Crónicas de Caronte

La ruptura de la identidad y la búsqueda de un lugar más allá de lo fugaz (Parte I)

Aglaia Berlutti
12 min readMay 16, 2022

La muerte en la cultura pop tiene una estrecha relación con el legado de autores y creadores. En especial, porque la percepción sobre la existencia del otro comienza y termina, con su ámbito de influencia, en la concepción de lo social a la manera reflejo eventual de lo colectivo. Una mirada inquietante y a la vez hermosa, que abarca a la obra de arte (en cualquier ámbito) como herencia. Pero también, como peso sustancial de la identidad de lo que puede considerarse un relato acerca de lo filosófico. Una historia creada para el hombre y por el hombre.

La gran pregunta que abarca el hecho de morir (qué ocurre después y más allá del fallecimiento físico), sigue sin tener respuesta clara. O en el mejor de los casos, está teñida de una profunda cualidad consoladora. De modo que cada época, intenta encontrar en la cultura un medio para reconstruir la muerte o en cualquier caso, la vida como estrato de lo que permanece a través de libros, películas y el mundo de lo intelectual elevado. Lo desconocido — lo que reina más allá de la existencia cuantificable — es el último estrato del bien y del mal, de la moral y la exploración sobre el individuo.

Por supuesto, también es un tema recurrente en toda mitología, cultura, sociedad, pensamiento humanista. Un tópico de primitivo arraigo en la memoria colectiva que es inevitable que sea común para todos. ¿En cuántas maneras el ser humano ha intentado a través de la historia explicar la desaparición física? ¿En cuáles variaciones de una misma idea, abarca la incertidumbre de una posible noción acerca de lo sobrenatural y la vida, como concepción finita? Cada estrato de la historia parece tener su propia idea sobre cómo asumir el hecho de morir. O mejor dicho, como entender que el cuerpo humano pertenece al proceso inevitable de la destrucción física.

La escritora Marie-Louise von Franz, insiste en su libro Los Sueños y la Muerte (1992) que morir para tribus, civilizaciones y épocas, es un tránsito de la conciencia desde lo infantil, de atribuir la vida a lo maravilloso, al pesimismo de la derrota de la nada finita. En su texto, Von Franz teoriza que pocas veces la forma en que la cultura analiza la muerte como un hecho inclasificable, por tanto, construido a la medida de nuestras aspiraciones y esperanzas. Y es la autora, la primera en profundizar acerca de la muerte, como un impulso artístico.

Algo en que coincide con Edgar Herzog, que explora en varios de sus investigaciones más conocidas, acerca de la predilección por el tema mortuorio — o el asombro que provoca la muerte en el ámbito artístico — es una manifestación directa del miedo que produce una posible desaparición física. En su libro Psiquis y muerte (1964), el escritor incluso analiza la curiosidad obsesionada que despierta el estrato de lo desconocido en lo artístico. Un motor núcleo que impulsa la necesidad de mirar el mundo como forma de expresión y el arte, como espejo reflejo que contenga lo que, inevitablemente, se extinguirá. “El que escribe un libro, pinta un cuadro, talla una escultura, lo hace para ser recordado, no para asombrar al presente” insiste Herzog. “Lo mismo podría señalarse del que recuerda la memoria de los que mueren. Un viejo instinto de crónica que se enlaza con la necesidad de la persistencia”.

Lo contemporáneo, la muerte, la concepción del yo

En una ocasión, Paul Auster insistió que escribir es un oficio “de recuerdos desordenados” que podían vincularse al “afán infantil de ser eternos, al menos en nuestra imaginación”. Ya antes, Jorge Luis Borges había dicho algo semejante, con sus “historias imposibles y primigenias” en la que profundizó en la posibilidad que crear, sea un recurso de permanencia. No obstante, la literatura del siglo XX parece mucho más una combinación de dolores, pulsiones y esperanzas, convertidos en una forma narrativa. En específico, en la medida que la literatura, puede englobar y sostener la necesidad de concebir la obra como un recurso para englobar la concepción de la vida (y sus interminables análisis) e incluso la muerte, como caída final en el silencio.

