Crónica de los hijos de Atenea:

En medio de un mar de estrellas, en busca de la gran revelación (Parte III)

Aglaia Berlutti
8 min readMar 2, 2022
Giordano Bruno por Ettore Ferrari

(Puedes leer la parte II aquí)

Cada 17 de febrero, hay una curiosa discusión en la ciudad de Roma. En especial, entre los amantes de la ciencia y los que están obsesionados con la posibilidad de la reivindicación de antiguas figuras caídas en desgracia debido a La Iglesia. Todo el debate rodea a la escultura de un monje encapuchado, que mira en dirección al Vaticano, cuando debería apuntar al sol. Por más de doscientos años, la decisión del lugar a donde debía mirar su rostro adusto, fue motivo de artículos, textos religiosos e incluso proclamas filosóficas. ¿El motivo? La posibilidad que la estatua de Giordano Bruno, monje y científico asesinado durante La Inquisición, mire hacia el lugar incorrecto del mundo.

Puede parecer un debate intrascendente, hasta que se detalla la obra, delicada a pesar de su escala monumental. Eternizado en bronce y con algunos detalles en oro, la figura encapuchada sostiene un libro enorme. Tiene las manos esposadas — símbolo de su cautiverio — y el rostro levemente contraído. Según una multitud de historiadores, guarda cierto parecido con el hombre a quien homenajea. Rasgos delgados, nariz fina, barbilla fuerte. Cuando se decidió que el monje sería objeto de honores, el ayuntamiento resolvió que la obra miraría hacia el sol. Pero el Vaticano lo consideró una falta de “respeto” — ya había tensiones por el hecho de erigir un homenaje semejante a un hereje — por lo cual, en 1889 y luego de un arduo debate, la escultura terminó por tener el rostro vuelto hacia la Santa Sede. Hubo protestas, una sociedad de científicos se plantó al frente y expresó su descontento con gritos y consignas, pero el ayuntamiento de Roma insistió en que era lo “decoroso”. De modo que Giordano Bruno, asesinado por proclamar que el sol era el centro de “todas las cosas” está de espaldas a su brillo y su rostro permanece en sombras, para mirar hacia el lugar en que se decidió su muerte, siglos atrás.

Se trata de una ironía considerable. Bruno es una de las víctimas más famosas de la infame Inquisición, que le condenó a la muerte en la hoguera por sus postulados científicos. Pero desde cierto punto de vista, la singular ubicación de la pieza de arte, también es una forma de rebeldía. Que su rostro permanezca en la oscuridad, tal vez no es otra cosa que una protesta, lejana y dura, contra las creencias, el centro de la cristiandad e incluso, la percepción misma de la interminable confrontación entre la iglesia y el mundo científico. Bruno, mártir de sus principios está obligado a mirar al Vaticano para siempre. Pero lo hace a despecho, la barbilla tensa, la expresión tenebrosa, los ojos vacíos. Incluso en la eternidad del homenaje, Bruno es tan rebelde como lo fue hasta el último día de su vida, cuando se negó a gritar, pedir perdón o suplicar clemencia. Muerto entre las llamas de un auto de fe violento y cruel, se convirtió en símbolo de lo científico en contraposición a la resistencia dogmática al conocimiento.

El monje, que por siglos fue un desafío para investigadores e historiadores, terminó por convertirse en un símbolo. Científico, místico, soñador, idealista, creyente con fervor en el poder de la ciencia. Bruno ha sido muchas cosas a la vez, a medida que su figura se entremezcló con el misterio. Después de muerto, logró vencer las sombras con las que quisieron cubrir no solamente su nombre, sino su figura, al convertirse en objeto de interés de la primera generación de estudiantes del recién nacido estado Italiano. Un grupo contestatario y subversivo que el gobierno trató de aplastar y silenciar con prebendas y sobornos sutiles. La posibilidad de homenajear a un científico, fue una de ellas. Para su primera y apoteósica obra, los jovencísimos artistas rebuscaron en las sombrías memorias de las atrocidades cometidas en nombre de Dios. Y la figura de Bruno, se convirtió en un estandarte de libertad. En 1980, el escultor Ettore Ferrari, comenzó lo que sería una obra cada vez más controversial, pintoresca y al final, necesaria y comprometida.

