Crónicas de Hécate:

El horror, lo femenino y lo misterioso en la cultura pop actual (Parte I)

Aglaia Berlutti
10 min readApr 25, 2022
Suspiria (2019) de Luca Guadagnino

Para el cine de terror, la mujer es un símbolo de poder. Tanto, como para que la mayoría de sus grandes historias, tengan a un personaje femenino como centro motor del argumento. O al menos, en la mayoría de las veces, engloba preguntas acerca de la naturaleza del bien y del mal, de una complejidad curiosa y que, además, brindan una noción alternativa a cualquier salvedad moral. Mujeres asesinas, mujeres víctimas que impulsan la acción, no desde su muerte inevitable. Mujeres convertidas en brujas, en puertas abiertas hacia lo oculto, portadoras de poder. Una y otra vez, el cine de género meditó con mucha más inteligencia y fluidez acerca del papel como símbolo de sus personajes, de lo que podría esperarse de sus argumentos simples y ocasiones, básicos.

Por décadas, the final girl — o la llamada “chica que sobrevive” — fue el emblema más reconocible del subgénero slasher. La fórmula trillada de mujeres muy jóvenes, hermosas y castas que luchaban a ciegas contra el asesino de turno, creó toda una percepción de la sobreviviente a la masacre típica y también, un subtexto más o menos apreciable de la crítica social que suele llevar aparejada — incluso de forma involuntaria — cualquier película de terror. La última chica en morir — heredera de la histórica víctima propiciatoria— casi siempre era la más guapa, pero también la más inocente de todo un grupo de jóvenes destinados a morir como chivos expiatorios de la furia asesina serial del personaje central.

No se trata de una idea reciente, pero aun así, the final girl se convirtió en el hilo conductor de la fórmula de terror que incluía salvajes asesinatos y extravagantes muertes. Era el personaje que descubría la identidad del asesino, sorteaba todas sus trampas y sacaba fortaleza en el último tramo del argumento para levantar el hacha, la venganza a la carnicería de la que probablemente había sido testigo. La sobreviviente era un modo de comprender el tiempo y el trasfondo de los argumentos de las películas de terror y sobre todo, su capacidad para elaborar algo más complejo que una simple matanza espontánea.

Por supuesto, la chica virginal que se alza victoriosa sobre todo tipo de penurias, no es una imagen nueva ni mucho menos novedosa. Desde Arianna — que descubrió la manera de sobrevivir al tétrico laberinto de su pueblo -, las víctimas propiciatorias de Tracio hasta las Amazonas, las mujeres que conservan la vida a partir de su astucia y fuerza, es un motivo recurrente en el arte y la literatura de todo el mundo. Sherezade, salvó la vida gracias a su talento para las historias. Lucrecia de Roma, sobrevivió a su violador, solamente para someterlo al escarnio público y salvar del deshonor a su familia.

Pero también, hay versiones más tétricas del estereotipo. La Mandrágora de Hanns Heinz Ewers, es hija del horror y además, la sobreviviente esencial, rodeada de toda una carga simbólica al nacer del pecado y prosperar gracias al terror. Una y otra vez, la mujer que toma el poder del que fue despojada, se repite hasta crear una idea más convincente — y sin duda poderosa — de lo que podría ser por el mero hecho de enfrentarse al peligro. Y sin duda, es esa encarnación de lo femenino que sortea todo tipo de dificultades hasta triunfar, la versión más primitiva de un mito que se repite en la actualidad con más frecuencia del que suponemos. Una historia primitiva con raíces profundas en el subconsciente colectivo.

Con su carácter revisionista, el cine de terror encontró en la víctima propiciatoria una forma de mostrar los límites de lo que puede aterrorizar. También, de profundizar en un sutil vínculo mitológico que pondera acerca del poder de la muerte sobre la vida. Una y otra vez, el género produjo la percepción de la fragilidad como un elemento ineludible del terror y también, una tentación insoportable y la mayoría de las veces, peligrosa. Incluso, el Drácula de Bram Stoker no se siente atraído por Lucy Westenra solamente por su belleza, sino también su pureza. Un matiz de la historia que escandalizó a la sociedad victoriana que leyó el libro asombrada por la osadía del escritor, pero, sin evitar reconocer la apetencia — tentación — por la mujer frágil, inalcanzable y al final, símbolo del peligro.

