Crónicas de la ciudadana preocupada.

El día después en la ciudad desolada.

Aglaia Berlutti
8 min readMay 1, 2019

Desperté con un sobresalto. Soñaba con un estallido metálico, la confusión de palabras y gritos, el sonido de un repiqueteo sordo. Abrí los ojos con esa resaca emocional que ya es parte del gentilicio, que me acompaña a todas partes. Es difícil explicar este agotamiento que ya tiene algo de crónico, esta sensación que los días y semanas se alargan de manera antinatural en medio de las cientos de situaciones distintas que debes soportar. ¿Qué ocurrirá hoy? me pregunto. El amanecer gris y rosa de Caracas es casi hermoso, pero en realidad, sólo es otro síntoma de lo que se esconde bajo su engañosa calma. El olor a humo — en mi calle hubo barricadas encendidas durante toda la madrugada — me llega en ráfagas, me revuelve el estómago. No, no hay nada bello en este día, en esta sensación de afligida confusión. De nuevo, la incertidumbre.

Sentada frente a la pantall de mi computadora, apenas me puedo concentrar. Trabajo un poco pero cada poco, miro de nuevo el TimeLine de Twitter. Heridos, asesinados, amenazas, agresiones. Venezuela se me cae entre las manos y no sé como sostenerte. Leo las informaciones, los rumores, miro las fotografías. El día de ayer nos dejó nuevas víctimas, nombres que agregar a la larga lista de pérdidas de veinte años de guerra sorda. El dolor en todas partes. El pecho se me infla de angustia, me cuesta respirar. Tomo el teléfono, telefoneo a los seres queridos ¿Estás bien? ¿Como está todo por tu zona? ¿Te puedo ayudar? Lo hago con esa impulsividad del que teme, del que intenta proteger ese pequeño rastro de normalidad pero no puede. Una taza de café, dos. Me recuerdo que debo racionar lo poco que queda, de manera que me tomo la última taza con las manos temblorosas. Y aún con deseos de llorar.

No es fácil contar a nadie lo que ocurre en el país. Lo intento a diario, por todos los escasos medios a mi disposición. Escribo, describo, cuento, narro. Pero nada es suficiente. Nadie que no haya vivido la incertidumbre de este devenir del miedo a esperanza y de nuevo, sólo miedo, podrá comprender a la Venezuela en ceniza que el chavismo nos heredó. En esta etapa intermedia, el vacío es una sensación física, invalidante. Una herida sobre las cicatrices de las más viejas. Y las noticias continúan surgiendo de todas partes. Todas dolorosas, temibles. Venezuela se sacude en una crisis densa, elemental, que va más allá de la lucha ideológica y política. Porque lo enfrenta a Venezuela son dos visiones de país, son dos rostros de una Venezuela indiferente, la que calza en la normalidad y esa otra, en medio de la agresión y la sangre, el temor y la furia que se te desborda en los dedos. Y cuando miras, con el corazón latiendo muy rápido, ese paisaje de pesadilla, desdibujado, lleno de grietas, te preguntas que ocurrió, cuál fue el camino que recorrimos para llegar a esto, para encontrarnos en un campo de batalla vacío y doloroso.

Sentada frente a mi ventana, miro la calle. Aquí no ocurre nada, vivo en el Oeste de Caracas, donde el gobierno se ha esforzado que realmente, la violencia parezca rumor, algo inventado, incomprensible. Miro la Plaza donde un grupo de niños juega, riéndose y arrojándose la pelota, a pesar de ser aún muy temprano. Las calles en calma. Incluso la pequeña invasión, un par de cuadras más allá, donde dos mujeres ancianas conversan sentadas una junto a la otra bajo el sol, entre escombros y basura. Y somos todos, las víctimas de esta Venezuela que no existe, que se derrumba a pedazos, que carece de rostro, que se dibuja en medio de esta sensación de simple desconcierto. Esta es la Venezuela niña, la víctima, la rota, la que llora con disimula. Y que sufrimiento este, de saber que el odio tomó el lugar del lenguaje, que se transformó en algo tan arraigado que ya no se concibe este país sin sus cicatrices. Venezuela, la que no existe. Venezuela la que pudo haber sido.

Entonces lloro, aunque no sé por qué lo hago. Quizás, por todas las veces que reprimí las lágrimas, por toda la gente sin nombre que llena las calles del país y que lucha por algo tan básico como la normalidad. Lloro por la placidez aparente de los barrios, por los heridos y muertos en medio de una situación cada vez más violenta. Lloro por mi, confusa y agobiada, lloro por el miedo que siento por todo el que amo y que deseo proteger. Lloro por Venezuela, lloro por cada fragmento de historia perdida, por cada idea que no se llegó a construir y que yace perdida, olvidada, en alguna parte de este gran silencio que llamamos gentilicio. Pero sobre todo, lloro por el país que pudo ser y ya no es, por el futuro que se perdió antes de existir, por la idea de nación que se debate entre el dolor y algo más profundo, doloroso. La simple ausencia de valor.

