.
El primer día en que tuve servicio eléctrico durante más de doce horas seguidas, sentí tanta ansiedad que terminé con náuseas nerviosas. Me quedé doblada, con los brazos cruzados por la cintura en un intento de tranquilizarme. Cuando pude hacerlo, me pregunté si comenzaba a enloquecer o sólo se trataba de algún nuevo síntoma de ese extraño síndrome sin nombre que me había provocado el primer gran apagón en Venezuela. Mi prima, que me miraba con preocupación, enarcó las cejas.
— ¿Qué síndrome?
— Espero a cada tanto que se vaya la luz — dije. Mi voz tenía algo de infantil y un poco ridículo — no sé si se irá al minuto siguiente, si habrá un bajón o subidón que dañe los electrodomésticos…
— Te tienes que calmar — respondió mi prima. Pero no parecía muy convencida — esto va para largo.
“Para largo” en Venezuela significa la completa incertidumbre. En realidad, nadie sabe muy bien por cuanto tiempo tendremos que lidiar con los cortes de luz aleatorios — que el gobierno llama racionamiento -, los violentos cambios de voltaje que ya achicharraron el motor del refrigerador y la lavadora, la simple sensación de perder un tipo de control en tu vida cotidiana imposible de traducir de cualquiera manera. Por supuesto, mi trastorno de ansiedad reaccionó de inmediato y como cabría esperar: haciéndose peor y cada vez más abrasivo. Y eso que estoy en Caracas, pienso mientras intento beber un poco de té para calmar el estómago. Y eso que tengo esa exigua, injusta y ridícula ventaja.
— Así no se puede vivir.
— Lo sé, pero tampoco puedes vivir a expensas de esperar cuando se irá la electricidad o volverá.
La forma de hablar castellano en Venezuela siempre me ha parecido elegante, elástica y por completo incorrecta. Pero hermosa, sin duda. “Cuando se irá la luz” es una frase extraña que tiene algo de melancólico, como si el servicio eléctrico fuera un ente con vida propia que decide ausentarse, apartarse con delicadeza, dejar un espacio vacío. Pero la realidad es mucho más corrosiva y por supuesto pragmática: tenemos la peor infraestructura del continente, erosionada por el descuido y años de despilfarro. El sistema Gurí — que en su momento fue la construcción más asombrosa de su tipo en Latinoamérica — es ahora un cadáver obsoleto que recuerda una bonanza petrolera improbable e inimaginable. Grandes obras, una prosperidad de vértigo. De eso, sólo queda maleza que rodea las instalaciones. La misma que se incendió y destrozó los exiguos intentos del chavismo por mantener la última línea de normalidad del país. Al traste cualquier intento, me digo con un suspiro, el estómago revuelto, la sensación abierta y violenta que la ansiedad es un nudo de músculos rígidos bajo mi garganta. Así vivimos, pienso. Así seguiremos.
Pero como dije, vivo en Caracas. Uno de tres lugares del país que fue excluido del racionamiento del chavismo para intentar mantener las pocas instalaciones que aún funcionan con algo de operatividad. Según los rumores, fuimos excluidos “por exigencia de los militares”, que según la escandalosa versión, se negaron a reprimir a los “pobres”. Cuando leí el tweet por la versión — difundida además por un periodista, para más inri — sentí un malestar amargo que ya reconozco apenas llegar. De nuevo los militares, de nuevo el control verde oliva, férreo y despótico. Venezuela es un cuartel, dijo una vez Cabrujas. Y durante este período de caos imprevisible, lo es más que nunca.
— Algo tiene que pasar.
— Mejor quítate eso de la cabeza, aquí la cosa estallará cuando la gente se canse.
Mi prima suspira, como si ella misma no creyera en su versión de las cosas. Seguramente, no la cree: como yo, creció en dictadura militar. Los rumores van y vienen, los anuncios de algún apoteósico evento colectivo que ponga fin al poder hegemónico del chavismo. Pero no ocurre. Y dudo que ocurra a estas alturas. O al menos, eso pienso mientras me tiendo en mi cama. A diez pisos de distancia, Caracas cuelga brillante y engañosa. Si miras su silueta contra la mole oscura del Ávila, todo parece tranquilo. Nadie diría que la capital del Estado Zulia, sufre un atroz y cruel sistema de racionamiento que la mantiene a oscuras casi durante todo el día, que la mayoría de los estados del país no tienen acceso al agua potable, que el país se derrumba con una lentitud de pesadilla. Caracas, sigue siendo Caracas. La incómoda, la máscara del régimen. Y los caraqueños, rehenes de este engaño, de esta sensación dolorosa de formar parte del telón de fondo de una obra retorcida.