Una, que abrió los pliegues de la historia secreta de las víctimas sin nombre y encontró, al hombre que sostuvo sobre sus hombros la culpa fatídica de desafiar al poder religioso. Eran tiempos convulsos en Italia y Bruno parecía representarlos o al menos, lo hacía para los estudiantes que se enfrentaban a la represión y que decidieron burlarse de la curia con arte y con conocimiento. Que vendieron objetos personales, recaudaron fondos en años de esfuerzo e incluso solicitaron ayuda internacional, para completar su obra máxima. Y la escultura, que mira sin querer hacia el trono papal, pero lo hace a despecho, orgullosa y gigantesca, es la mayor prueba de esa resistencia al olvido. Tal vez por eso, en el pedestal de granito que sostiene la obra, puede leerse “A Bruno, de la generación que vio, aquí, donde ardía la pira”.

Entre las llamas de los horrores y el puño del dolor

El 21 de mayo de 1591 hubo una gran y publica discusión en la mansión de Giovanni Mocenigo, noble veneciano. Varios testigos insistieron en que le vieron “enfrentarse” de forma “ardiente y violenta” con el preceptor que había contratado un año atrás y que se había convertido en objeto de “considerable preocupación”, para la familia y amigos de la destacada figura de la Serenissima. Pero la ocurrida ese día, fue por mucho, la más virulenta y peligrosa. La esposa y la madre de Mocenigo escucharon al maestro Bruno insistir en que “la religión solo es sinónimo de ignorancia”. Por último, la pelea alcanzó un enfrentamiento “deplorable” y Mocenigo decidió escribir a la Inquisición, para informar sobre las inquietantes ideas de su invitado y también, su díscolo comportamiento, al “no satisfecho de la enseñanza y molestado por sus discursos heréticos”.

Bruno, tomado por sorpresa, no tuvo la oportunidad de llevar a cabo otra de sus espectaculares huidas. Mocenigo recibió órdenes de mantener al proscrito bajo su techo “mientras la decidía la causa” y de hecho, la captura del científico ocurrió 23 de mayo de 1592. Bruno recibió el tratamiento habitual que la Iglesia dedica a los herejes: fue golpeado, atado, esposado y arrastrado con el cabello rapado y la espalda herida el descubierto para ser llevado a la prisión veneciana en la que fue recluido en condiciones “de pobreza y horrores extremos” hasta septiembre de ese año, cuando Roma envía un oficio en el que reclama al prisionero para impartir sentencia. Al año siguiente se ordenó que Bruno fuera encerrado en el Palacio del Santo Oficio, en el Vaticano. Por ocho años, se le mantuvo cautivo en los sótanos de la institución, privado de libros, incluso la posibilidad de tomar el sol o escribir con “papel o cualquier otra forma de expresar sus ideas”. Se le acusó de blasfemia, herejía e inmoralidad.

El proceso fue largo y doloroso. Para entonces, Bruno estaba aquejado de dolores, quebrantado por lo que probablemente era algún cuadro infeccioso del que jamás se recuperó y aplastado bajo frecuentes castigos corporales. Aun así, no se doblegó: el proceso, que encabeza el cardenal Roberto Belarmino, estuvo lleno de pruebas exageradas, testigos que no pudieron reconocer a Bruno entre los acusados y las extravagantes afirmaciones de los parientes y amigos de Mocenigo, que afirmaron que el científico tenía “ideas mágicas y peligrosas”. De hecho, en un extraño revés del juicio, el Noble fue acusado por un testigo anónimo de pedir a Bruno le mostrara “el arte de leer las mentes”, algo a lo que supuestamente “Bruno se negó entre burlas”. No obstante, Mocenigo no recibió acusación o castigo alguno por la delación en su contra.

