Crónicas de Caronte:

Cuando el recorrido en la oscuridad comienza en un espacio íntimo (parte III)

Aglaia Berlutti
14 min readFeb 16, 2022

En la mayoría de las obras de Ann Radcliffe, el lugar condenado por fuerzas sobrenaturales es de especial importancia. Mucho más, cuando los horrores que narra, acaecen en medio de la percepción del entorno como una amenaza. Para Radcliffe, la casa embrujada tradicional se convirtió en una percepción sobre la mente humana transformada en símbolo del miedo. Todos sus castillos, bosques, sótanos y áticos, cementerios destrozados por el tiempo o por la fuerza del hombre, cuentan una historia particular. Y a su vez, representan como un espejo, las emociones más tenebrosas de sus personajes. A medida que la concepción de lo moral y lo espiritual se hace más evidente, Radcliffe convirtió a sus monumentales mansiones, caminos de grava y piedra, árboles siniestros en mensajes subyacentes debajo de la concepción de lo temporal. Además, sin duda, de una críptica expresión sobre lo temible que sostiene una mirada a la oscuridad de los hombres.

“Cada lugar engendra demonios” escribió la escritora en 1821, pocos años antes de morir. Por entonces, ya había convertido sus largas y célebres novelas en palacios tenebrosos de conceptos mágicos y ocultistas que le acarrearon más de una crítica e incluso, verdadero temor. El periodista, crítico y escritor británico del romanticismo Thomas De Quincey, insistió en más de una oportunidad que Ann Radcliffe era una bruja. Lo dijo, no con la intención de censurar su comportamiento, libertad intelectual o moral, sino por el hecho concreto que le temía. Y lo admitía sin tapujos. “Hay algo inquietante, temible y siniestro en una mujer capaz de soñar con la oscuridad” escribió en una carta a Radcliffe en la que trataba de consolarla por los constantes ataques que recibía por sus historias.

Por entonces, la escritora no era en especial conocida, pero tenía la suficiente personalidad para competir con el gótico literario temprano con figuras mucho más prominentes como William Bedford y Thomas Chatterton. Pero en realidad, había algo más en Radcliffe que desconcertaba a De Quincey y era su cualidad para hacer “real” el miedo. “Puedo pensar en una de tus obras día tras día, todos los días y siempre encontrar una puerta cerrada que me lleve a un lugar tenebroso en mi mente” declaró con una sinceridad desconcertante. “Hay magia en lo que escribes. De la oscura, de bosques impenetrables, de espectros anónimos”.

Claro está, para Radcliffe la admisión que su obra podía causar miedo debió ser un halago inesperado. Sobre todo, después que buena parte de los críticos de Londres le consideraran una figura menor. Una que imitaba los grandes clásicos sin aportar demasiado al relato general sobre el gótico como expresión de la belleza tétrico. Eso, a pesar de ser una autora prolífica, una voz respetada en los círculos académicos y que entre 1790 y 1797 escribió varias de las obras insignes de la literatura inglesa. Pero Ann no sólo escribía: también creaba una concepción prolífica y prodigiosa para instrumentar una nueva forma de narración.

Desde la asombrosa novela A Sicilian Romance (la obra que llevó a varios escritores de Londres a discutir sobre su capacidad en contraposición a su cualidad femenina), The Romance of the Forest (1791), Los misterios de Udolfo (1794) y la poderosa The Italian (1796), Radcliffe encontró una forma de contar historias, que además se sostenían sobre una visión elemental: la condición oscura del ser humano. Ninguno de los personajes de Radcliffe eran especialmente amables, aunque gran parte de ellos aspiraban a la redención. Esa dualidad, creó una percepción sobre el temor, la belleza y lo espiritual que reflexionó sobre la condición del ser en una época, en que aun se discutía la capacidad intelectual de la mujer. Radcliffe imaginó no sólo parajes misteriosos sino que también, reconstruyó el lenguaje para definir un espacio y un tiempo novedoso que le permitió profundizar acerca de lo enigmático. Sin hijos, con un esposo que le animaba a escribir, la necesidad creativa de la autora tenía mucho del impulso moderno de la escritura como oficio. Y más allá de eso, de un recorrido en constante expansión a través de ideas complejas sobre la naturaleza.