Desde hace veinte años, el lenguaje en Venezuela es un medio de poder y también, un método de control. Lo es a medida que una neolengua — basada en la ideología y el prejuicio — se convirtió en una herramienta efectiva para construir una percepción distorsionada de la realidad. Los términos abundan y la presión para imponer la retórica del poder es cada día más efectiva. En ocasiones, tengo la sensación que la percepción colectiva sobre la cultura Venezolana se convirtió en una forma de establecer una frontera entre la comprensión del papel ciudadano y el maltrato legal al que se le somete. “Pitiyanqui”, “escuálido”, “Guerra económica” el diccionario revolucionario engrosa su terminología con rapidez y convierte a la idea social del país en una combinación desconcertante de miedo y algo mucho más amargo.
Ahora, la palabra de moda — la frase, más bien — es la de “administración de carga”, el eufemismo con que el chavismo trata de restar importancia al hecho que debe mantener la mitad del país a oscuras, para sobrevivir a ciegas en lo que resta del año. La frase está en todas partes, en los monólogos de todos los voceros del régimen. A fuerza de escucharla, termino por sentir la inevitable saciedad semántica. No significa nada, no dice nada, ese intento del gobierno de lograr la normalidad a fuerza de consignas, de amenazas y declaraciones cruzadas. Lo pienso sentada en la plaza frente al edificio donde vivo. Apenas hay tráfico y un manchón de luz cruza el cielo tan nítido. Azul Caracas, como diría A., mi amiga la “comeflor”. En realidad, tengo la sensación que Caracas es un manchón borroso de colores. Una circunstancia rodeada de promesas sin cumplir, deshilachadas por el uso. Y ahora mucho más, cuando navegamos en mitad de un país a oscuras como un espacio insular que intenta disimular lo que ocurre en realidad. “Administración de carga” me digo. La frase que no dice nada, que sólo es un montón de palabras sueltas que buscan justificar lo injustificable.
Hace unos días, mi amiga J. se quejó amargamente de la larga fila que había tenido que soportar para comprar un poco de carne. Desanimada y acongojada por la experiencia, me contó la humillación que le produjo estar de pie bajo el sol durante casi cuatro horas para finalmente, adquirir una bolsa pequeña de carne de ínfima calidad. Me explicó que de pronto, la idea de la crisis nacional dejó de ser una estadística, una noticia de opinión, un debate ideológico y se volvió parte de su vida privada, un elemento doméstico que le lleva esfuerzos asimilar y que de hecho, no termina de comprender en todas sus implicaciones. Aunque me sorprendió su confesión — ¿Dónde había estado mi amiga durante los últimos meses? Pensé con cierta alarma, aunque no se lo dije — aún más lo hizo cuando añadió:
— Y saber que toda esta mierda es culpa de los “Bachaqueros”.
— Revendedores — le corregí de manera automática y casi involuntaria.
Mi amiga me dedicó una mirada consternada y un poco irritada.
— ¿Cuál es la diferencia?
— La diferencia entre una y otra palabra, es que entre ambas hay un peso de culpabilidad ideológica importante — le expliqué — la palabra “bachaquero” encubre una realidad muy concreta. La palabra “revendedor” deja muy claro quien es el responsable de lo que vivimos.
— ¿Me vas a decir que la culpa no es de todos estos ladrones que están vendiendo a treinta veces su precio los productos de primera necesidad? — me dijo, ahora muy enfurecida — ¿Que todo lo que está pasando no es consecuencia de eso?
Me quedo callada, asombrada por su argumento. Mi amiga es una mujer profesional y bien educada, ella misma suele definirse como culta e intelectual. También es una férrea opositora a las políticas gubernamentales del gobierno chavista y lo ha sido por años. De manera que no sé muy bien como interpretar el hecho que no sólo repita casi de manera espontánea el fallido argumento ideológico para justificar la escasez sino que además, asuma el hecho de la escasez y sus implicaciones, no como una consecuencia, sino la una causa de la crisis de preocupantes proporciones que padece el país. ¿Hasta que punto el discurso ideológico ha calado en la forma como comprendemos el país? ¿Hasta donde las propaganda gubernamental construye una nueva versión de la realidad que la mayoría de los ciudadanos venezolanos acepta sin mayor objeción? Me cuestiono lo anterior mientras mi amiga continúa despotricando en voz alta contra “los desgraciados que provocaron esto” y a señalando sin dudar a los “venezolanos que no les duele la patria” como chivos expiatorios de una situación insostenible. Y resulta preocupante la forma como parece convencida, con una certeza casi dolorosa, que la ruptura histórica que sufre Venezuela es consecuencia no sólo de una serie de circunstancias aisladas, sino de una especie de culpa cultural muy antigua que todo venezolano sostiene casi con torpeza. De nuevo, me asombra esa visión inmediata e incompleta de la situación que vivimos. Pero sobre todo, lo que significa de cara al análisis de lo que ocurre realmente en nuestro país.