La subversión de la inocencia

Otro tanto ocurre con los vampiros imaginados por Anne Rice, cuya mayor aspiración es la sangre inocente. Incluso en la ya icónica El alma del vampiro (1992) de Poppy Z. Brite, la figura de la inocencia es el reclamo inmediato para la sed de sangre y la necesidad de posesión. Como si del mero impulso sexual se tratase, la correlación entre el furor asesino y la virginidad — o lujuria — de la víctima parece ser parte de una serie de planteamientos que se remontan a la literatura medieval e incluso, a textos muchos más antiguos. La muerte convertida en amor — de la misma manera que el mito de Perséfone y Hades — y la vida — en toda su fragilidad y pureza — en un límite entre el bien y el mal.

Se trata de una idea muy cercana a la propuesta por Sigmund Freud, que equipara el furor asesino con la gratificación sexual. También lo hizo el escritor Robert Ressler en su libro Asesinos en serie”(1992), en el que teorizó que muchas veces la pulsión de matar tiene un inmediato componente de frustración sexual. De forma que no resulta osado suponer que el asesinato — en su forma más despiadada — es una expiación al deseo, una forma de expresar la noción sobre el amor y la necesidad insatisfecha. Reconvertido en los códigos del cine de terror, la perspectiva se hace más precisa. No es casual que la mayoría de los asesinos de la pantalla grande, maten a parejas que disfrutan del sexo o incluso, a las víctimas sexualmente atractivas.

La correlación es obvia. Hay una percepción conceptual muy profunda sobre la noción de la vanidad del asesinato, entremezclado con el deseo como elemento de la personalidad y lo esencial del ser humano. Al combinar ambas cosas (al crear una idea carnal que emparenta el deseo y la violencia) las películas de terror parecen crear un puente de cristal entre la comprensión del asesinato como parte de algo más enrevesado que el mero hecho de matar y algo más profundo. Una disyuntiva en la que la capacidad del hombre para asimilar su propia naturaleza resulta algo más salvaje. Una mirada a un tipo de instinto — matar y morir, el deseo y la insatisfacción — que resulta un mapa de ruta a través de las incontables capas de simbología de la cultura popular. El asesinato como el horror máximo y el sexo — su posibilidad, la representación carnal de la lujuria — una versión de lo moral que escapa a cualquier interpretación sencilla. También, la condición de la mujer — o la simbología asociada a lo femenino — como elemento de conexión entre el poder de lo misterioso y la concepción de lo sobrenatural.

De hecho, buena parte de las películas y argumentos que ponen su foco en el terror, utilizan a la mujer como una concepción elegante y sofisticada de lo oculto. Una conexión que permite reconstruir la premisa de la violencia en conjunción con lo tenebroso, a un nivel por completo nuevo y por supuesto, mucho más peculiar. La cultura pop recorrió durante los últimos años una singular travesía a través de la mujer peligrosa, la condición de lo terrorífico como inevitable y seductor, a la vez que la mirada sobre lo temporal — asociada a la mujer como emblema de la tentación — en medio de una construcción inquietante sobre la ficción. Un juego de espejos que permite a la relación entre el género de terror y la imagen de la mujer, sostenerse de un concepto profundo del miedo y lo desconocido.

El tiempo, la eterna disputa

En la novela Duma Key (2008) de Stephen King, el personaje principal adquiere un inusitado talento para la pintura que parece provenir de una fuente sobrenatural y amenazante. Y por curioso que parezca, le rodea de una atmósfera femenina — recuerdos de mujeres y su importancia dentro de la connotación de lo desconocido — para comprender el misterio que le atañe. El terror no se manifiesta de inmediato, sino que se construye a través de una lenta puesta en escena sobre el sufrimiento moral, la decadencia y la soledad moderna, temas que el libro desarrolla con propiedad en mitad del habitual desfile de sobresaltos y apariciones espectrales en la obra del escritor.

King utiliza el mismo recurso en el libro La historia de Lisey (2006), en cuya historia el terror es una excusa para meditar sobre temas mucho más profundos y emocionales. Y de nuevo, es una figura femenina, la que sostiene la dualidad entre el bien y el mal, la concepción entre el tiempo y la conexión con lo invisible. King utiliza el miedo — o la posibilidad de lo sobrenatural — para crear historias en que las que el terror sostiene planteamientos radicales sobre el amor, la muerte y la pérdida. Incluso en varios de los cuentos contenidos en la recopilación Nada es Eventual (2002), el autor utiliza el miedo — la raíz profunda de todos los horrores a la que suele apelar como elemento central de sus historias — para recorrer, también, los entresijos del espíritu humano. Esa melancólica comprensión sobre el bien y el mal, pero sobre todo, una especie de existencialismo tardío que King maneja con asombroso buen pulso.