En 1599, se le ofreció a Bruno retractarse “en tantas ocasiones como inspira la piedad” pero jamás aceptó hacerlo. En especial, porque la mayoría de los diecisiete cargos incluían todas sus principales afirmaciones científicas. “No estoy dispuesto a mentir a Dios, a quien conocí a través de la sabiduría” declaró y se negó por completo a revisar, desdecir o incluso, enmendar cualquiera de sus especulaciones científicas. Al final, el Papa Clemente VIII decidió que debía llevarse a cabo la sentencia.

Eso, a pesar de tener serias dudas sobre las consecuencias de llevar a la pira pública a una figura reconocida por su conocimiento científico. Se rumoreó que hubo debates a puertas cerradas y que habló de la posibilidad que el castigo “enalteciera a Bruno, en lugar de mostrar su culpabilidad”. A pesar de eso, el ocho de febrero se declaró al científico herético, impenitente, pertinaz y obstinado. Se le condenó a morir quemado y a que su trabajo fuera destruido. Bruno, enfermo, torturado y convertido en la sombra del hombre que fue soltó una carcajada al conocer la sentencia. “Tembláis acaso más vosotros al anunciar esta sentencia que yo al recibirla” dijo, antes de ser arrastrado de nuevo a los lúgubres calabozos en los que estaba confinado.

Un campo de flores en fuego

El 17 de febrero de 1600, Bruno y otros seis acusados, fueron llevados a rastras al Campo de’ Fiori, en Roma. Según el acucioso cronista encargado de narrar las ejecuciones, el prisionero fue “despojado de sus ropas, desnudado y atado a un palo”; Bruno no se resistió, pero tampoco dijo una sola palabra. Antes de encender la hoguera, un monje le ofreció un crucifijo para que lo besara y el científico se negó. “Moriré como un mártir y mi alma subirá al Paraíso” declaró. Fueron sus últimas palabras. A pesar de que su ejecución fue cruenta y ejemplarizante, no se le escuchó gritar ni pedir clemencia. Tampoco gemir de dolor o suplicar la muerte, como ocurría con otros tantos condenados.

Con el correr de los siglos, la figura de Bruno pasó de ser la de una víctima de la Inquisición, a la del símbolo del conocimiento en contraposición directa contra la influencia religiosa. Y fue su postura, su renuencia a ceder a las exigencias de La Iglesia y su espíritu subversivo aún en la muerte, lo que hizo que casi cinco siglos después, un grupo de estudiantes rescataran su figura al olvido para erigir una estatua en Roma, a pocos metros del lugar en que murió. Para entonces, su nombre se había convertido en símbolo del conocimiento y la investigación, el ideal de la sabiduría y el poder de las convicciones. También en el precursor de la Revolución científica destinada a cambiar el mundo un siglo después de su muerte.

En 1960, el escritor Isaac Asimov diría que la muerte de Bruno “intentó tener un efecto disuasorio en el avance científico de la civilización, particularmente en las naciones católicas”. Pero a pesar de eso, “Bruno consiguió a la distancia de los siglos su objetivo: que la enseñanza de la ciencia estuviera al alcance de todos”. De un pueblo diminuto arrasado por la historia, un periplo risueño y audaz por una Europa devastada por la ignorancia a la eternidad en el conocimiento, Bruno terminó por recorrer el gran viaje de sus sueños. “Un día, abordaré una nave que me llevará a las estrellas” escribió en 1576. “La he soñado, un barco robusto que surcará toda oscuridad y me llevará hacia tierras con ojos ávidos para el aprendizaje”. Quizás, sin saberlo, Bruno predijo su lugar en la historia. Y también, su estatura extraordinaria en la memoria colectiva.

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Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión. Desobediente por afición. Escribo en @Hipertextual @ElEstimulo @ElNacionalweb @PopconCine