Cuando se analiza desde cierta perspectiva la situación venezolana, desconcierta el hecho que se asuma como una serie de re interpretaciones políticas y económicas que surgen al margen de quienes detentan el poder. Que la visión sobre lo que ocurre se restringa al hecho concreto y no a sus implicaciones, causas y sobre todo, trayecto histórico que permitieron — y sustentaron — su aparición y gravedad. Una serie de proyecciones y distorsiones erróneas sobre las circunstancias que cimentan una situación cada vez más compleja e imprevisible, pero que aún así, continúa siendo atribuida a variables aleatorias y lo que es aún peor, a ideas más o menos caóticas sobre lo que ocurre en nuestro país.
Por supuesto, también está el otro lado del espectro: los bachaqueros comienzan a desaparecer porque el chavismo permite de nuevo importaciones de regulación y los anaqueles de los automercados están llenos. Sólo que ahora, nadie puede comprar los productos. Los precios aumentan a diario — en ocasiones, horas tras hora — y de pronto, comprendes que la vida normal — como la creías posible — desapareció. De nuevo, el gran engaño: los supermercados repletos con comida que poca gente puede pagar, los bachaqueros aplastados por la realidad de un país a medias. Me hace sonreír la idea: somos un remedo del capitalismo “salvaje” contra el que tanto vociferó Chávez, sólo que aislados por la cúpula del comunismo, de esa idealización de la pobreza y la romantización del control social. ¿Qué clase de experimento perverso es este? A veces creo que Venezuela es sólo eso: una morbosa posibilidad desmentir los ideales arcaicos de esa izquierda roñosa que no deja de aferrarse a su utopía. Un parque temático ideológico con treinta millones de ciudadanos atrapados detrás de sus puertas.
Una de las farolas de la plaza parpadea y el charco de luz amarilla desaparece. Me levanto del banco en el que estoy sentada de un salto y me apresuro a cruzar la calle. Allí llega la oscuridad, me digo, aunque todavía las ventanas de los edificios están iluminadas y la calle tiene apariencia de algún tipo de normalidad. Pero en Caracas, como diría Karina Sainz Borgo, siempre es de noche. Una muy larga noche silenciosa y desagradable.
Venezuela es puro realismo mágico. Pero en vez de alborozado y brillante, lo imposible construye en el país un paisaje gris y amargo. Lo pienso mientras converso con N. a quién no he visto en algunos años. A la sazón, se ha convertido en un apasionado defensor de la política gubernamental. Incluso ahora, me digo anonadada. En medio de lo que todos suponemos la crisis terminal del chavismo, en medio de los apagones, de la demostración definitiva de los alcances de la estafa histórica que Hugo Chávez Frías creó a su medida. Me habla con energía, casi a los gritos, de su nueva convicción “socialista”, de la manera como “la doctrina” comunista, le ha cambiado la vida para siempre. Me asombra un poco aquello: como recuerdo a N., era muy poco dado a la lectura y al análisis. A la simple reflexión de ideas. Y así se lo digo. Me mira con cierta perplejidad.
- Pero es que para ser comunista no hace falta leer.
- ¿No?
- No — me responde. Y muy convencido además. Lo miro, vestido de rojo de los pies a la cabeza, empleado ufanisimo de la empresa petrolera del país, llevando un costoso reloj de oro y con un celular de última generación en el bolsillo de la chaqueta. Me imagino a Marx tan rígido, tan en la búsqueda de un bien común austero, mirando a este hijo de su discurso vestido de rojo carmesí, arengando a gritos sobre la clase obrera.
- El Comunismo es un proceso ideológico — intento explicarle — proviene de una serie de ideas concretas: una manera de ver el mundo conceptual elaborada por un idealista.
- El comunismo es que todos vivan bien — me interrumpe sin escucharme. Otro rasgo muy venezolano ese, por cierto -que todos seamos iguales, que cada quién haga lo que quiera. Por eso soy comunista. Porque quiero que todo el mundo tenga bastante “plata” que gastar.