En especial, luego del éxito de The Romance of the Forest, Radcliffe logró reconstruir su percepción sobre el contexto, el espacio cultural y lo histórico como parte de los rudimentos de lo que deseaba narrar. De pronto, sus obras eran poderosos — y gigantescos — mecanismos que se interconectaban entre sí, para analizar y cuestionar la concepción acerca de la realidad. Un esfuerzo semejante, hizo que sus obras se convirtieran en reflexiones sobre la literatura como espacio elemental y que además, se enlazaran con la percepción de la escritura como un acto de liberación total. Radcliffe, que escribía para causar miedo y lo lograba, era también una autora capaz de concentrar su intención por la evolución del tiempo y la forma en sus historias, antes de sostener algo más suntuoso.

Cada uno de sus libros (que se dividían en volúmenes y siempre se estratificaban en varias historias a la vez), no eran sólo relatos. Eran colosales recorridos a través de su época, de la Londres que admiraba y de la Inglaterra que reconocía como un lugar que le llevaba esfuerzos entender más allá de sus límites más reconocibles. Tal vez por eso se insiste en que Radcliffe escribía para viajar y no sólo a través de tierras desconocidas, sino también de mentes y espíritus — que para ella eran la misma cosa — que podía sostener como una elucubración primordial sobre el hombre y su entorno.

Por supuesto, la ficción gótica basada en el trabajo de Radcliffe era algo que formaba parte de la noción sobre la escritura de su época. La escritora luchó y se esforzó no sólo para hacerse un nombre, sino para analizar antes o después, su condición como autora por derecho propio. Mientras un grupo de críticos consideraban sus libros como rarezas en medio de conflictos sobre la narrativa y la estéticas, otros tantos analizaban el hecho que por primera en la historia literaria del país, la mujer era el centro de lo narrativo. Y lo era, tanto como para elucubrar y profundizar sobre la idea sobre la mujer como protagonista, más allá de su cualidad simbólica. Radcliffe escribió sobre mujeres en situaciones que atormentaban a las mujeres de su época.

Pero además de eso, la escritora deconstruyó a las habituales doncellas en peligro, virginales damas en desgracia y las aterrorizadas adolescentes frágiles que huían de monstruos y villanos, para crear criaturas tridimensionales que podían enfrentar y doblegar el peligro. Hay una condición imperfecta y funesta en la forma en que Radcliffe condensó todos los códigos del gótico para analizar algo más amplio y en especial, para recorrer espacios intimidantes de la oscuridad de la violencia y el miedo. Entabló un dialogo entre ideas que por entonces, parecían irreconciliables. La mujer como centro motor de lo narrativo, a la vez de un recorrido esencial a través de la naturaleza de la oscuridad de los hombres. Entre ambas cosas, la obra de Radcliffe creó algo más que una narración amplia sobre la literatura como vehículo del miedo. También creó monstruos novedosos que sorprendieron por su cualidad para emocionar y desconcertar. Todo un tránsito brillante a través de regiones lóbregas de la imaginación.

En medio de las voces secretas.

Cuando Mary Shelley terminó de escribir su obra clásica Frankenstein, apuntó en uno de sus diarios que la escritora había sido una pieza fundamental en su proceso creativo. También, en el hecho de imaginar a su Victor Frankenstein no sólo como un hombre. “Era un palacio desierto” describió Shelley a su personaje, para la primera adaptación de la obra en teatro. Por supuesto, era un concepto heredado de las obras de Radcliffe. La mirada sobre la vida y la muerte sujeta a la comprensión de los espacios tenebrosos interiores y exteriores, era el gran legado de Radcliffe para los escritores a quienes inspiró. Shelley tomó la idea del mal evidente y circundante a espacios intangibles de la escritora y lo sublimó. En su novela, no había monstruos — no al menos, tradicionales — sino una criatura doliente, pesarosa y angustiada que iba de un lado a otro para tratar de entender su propia naturaleza. Esa consecuencia de la búsqueda del yo, de la necesidad de narrar la condición errante del espíritu en busca de un lugar, permitió a Shelley emular a Radcliffe de una manera que rozaba el homenaje, pero en especial, la necesidad de reconstruir la idea de la identidad, un tema que obsesionaba a ambas.