El escritor, que gracias a su prolífica carrera definió — y redefinió — el terror literario contemporáneo, también tiene una evidente influencia en la nueva vuelta de tuerca de un cine de género enfocado en plantearse todo tipo de dudas existenciales, además de aterrorizar, lo cual no parece ser el objetivo esencial de los nuevos experimento argumentales. Ya por el año 1999, M. Night Shyamalan había dado un paso definitivo en la percepción del miedo como herramienta para contar historias emocionales en su magnífica The Sixth Sense, que el mismo director ha definido más de una vez como “un drama sobre la comunicación con algunos fantasmas”. También, en que el personaje de la madre/esposa se realza como punto central de un debate inquietante sobre lo verosímil y lo terrorífico.

El joven personaje principal se encuentra aislado por su capacidad paranormal, pero también el resto de los personajes y cada uno de ellos, enfrenta la comunicación desde un espejo femenino con un rol poderoso. Desde un contenido Bruce Willis, que mira al pasado con una aprehensión desesperada, hasta Toni Collette, aterrorizada por el rostro silencioso y pálido de su hijo en pantalla, el argumento entero se esfuerza por reflexionar sobre los vínculos rotos y a medio construir de lo emotivo. El miedo está allí, el terror se consolida como algo inexplicable y doloroso, pero también rodea a los personajes como una presencia invisible que enlaza las relaciones humanas en una perpetúa disonancia.

Para la historia cinematográfica, la escena en que Cole Sear (Haley Joel Osment ), decide contar a su madre el tormento de un don que no ha pedido y mucho menos comprende. “Estoy listo para comunicarme contigo” dice con el aliento contenido, la voz rota y el rostro pálido. Al otro lado de la ventanilla, la figura de una mujer con la cabeza sangrante vadea en medio de la escena, pero de pronto, la aparición es lo menos importante. Dentro del automóvil detenido en mitad de una calle corriente, el hecho humano se impone, se hace más poderoso e incluso, una forma implacable de analizar el sufrimiento. Y de nuevo, la figura de la mujer — como madre y en esta ocasión testigo de lo inexplicable — forma una parte esencial para comprender todas las dimensiones de lo terrorífico.

Roman Polanski también hizo algo semejante en la ya clásica Rosemary’s Baby (1968) aunque para el director, el terror era imprescindible. La suya era una película de terror, pero también, era una extrañísima alegoría a cierta idea claustrofóbica sobre la maternidad, la credibilidad femenina y el terror convertido en una idea paranoica. Mia Farrow, delgadísima y con el rostro demudado de angustia, se debate entre sus terrores y sospechas, mientras a su alrededor el miedo se transforma en un muro que le separa del mundo. Rosemary, embarazada y aislada en medio de una silenciosa lucha contra la incredulidad y la angustia, que al final termina devastando su cordura o al menos, llevándola a un límite inusitado de su propia resistencia moral. El terror está allí, pero también esa notoria percepción de lo inquietante que deriva de los demonios que habitan el espíritu humano.

David Cronenberg en su ya icónica La Mosca de 1986, crea a través de la figura de la mujer el contexto sobre el mundo que rodea a su monstruoso personaje central. Seth Brundle (Jeff Goldblum) comienza a transformarse en una criatura inclasificable con una rapidez de pesadilla. Y lo hace frente a una única testigo: su amante y cómplice, Verónica Quaife (Geena Davis), que se convierte en espejo del horror físico, si no también de sus conexiones con un futuro posible. Verónica, un vínculo entre el territorio científico y la especulación del horror corporal, se convierte nen un símbolo de la conexión de Seth con lo humano. A la vez, una forma de comprender los horrores que destruyen al personaje a medida que avanza en su transformación.

De pronto, el argumento no explora — no exclusivamente — las posibles consecuencias que el audaz experimento de teletransportación pudo tener, sino de algo más temible. La oscuridad de lo inexplicable — esta vez, en su versión científica — que se abate y destroza todo a su paso. Seth comienza a sufrir una lenta transformación psicológica, tan cruel y perversa como la que padece en el resto de su cuerpo. En una de las escenas más célebres de la película, el personaje sonríe y escupe uno de sus dientes en la palma de la mano. “Me estoy depurando” dice con el rostro repleto de protuberancias y el cuerpo tenso por el dolor “Me estoy convirtiendo en algo perfecto” dice a Verónica, la única que permanece a su lado y contempla con horrorizada atención su transformación en una criatura inclasificable.

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Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión. Desobediente por afición. Escribo en @Hipertextual @ElEstimulo @ElNacionalweb @PopconCine