Crónicas a oscuras.
30 de agosto.
Venezuela sufre un nuevo apagón y cómo siempre, la sensación es de encontrarte al borde del desastre. Como si al mirar por esa orilla, puedes distinguir la fatalidad definitiva. La que convertirá al país en un recuerdo, en piezas fragmentadas que no le pertenecen a nadie. A veces, la mera imagen es dolorosa. Pero no tengo otra para imaginar a Venezuela, que se escapa entre los dedos, que muere poco a poco en medio del desastre.
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Ayer murió uno de mis amigos. Un accidente brutal, del que no sé detalles. Fue en él — en su cuerpo — lo que pensé al despertar en medio de la emergencia. ¿Dónde se encontraba? ¿Estaba a salvo del desorden? Morir en Venezuela es, también, un padecimiento burocrático, especialmente durante una emergencia. Es lo que pienso, con cierta torpeza, apenas despierta, cuando contemplo la ciudad por la ventana. Oscuridad. Los edificios, cada vez más antiguos, se desmigajan entre trozos tenebrosos. El cielo brilla repleto de estrellas, en una rara mezcla de belleza y presagios de algo peor. Es en todas partes, pienso, mordiéndome la uña del dedo índice. Es más grande de lo que temo, me digo, con el corazón, latiéndome muy rápido.
Intento controlar el impulso de llorar. El trauma que jamás sanó del apagón de 2019 me cierra la garganta. Tengo tanto miedo, un terror ciego que nadie puede entender. Puede parecer poco, trivial, un apagón. Pero nadie imagina lo que pasa cuando un país entero se queda en silencio, flota, se descompone entre la incertidumbre. Fue lo que nos ocurrió hace cinco años y que en la oscuridad, recuerdo con nitidez de pesadilla. ¿Volverá a ocurrir? ¿Está ocurriendo de nuevo?
A veces, el costo de ser venezolana es el de puro dolor. De las incontables heridas emocionales que te acosan. De las cicatrices en tu mente, gruesas y que aunque puedes esconder, no se van del todo. El corazón late más y más rápido. Me duele el pecho por el esfuerzo por respirar. Pánico. Aprieto los dedos contra la ventana. Y de nuevo pienso en mi amigo. Imagino a todos los que le amamos y respetamos, llorando su ausencia en la oscuridad. Así se siente Venezuela siempre. Como un largo e interminable funeral entre las sombras. Un réquiem que jamás consuela sufrimiento alguno.