Radcliffe creía en la posibilidad que cada uno de sus personajes pudiera moverse a través de estratos distintos de su propio mundo, además de crear un vinculo esencial con la historia. Entre ambas cosas, sus escenarios eran reflexiones profundas acerca de la noción sobre la existencia, el terror pero también, la percepción de lo humano como un reflejo de algo enorme e sustancial. La escritora mostraba el temor como un elemento primitivo, temible y nacido de la tierra, ajeno a Dios y al diablo. La condición de sorpresa, pero en especial de desconcierto sobre lo maligno — villanos que luchaban por su identidad, heroínas no del todo inocentes — permitió a Radcliffe atravesar terrenos poco comunes dentro de la literatura de su época y en especial, para una mujer.

Su marido William Radcliffe, editor del English Chronicle de la ciudad de Bath, llegó a comentar que la idea del mal para Ann era un lugar secreto en el que habitaban monstruos que a menudo “tenían una apariencia muy humana”. De hecho, para William, que fue el primer lector de su mujer y una de las voces que le alentó a publicar siendo aun una mujer muy joven, la forma en que los relatos de Ann reflexionaban sobre lo humano como medida de lo monstruoso, le resultaba una experiencia “de asombro y temor completo. Un recorrido por lo profano de ser simplemente humano, que se extendía más allá de la hoja escrita”. También fue William el que hizo correr rumores sobre los extraños “poderes” de su mujer. “Era un juego de palabras entre ambos, la oscuridad que la entusiasmaba a escribir y el hecho que lo hiciera, sólo si estaba segura de causar temor”. Radcliffe aprendió a escribir gracias a los consejos de su marido, pero también, a través de un impulso sustancial sobre profundizar en los espacios de la mente de sus personajes de una manera nueva. “Hay un lugar que nadie mira en su interior. Es el que quiero mostrar, describir, recorrer y al final, habitar” escribió Radcliffe a su esposo. Faltaban meses para la publicación de su primera novela y él se encontraba de viaje en Londres. La escritora pasaba sola la mayor parte de los días y dedicaba un esfuerzo casi inaudito a escribir. “Escribo como quien el viento arrastra, por espacios desconocidos. Me aferró a las palabras, una a una. Pero todas me hieren las manos” explicó Ann a William cuando esté se preocupó por sus terrores nocturnos, los días de soledad en la enorme casa solariega que compartían en la ciudad balneario. “Entonces sé una bruja” insistió William, en una broma privada que se repetiría a lo largo de su correspondencia “Hazlo y enfrenta lo que espera en la penumbra”.

Ann lo hizo y logró crear obras extraordinarias que además, se convirtieron en el centro de una nueva forma de entender el gótico. Ya no sólo se trataba del breves atisbo de lo sobrenatural, los grandes castillos y abadías, las damiselas en desgracia perseguidas por entes malignos inexplicables. También había un trasfondo temible sobre lo inquietante que se manifestaba en todo tipo de formas, que se enlazaba además, con una mirada profunda sobre los terrores invisibles y espirituales. Radcliffe fue el puente entre las obras de un tipo de literatura enfocada en el miedo esencial, hacia otra, en que logró una textura por completo nueva de la oscuridad interior de los hombres. La escritora, que asumía el hecho de escribir como un elemento inherente de su personalidad, comenzó a creer que su inclinación hacia temas de naturaleza morbosa, tenían una relación consistente sobre el hombre como centro y núcleo de todos sus pesares y terrores. “No hay un monstruo sin un hombre que le tema” escribió a uno de sus editores, para describir la percepción inquieta y agobiante del tiempo y la psicología retorcida de sus personajes.