Me quedo callada. ¿Que se puede responder a eso? Escucho su interminable perorata, mientras ambos caminamos por la calle. Entonces, tropieza con un vendedor ambulante de alguna baratija. Un anciano con ropas raídas y una triste expresión de desamparo. Y este comunista gritón, con la gorra del partido de Gobierno bien calzada hasta las cejas, se aparta, casi en un gesto de repugnancia y sigue su camino. Sin parar de hablar claro. Me vuelvo para mirar al anciano, una figura solitaria en mitad de la calle y a este hijo del nuevo Comunismo, que ríe e insiste en una mezcolanza de ideas sin sentido sobre la igualdad, la Venezuela “bonita” que defiende con su verbo encendido. Unos somos más iguales que otro, pienso con tristeza.
Lo surreal en Venezuela es tan común, que termina siendo habitual. Y eso es peligroso. Como sentarte a ver un programa cualquiera de la televisión nacional, y que de pronto, tengas la sensación que es el resumen de la locura habitual que todos padecemos como sociedad. En medio de un país en crisis, con una lucha de clases artificial aupada por una doctrina política violenta, un animador señala a una mujer con el rostro rígido por innumerables cirugías estéticas, la sonrisa forzada, los dedos llenos de joyas y la llame “Socialité”. No Dama de sociedad. No señora Distinguida. Nada de eso: Socialité. Me quedo un poco con la boca abierta y me río. ¿Como no me voy a reír a carcajadas de aquella palabra, de aquel concepto salido de los rudimentos de un país que no termina de entender lo que vive, lo que nos enfrentamos, lo que padecemos? Socialité sí. Y pienso en esa Venezuela que se ignora así misma, que no parece tener idea de lo que ocurre a diario, en las calles y autopistas, ciudades y caseríos. La Venezuela de los “pantalleros” (que termino simpático ese) de los que no miran a su país como no sea para correr a toda prisa hacia esa idea nebulosa y fragmentada que tienen sobre lo nacional. Claro que socialité. Que buena palabra esa para definir lo amorfo, lo triste, lo torpe de este país que intenta construir su identidad a diario, sin conseguirlo, a tropezones, siendo solo esta imagen movediza de una cultura que se niega a mirarse con sinceridad.
A veces, pienso en Venezuela con una cierta sensación de distanciamiento, de temor simple. La miro como si se tratara de una pieza de simplicidad absoluta en un gran mecanismo que funciona mal. Venezuela, que transita de un lado a otro, vituperada y empujada entre risas, entre locuras, entre esas grietas de discurso y de pensamiento, ese ideario sin sentido que todos levantamos con esfuerzo, riéndonos claro, burlándonos de los trozos de que caen de un lado a otro. Y siento una tristeza profunda, casi lírica, tal vez como la que sintió el último de los Aurelianos cuando miró el espiral del viento que se le venía a Macondo encima, por este país sin nombre que no termina de construirse, por esta idea de nosotros mismos que no se define jamás. Una Venezuela de espejismos, que se crea a diario sin sentido real.
Durante los últimos diez años, he despedido a la mayoría de mis parientes, amigos y conocidos. Al principio, la oleada migratoria causó desconcierto. Incluso desconfianza. Luego sorprendió, por su insistencia, número y sobre todo, esa noción de perdida — un desorden mínimo — que parece definir al hábito Venezolana. Y finalmente asusta. Porque comprendes que buena parte de quienes conoces, están abandonando el país a la carrera, aterrorizados, afligidos, abrumados. Perseguidos por un desigual instinto de supervivencia que al principio, no entiendes bien. Porque en Venezuela no se emigra, se huye. Una especie de tránsito apresurado y abrupto imposible de explicar — en sus implicaciones y consecuencias — a quien no lo ha sufrido.
— Me preocupa que hemos llegado a un límite de desesperación que evita nos preocupe que ocurrirá después — dice mi prima— que la emigración ya no sea un proyecto, sino una tabla de salvación inmediata.
— Te preocupe o no, es lo que está pasando — respondo — nadie sabe qué ocurrirá después.
Siento un nudo amargo en la garganta. Un llanto invisible que contengo como puedo. Cenamos juntas, la cabeza gacha, con una desolación tan parecida al luto, que me pregunto que habrá muerto en mi interior para sentirme de esta forma. ¿Qué me ocurre? me reclamo. El servicio eléctrico se ha mantenido más o menos estable durante la semana. Tengo agua potable en los grifos, un internet intermitente que me permite trabajar. ¿Qué me ocurre? Deberías agradecer, me recrimino. Tienes comida — buena comida — en los anaqueles. Un oficio creativo que te permite mantener la cordura. ¿Qué te pasa?