Hay una escena en la película “Solaris” de Tarkovski en que el tiempo transcurre tan lento que el espectador supone se detuvo. Todos los muebles flotan y también, una pequeña rueca de cristal que nadie mira pero que es hermosa. Un destello topacio en mitad de la nave tan sobria y el Universo más allá. La cosa es que todo transcurre con una lentitud dolorosa, como si la rueca del tiempo estuviera rota y lo único que pudo sobrevivir, fue esa imagen de una habitación vacía que pudo ser en cualquier parte o formar parte de cualquier cosa. Una habitación vacía de toda presencia humana, de toda expresión del yo o del ayer, convertido en algo más profundo. Esa quietud, que puede ser la muerte o simplemente, la nada absoluta. Como el Universo infinito que se ve más fuera, en la media luna de cristal imposible y frágil que apunta hacia la eternidad.

¿Es muy romántico pensar en Venezuela de esa forma? Sin duda, al menos es impreciso. Venezuela es un cuartel, caótico, violento y destartalado como todos los cuarteles del tercer mundo. Un depósito sin forma de malas experiencias que vienen a morir aquí, suspendidas en el tiempo. El experimento del Chavismo funcionó supongo, porque este es un país que se aferra al pasado como una mortaja, que se envuelve en sus malos recuerdos y allí medra, rodeado de la flora tierna y viciada del agua empozada. Venezuela es un país que cree — y con una ingenuidad bruta y rancia — en los milagros, en las botas militares prodigiosas y en los buenos presagios aleatorios. De modo que sí, romantizar este espacio sin tiempo añejado por nostalgia ridícula es ridículo. Y peligroso. ¿Cuantos no han muerto por hacerlo? Tantos ya.

Miro a Caracas, falsa e irreal. El pensamiento es abrumador. Pesado de sobrellevar, angustioso de interpretar a primera vista. Como un cuadro vacío, una grieta en un cristal mellado a punto de resquebrajarse hacia la oscuridad.

En muchos países del mundo, el color verde es el símbolo de la esperanza y de la belleza. Pienso en eso mientras miro la línea del Ávila, inmensa y radiante, en contraste con la silueta árida de Caracas. Me encuentro en la fila de un supermercado esperando para pagar los pocos artículos que pude comprar. Debería estar agradecida: encontré dos paquetes de azúcar, uno de papel sanitario, unos cuantos de café y una botella de champú. Todos productos escasísimos y cada vez más limitados en los anaqueles depauperados de los supermercados Venezolanos. Pero no lo estoy. No agradezco esta sensación de rapiña, de humillante angustia que siento cuando decido llevar cuatro paquetes en lugar de los dos que necesito. No agradezco el sobresalto que me produjo la visión de pasillos llenos con un único producto. No agradezco este silencio agrio que llena el pequeño supermercado donde me encuentro. No agradezco esta sensación de haber perdido en algún momento la posibilidad de la normalidad, esa noción que lo que soporto no sólo es inadmisible sino por completo inevitable. Porque en Venezuela vivimos en una constante crispación, en una perenne sensación de desastre. En medio de una guerra ficticia con victimas reales.

La fila avanza lento. Hace rato que la existencia de productos acabó. De manera que sólo quedamos dentro del supermercado los sobrevivientes a la pequeña confusión de la compra nerviosa. Aprieto las bolsas entre los brazos, cansada y entristecida. Miro de nuevo El Ávila: un trozo de verde radiante, alzándose extraordinario hacia el cielo de un azul tan hermoso que duele. Pero no es suficiente. Hoy no me consuela su belleza, a pesar de que intento aferrarme a ella. No es suficiente para secarme las lágrimas de furia y humillación que me hace sentir este alivio borroso por haber podido avanzar un paso más en la difícil cadena de oprobios de un país herido. No es suficiente, para hacerme sentir de nuevo ciudadana en un país de huérfanos. No es suficiente para consolar la angustia, para ocultar las cicatrices aún sensibles de una amargura silenciosa. A pesar de la belleza, hoy no hay gentilicio que pueda aferrarse a ella.

El verde de una Venezuela que no existe, que no logro conciliar con la realidad. El verde circunstancial, sin otro significado que el que yo quiera darle. Más tarde, sentada en terraza de mi edificio, miro el verde desde la tristeza, miro el verde desde el dolor y me pregunto, a ciegas, exhausta, cuando tendrá de nuevo significado, cuando podré recurrir a mirar la montaña querida para intentar creer de nuevo en la posibilidad, en la esperanza, en la capacidad de construir algo sobre las cenizas.
No lo sé, pienso y quizás eso es más doloroso que cualquier otra cosa: esa incertidumbre en todas partes. Esa angustia latente y simple que no puedo manejar.

En casa, en mi calle, en mi pequeño trozo de historia. todo tiene una apariencia normal. Siempre que no mires el humo, la basura aún incandescente — alguien volvió a la quema por la tarde — y el silencio del miedo. Hoy no dormiré. O quizás sólo unas pocas horas. Porque en Venezuela, lo normal se convirtió en esta realidad quebradiza, en esta sensación de inevitabilidad que se enreda en el transcurrir de cada día abrumador. No sé que ocurrirá mañana. Durante los últimos días he tenido la sensación que no comprendo bien que piezas dejaron de encajar en el país, como idea, como circunstancia, como esperanza. Sin nombre, a solas, aún con los ojos cerrados, en la oscuridad, me pregunto como contaré estas historias de lágrimas invisibles, de temores dolorosos y de siempre identidad.

Venezuela es mi historia. Quizás parte de mi identidad. Y esta ruptura entre lo que somos y lo que seremos — o podríamos ser — es una herida abierta que no termina de cicatrizar.

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Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión. Desobediente por afición. Escribo en @Hipertextual @ElEstimulo @ElNacionalweb @PopconCine