Mary Shelley hizo algo parecido con su Victor Frankenstein, lleno de la codicia y la vanidad de un prodigio intelectual, lo que le hacía incapaz de atenerse a límites morales o religiosos. El personaje es la negación de todos los héroes y antihéroes de la época, definidos por el gótico como graduaciones del mal espiritual y que de una u otra forma, se encontraban en los extremos de la forma en que podía analizarse los espacios emocionales. En realidad, Victor — irresponsable, emocional, frágil, falible — es todo un prodigio de la experimentación, en una época en que la novela tenía firmes parámetros y se comprendía de una manera muy rígida. Frankenstein, analizada como obra de ruptura desde la formalidad literaria, son cuatro historias en una, entremezcladas y entrecruzadas para sostener una idea sobre la naturaleza humana: lo fortuito, fugaz e inexplicable del misterio de la vida. Es una alegoría — sobre los peligros de la ciencia, los terrores inauditos que se esconden en ella — , una fábula — un monstruo que busca sus orígenes en medio de la ignorancia — , una novela epistolar — la forma en que Shelley estructuró la memoria y los dolores del misterioso Victor Frankenstein recuerda lo mejor del género — y al final, una autobiografía, en la que Mary Shelley no sólo analiza su vida, las restricciones y límites con la debió vivir sin el monstruo que toda mujer creativa en su época, estuvo condenada a ser. Entre semejante combinación, Mary Shelley tuvo verdaderas dificultades para explicar de manera comprensible el centro de su obra, mientras los críticos le atacaban y se preguntaban en voz alta como el alma femenina había sido capaz de crear semejante y “horrible progenie”.

“Fue en una triste noche de noviembre que contemplé el logro de mis esfuerzos” narra Victor Frankenstein en una de las escenas más inquietantes del libro de Shelley. Hasta entonces, todos sus intentos por crear vida del caos habían resultados infructuosos, pero ahora, todo parecía ser distinto. De pie, con una vela en la mano, asiste al nacimiento de algo abominable, un milagro aciago que le dejaría atormentado, aturdido y desconcertado “Vi el ojo amarillo apagado de la criatura abrirse; respiraba con dificultad, y un movimiento convulsivo agitó sus extremidades “. Víctor había trabajado por meses y años para lograr aquel portento, pero ahora, sentía verdadero terror, un terror inexpresable. Al borde de la locura retrocedió, sin saber si huir o permanecer allí, como único testigo de un momento de horrendas implicaciones “Era incapaz de soportar el aspecto del ser que yo había creado” declara al final el padre del monstruo que deja tendido en el suelo del laboratorio entre temblores, la vida y la muerte creándose en la oscuridad.

Víctor Frankenstein nunca bautizó a su monstruo y de hecho, la escena final del libro reproduce la extraña tragedia de su orfandad “Yo, el miserable y el abandonado, soy un aborto”, dice la criatura, mientras se desliza hacia la oscuridad en una balsa de hielo. De nuevo, Shelley juega con los símbolos y las pequeñas piezas de la oscuridad: la obra está llena de subterfugios, capas y una metáfora inquietante sobre el miedo y lo sobrenatural que se mezclan en una viva defensa al poder creativo. Pero más allá de todo, lo que rodea a la novela, es un aire de fascinación por la belleza de lo siniestro, por el poder inevitable del tiempo que se entrecruza para sostener algo más profundo que la mera posibilidad de la identidad humana. “Soy la muerte, puesto que la muerte no vendrá nunca por mí” dice el monstruo, aturdido por la vida que recibió casi por accidente, perdido entre las sombras del terror que despierta a su creador y el oscuro milagro que representa.