Que ya no quiero sobrevivir, pienso. El pensamiento fluye, avanza, destraba sentimientos complejos que por meses intenté ignorar. Eso es todo. No quiero sobrevivir. Quiero vivir. Quiero una vida normal, una vida sin incertidumbre. Quiero ser joven, quiero tener las preocupaciones de una mujer de mi edad. Quier…¿qué? Dicen que las lágrimas de desesperación producen una dolorosa comezón. Lo decía mi abuela, que tenía una historia para cada cosa. La recuerdo cuando me froto los ojos hasta logro un poco de alivio. Pero algo ocurre en mi mente. Algo real, vivo, angustioso.
“Esto” es, por supuesto, la interminable colección de dolores y tragedias cotidianas que han convertido a Venezuela en un paisaje a pedazos, sumido en la devastación de una guerra que aún no ha ocurrido. Por casi quince años, el país transita una crisis económica, política y social cada vez más profunda y dura, sin que exista el más mínimo indicio de mejoría. No es fácil asumir que el lugar donde vives perdió el norte y se transformó en una circunstancia inevitable. Que el futuro no es otra cosa que incertidumbre. Que no hay una oportunidad cierta de progreso, bienestar e incluso, algo tan sencillo como un tipo de tranquilidad doméstica muy específica. Venezuela es un campo de batalla ideológico, en medio de una debacle económica de proporciones imprevisibles. Pero sobre todo, un experimento cultural fallido. Una estafa histórica monumental.
Pero ninguna de esas ideas e interpretaciones sobre el país, puede explicar a cabalidad el clima de crispación y angustia constante que atraviesa el Venezolano promedio. El que abandonó la lucha en las calles, el que se resignó al hecho que muy probablemente, la Venezuela que conoció — esa democracia perfectible, corrupta y burocrática pero esencialmente funcional — ya no es factible e incluso posible. De manera que la única opción es la puerta abierta hacia un fenómeno de todas las épocas, pero que en nuestro país toma vicios de verdadero fenómeno poblacional. Y es que emigrar a la Venezolana es una combinación de miedo y algo más esencial y duro de comprender: una ruptura personal y emocional con la idea de país. Un duelo del gentilicio que se sobrelleva con torpeza y la mayoría de las veces con un desarraigo que se analiza aún de manera muy superficial.
— ¿Estás bien? — pregunta mi prima.
— No estoy bien — murmuro.
Aprieto las manos. Hace unas semanas, habría respondido que estamos siendo víctimas del pánico. Que por supuesto, estoy bien. Recuerdo un texto precioso de mi amigo Manuel García Ordóñez, sobre esa compulsión del venezolano aquí y en cualquier parte, de insistir se encuentra bien. Pero ya yo no puedo. No me sostiene nada. Hay algo roto, erosionado en mi interior. Una idea incapaz de tomar formas. Comenzaron a ocurrir una multitud de tragedias cotidianas: Uno de mis vecinos fue secuestrado por catorce horas. Fue torturado hasta casi la muerte y ahora se recupera en una clínica privada. Una de las amigas de mi madre, casi muere por falta de atención médica: En los hospitales que visitó durante una crisis coronaria, no encontró equipos, insumos o personal especializado que pudiera atenderla. El bebé de otro amigo, murió durante el primer apagón. Un antiguo cliente, casi fue asesinado durante un asalto al transporte público que utilizaba. De pronto, todos los rostros se confunden, todas las circunstancias crean algo más. La crisis dejó de ser periférica, una idea manejable, incluso soportable. El peligro está allí, al acecho. Acercándose a esa falsa idea de normalidad que durante tanto tiempo intenté sostener. No hay manera de evadir una crisis cada vez más violenta, duradera y punzante. No hay forma quizás de luchar contra ella.
— No estoy bien — insisto y ella sólo me mira, preocupada. Supongo que impotente — no puedo estar bien aquí.
Se me llenan los ojos de lágrimas. Tengo tanto miedo que no sé cómo expresarlo. Una sensación de desolación insoportable, angustiosa y seca me recorre. ¿Cuando ocurrió esto? ¿Cuando el país en que vivo se convirtió en una amenaza? ¿En mi principal enemigo? ¿Cuando admití que no puedo continuar luchando y desafiando esa brecha que me separa del desastre? ¿Como explicarme este sufrimiento ciego y sordo que me atormenta a donde vaya?
Más tarde, tendida en la oscuridad, contemplo a Caracas. Las luces siguen encendidas, pero la oscuridad es visible. Siempre es de noche, en esta ciudad engañosa. Siempre hay oscuridad, en esta gran grieta sin nombre llamado país.