David Foster Wallace es quizás el mejor ejemplo de eso y sobre todo, una expresión formal sobre los alcances de la literatura convertida en una noción sobre la vida contemporánea, su mutabilidad y su existencialismo a fragmentos, sin sentido y en ocasiones, sin verdadera belleza. Para Foster Wallace, la literatura — el arte de narrar — es una expresión continúa, indetenible, impulsada por una evolución de la forma. La prosa de una sola oración, la mezcla de todo tipo de referencias pop con teorías matemáticas que construyeron una perspectiva sobre la filosofía de lo contemporáneo tan novedoso que le sobrevivió. E incluso sobrevive a su mito.

Inquieto, imaginativo, desordenado, meticuloso, obsesionado con la palabra como una vía de escape al miedo y a la búsqueda del significado, Foster Wallace renovó la percepción, la infelicidad literaria hacia algo más extraño y complejo, pero sobre todo, amplió los alcances del quehacer literario como una manera de innovar sobre lo obvio. Ponderó sobre el postmodernismo y el existencialismo, pero lo hizo desde cierta vulgaridad con tintes académicos que aún sorprende. Wallace escribió sobre todo tipo de temas, los elaboró desde una perspectiva insólita, los profundizó hasta que se convirtieron en pequeños teoremas del absurdo. Desde el estrés que le provocaba la espera del traficante de turno hasta detalles perturbadores y estadísticos sobre el porno, Wallace escribió sobre el mundo moderno desde la periferia, lo marginal y lo doloroso. Y lo hizo bien.

Pero claro, como todo renovador, la reputación de Wallace no es sencilla. Los críticos hablan de sus piezas de no ficción con cierta premura — como si no supieran dónde encajarla o qué hacer con ella — pero también, como una rareza instrumental de un raro valor conceptual. La broma Infinita, su novela más conocida, justo encaja en medio de esa percepción de lo novedoso y colosal: es gigantesca, por momentos inentendibles y totalmente absorbente. Y ocurre de todo, por supuesto: la novela navega entre cientos de percepciones sobre el extrarradio contemporáneo, mientras Wallace pondera sobre el bien, el mal, el miedo, la belleza, las drogas y el sexo con la meticulosidad puntillosa de un intelectual y la alegría vulgar de un hombre que utiliza las palabras como vía de escape.

La obsesión de Wallace con la ironía, la autenticidad, el aburrimiento y el miedo, sugieren una forma de comprender el mundo desde lo marginal. Y esa expresión de subgénero — entre varias nociones sobre la identidad colectiva, la vacuidad moderna, la superficialidad emocional de nuestra era — hace que su literatura sea una expresión concreta sobre un mensaje concreto sobre nuestra época. El vacío del significado, la completa falta de existencia o sentido en cualquier percepción sobre la individualidad. Y quizás eso el modo más profundo de comprender sus dilemas e intereses. El gran universo de su concepto y escritura. Quizás lo que le llevó a su muerte prematura.

El hecho que David Foster Wallace haya simbolizado la vida moderna, para después, ser el epítome del creador atormentado por el peso de lo contemporáneo y quizás, víctima de sus rigores, lo que desconcierta. También, lo que le convierte en uno de los más claros símbolos de la muerte concebida como elemento que sostiene la memoria perdurable y consuela la ansiedad colectiva sobre la fugacidad. La biografía de Wallace Toda historia de amor es una historia de fantasmas (2012), escrita por el autor DT Max, intenta contar al Wallace justo de esa grieta argumental, desde la inquietud filosófica, disfraza de larga disquisición irónica sobre la vulgaridad moderna y un real dolor existencial. Max no solo analiza en su libro la reputación literaria de uno de los autores más desconcertantes del siglo XX, sino que también asume la hipótesis que Wallace representa una versión sobre la necesidad del acto creativo literario desde la pulsión, cierto delirio ideal y algo mucho más amargo, más parecido a la filosofía del pesimismo que a otra cosa. Se trata de una biografía que evade la narración sobre la vida de Wallace y en lugar de eso, construye una hipótesis sobre su reflejo literario en la muerte. Sobre su aporte a la labor de la escritura moderna, pero también los subterfugios de su mito. El hombre con un conocimiento enciclopédico de casi cualquier tema, que mezcló esa sabiduría de ocasión como una comprensión ideal y plena sobre la naturaleza de lo moderno. Porque Wallace estaba obsesionado con la soledad contemporánea,, pero también, con el terror, a esa ambigüedad de lo que se es la percepción sobre el horror del tiempo que transcurre. Para Wallace, la literatura era una vía de escape hacia la reflexión sobre la individualidad. Una progresiva búsqueda de significado que el escritor jamás llegó a completar.