Este recorrido emocional, tiene una raíz directa con la forma en que Radcliffe elaboró un mapa de ruta psicológico a través de la idea del bien y del mal moral. Todos sus personajes atraviesan situaciones y circunstancias que le desbordan y que de hecho, enlazaban y sostienen su versión sobre la identidad a través de sus errores. Para la escritora, cada una de sus criaturas literarias eran una conformación creativa emparentada con la dualidad mental y emocional. De un lado se encontraba el bien como parte de una idea común — todos aspiramos al bien, deseamos el bien y concebimos el bien — a la vez, que se constituía una raíz oscura que se emparentaba con los temores colectivos. Sin saberlo, Radcliff ya analizaba la psiquis de sus personajes a la manera en que lo haría siglos después los grandes modernistas de principios del siglo XX, que tomarían la cualidad de sus personajes para contradecirse como una forma de percepción entre lo fidedigno y lo verosímil en el discurso narrativo.

De la misma forma, Charlotte Brontë siguió el ejemplo de Radcliffe para no sólo elaborar una tesis sobre la condición de la mujer de la literatura, sino para encontrar en la ficción una evasión profunda a las complicadas condiciones de vida que enfrentó. De la escritora, se insiste que carecía de educación formal — la tenía, aunque incompleta y sin duda, no especializada — y que Jane Eyre, su obra más famosa, está inspirada en las obras góticas más populares del siglo XVIII, a las que además incorporó un elemento de romance amargo que sostenía una cierta vitalidad interior. Las mujeres de Charlotte a menudo se debatían en medio de la locura y también, la concepción inmediata del poder de la desintegración de la personalidad -elemento tras elemento — como algo más elaborado y a menudo, de un colosal poder expresivo. Mientras sus héroes solían encontrarse en mitad de situaciones que les superaban y les vencían, las mujeres que imaginaba Charlotte se enfrentaban a los dramas claustrofóbicos que inventaba para ellas, con un arrojo y un poder emocional que fue quizás su mayor aporte al género, que por décadas había disminuido lo femenino al papel de la víctima propiciatoria o al vehículo a través del cual, se podía manifestar el caos, el dolor y el sufrimiento emocional.

La contribución de Brontë al gótico permitió que la mujer convertida en heroína fuera algo más que un reclamo emocional: creó un tipo de formidable personaje capaz de soportar las inclemencias de situaciones devastadoras — como la que la misma Charlotte había vivido — y además, construir toda una nueva visión sobre la fortaleza femenina, mucho más profunda que la habitual idealización de la damisela en desgracia que se volvió parte de la imaginaria literaria del género gótico. Al contrario, las mujeres de la autora eran mujeres que se enfrentaban a sus temores y limitaciones, en busca un lugar para sí mismas en un mundo que les es hostil, lo que permitía que las historias en medio de las cuales se desenvolvían tuvieran un fuerte acento de drama social y cultural.

También Edgar Allan Poe tomó como referencia a Radcliffe para buena parte de sus obras. El escritor creó algo más que un lugar para el terror como forma de expresión sino todo un proceso creativo que revolucionó la manera de contar historias. No sólo estableció la manera de contar historias de detectives — que aún se conserva, en mayor o menor parte, en la actualidad — sino que dio un giro innovador al género de la fantasía, el terror y el suspenso, al añadir capas de significado y dimensión sensorial a cada uno de sus personajes. Poe, con su necesidad de contar historias, de aterrorizar desde lo convincente, profundizó en los miedos populares pero también en los íntimos, convirtió los terrores primitivos y atávicos en extraordinarias percepciones sobre la vulnerabilidad humana. Escribió para asumir el miedo como parte del mundo, en un momento histórico donde el mundo parecía hundirse en un cinismo secular. Escribió para contar, pero también para transformar y ese empeño suyo, perdura hasta hoy.

Poe emuló la osadía de Radcliffe para crear su propio estilo y además, elaborar una fuente de creación en la que la narración se beneficiaba de sus propios terrores y obsesiones. Según Bernard Shaw, el merito de Poe reside no sólo en su capacidad para reinterpretar lo real en algo más extraño y sustancioso, sino también en brindarle un lustre original a través de lo emoción, un rasgo que sin duda emuló de Radcliffe, obsesionada por cada parte de la conciencia humana para crear el miedo.

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Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión. Desobediente por afición. Escribo en @Hipertextual @ElEstimulo @ElNacionalweb @PopconCine