Para DT Max, el poder de la figura de Wallace no reside solo en su tragedia, sino también, en su noción sobre su trascendencia como parte de su obra. Una visión extraña pero puntual, que analiza al personaje desde cierta frescura. Por supuesto, Max no evade el hecho central de una biografía prematura: Wallace se ahorcó en el 2008, a los 46 años, a pesar de mantener bajo estricto control su cuadro depresivo. De manera que Max, elabora toda la teoría sobre Wallace desde la dolorosa impresión que había aún mucho que contar, mostrar y asombrarse. Que todavía había cientos de historias que narrar, que todavía Wallace no había llegado al cenit de su capacidad como escritor. Max evita con cuidado enamorarse de Wallace y también de su análisis sobre su trabajo, su trayectoria, sus pequeños dolores. Max escribió el libro desde la investigación, la percepción amplia de Wallace como una figura incompleta y el resultado, es una percepción elemental sobre Wallace como eslabón perdido entre la concepción de la literatura moderna y un híbrido a medio construir que no logró completar jamás.

Además, Max mantiene una distancia psicológica y evidente el autor como personaje y como hombre, algo que pocos biógrafos logran. Está más interesado en deducir si David Foster Wallace luchó contra la muerte (o en cualquier caso, se enfrentó a la muerte como idea abstracta) a través de la literatura. Max compone un retrato de Wallace desde el caos, desde los pormenores dramatizados de su vida y también de todo los elementos que elaboran un anecdotario pormenorizado sobre su dolor, su angustia espiritual y moral. Wallace se convierte entonces en una noción sobre el escritor experimental, que construye líneas divergentes sobre la belleza y el miedo, la vulgaridad y los sufrimientos éticos con la misma facilidad con la que narra sus experiencias sexuales o sus delirios depresivos. Una memorabilia literaria, humorística y memorable.

Claro está, hablar de David Foster Wallace es hablar de escándalo, contradicción y locura. En especial, de su suicidio y cómo repercutió en la noción de su obra. Y Max lo sabe. Hablar de su obra, una percepción en constante debate de quién fue este joven mártir de la palabra — se suicidó a sus escasos 40 y tantos años — o incluso, cuestionar su aporte a la literatura como elemento de rebeldía, contracultura y búsqueda de identidad. Y quizás también, hablar de David Foster Wallace sea un poco meditar sobre la medida de la palabra por la palabra, esa búsqueda incesante de encontrar un objetivo a toda producción literaria. Porque Foster Wallace, en la vida y en la muerte, simboliza un tumultuoso enfrentamiento entre la verdad, la mentira, el hecho literario y algo mucho más brumosa: la esencia misma de la literatura contemporánea.

Hace catorce años, Foster Wallace sucumbió a la depresión. Por extraño que parezca, uno de los grandes escritores de la narrativa contemporánea estadounidense decidió que el consuelo de su talento, la fama aparejada a su extensa obra literaria y el unánime reconocimiento del que gozaba, no era suficiente para consolar el profundo sufrimiento existencial que lo sofocaba desde hacía décadas. Un pensamiento inquietante, si se tiene en cuenta que Foster Wallace no solo encarna al ideal americano del escritor rebelde, sino además al libre pensador por excelencia.

Al momento de morir se le consideraba en buena parte del mundo con uno de los cronistas más brillantes de su generación y sobre todo, un escritor con necesidad de renovar ese anticuado mecanismo de la literatura contemporánea. Foster Wallace luchó en silencio contra sí mismo por tanto tiempo, que esa batalla anónima pasó desapercibida en medio de su éxito como escritor. De manera que todo lo que sobrevive a su leyenda en una sensación de asombro, a mitad de camino entre el asombro que provoca su muerte prematura y el desconcierto, por esa contradictoria visión del mundo que nos deja su obra.

Porque Foster Wallace representa esa literatura que redime y destruye. Max lo sabe y asume su biografía prematura desde la percepción de un héroe maldito de su propia percepción del verbo creador. Un hombre extraordinariamente prolífico que paladeó lo esencial de la palabra como vehículo creador y que, tal vez, reinventó lo más básico de la idea para brindar sentido a algo más amplio y turbio. Y es que quizás, en esa rebeldía, del símbolo que no madura, que no asume su idea de inevitable transformación, sea una de sus más reconocibles características.

Una juventud inquietante e irritante: leer un texto de Foster Wallace siempre deja una sensación de que algo está incompleto, que en el enciclopédico saber del escritor, falta una pieza, quizás muy pequeña para que el mecanismo de su mente sea por completo funcional. Sin duda, es esa pequeña excepción, ese fragmento de imperfección, lo que hace su prosa hipnótica. Porque si algo dejó bastante claro Foster Wallace, en su apresurada necesidad de desmenuzar el mundo en palabras, de esculcar la realidad a través de escenas y circunstancias, es que la literatura dura y pura siempre será un reflejo de la inquietud más secreta de quien esgrime la pluma.

Quizás el mayor talento de Foster Wallace era el de brindar interés a cualquier tema que tocara: incluso lo más sin sentido, aún los que no parecían tener relación alguna entre sí. La biografía de Max lo hace también y se explaya en la capacidad de Wallace para asumir la palabra al servicio de la imaginación, la idea que se construye así misma como vehículo de expresión. De manera que escribía todo lo que podía, sin tomar un respiro para el análisis, o quizás llevándolo a cabo con esa necesidad de evasión del que huye constantemente de su propio abismo. Palabra tras palabra, Foster Wallace construyó una obra llena matices y paradojas, tan formidable como confusa. Porque para Foster Wallace la palabra — el hecho de escribir — dignificaba incluso las ideas más simples, la visión más leve del mundo. La breve visión del que escribe como devoto de la creación en estado puro.

Ejemplos sobran: Foster Wallace fue pródigo en demostrar que la palabra era la herramienta esencial para comprender — y asumir — esa vieja herida humana de la vanidad rota por la imperfección y también, de escribir para vencer el caos y la condición de la muerte física e intelectual, temas tradicionales en el tránsito filosófico acerca de la fugacidad de la memoria. Para Foster Wallace, todo merecía ser contado, demostrado, observado atentamente desde la óptica del que teme y del que se reconstruye. Todo podía convertirse en una buena historia, incluso lo más nimio. En ocasiones me pregunto si el escritor, sentía una necesidad irreprimible de traducir lo que le rodeaba a palabras, de elaborar un cuidadoso mapa de ruta a través de la cultura y sus implicaciones, para encontrarse así mismo.

Una idea abrumadora, pero en la que Foster Wallace parece insistir con frecuencia: desde los textos incluidos en la recopilación Hablemos de Langostas (donde viaja a cubrir el Festival Anual de la Langosta en Maine y terminó creando una recopilación de ensayos de diversa índole) hasta En cuerpo y en lo otro, una quincena de textos de intenciones múltiples, que deja bien claro que para Foster Wallace, la escritura no es solo el hecho concreto de escribir, sino algo más inquietante y sustancial. Una manera de mirarse, comprenderse y construirse a través de la narración.

Durante los últimos años de su vida, Foster Wallace luchó contra sí mismo. Una guerra sorda: las dosis de depresivos dejaron de tener efecto, y su tristeza que no era tal — más bien, furia creadora — alcanzó su punto álgido. Escribió más que nunca. Llamó al lenguaje “Su Dios”. D.T. Max, insiste en que la única creencia cierta que alguna vez profesó Foster Wallace fue hacia el lenguaje, su poder casi divino para crear “de la nada y por la nada” los pensamientos, el mundo. Incluso la misma realidad. Se obsesionó con la gramática, luchó una batalla a ciegas contra ese lenguaje del yo divino que se le escapa entre los dedos: “Si todo lo que tenemos como mundo y como dios son palabras, debemos tratarlas con cuidado y con rigor: debemos adorarlas”, insistió más de una vez.

Y entre palabras murió: su obra le precede y le sustituye. Consagrado en la muerte sin la torpeza de la vida, Foster Wallace se ha convertido en el símbolo de esa necesidad del escritor por encontrar sentido a la palabra, más allá de sí mismo, en la visión del tiempo que vivió y más allá de él. En una ironía que quizás podría muy bien nacer de la imaginación del escritor, Foster Wallace murió, pero le sobrevive quizás lo que siempre detestó: su propia historia.

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Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión. Desobediente por afición. Escribo en @Hipertextual @ElEstimulo @ElNacionalweb @PopconCine