Asesinos en serie.

Las mujeres que asesinan: el mito tinto en sangre.

Aglaia Berlutti
10 min readJul 24, 2019

En 1912, una mujer rolliza y de rostro pálido fue asesinada a golpes en el patio de la cárcel en la que se encontraba recluida desde hacía meses atrás. Al final, su cuerpo fue desmembrado y nadie se atrevió a tocarlo por días enteros. Enriqueta Martí murió de la misma manera violenta en que vivió: durante su corto reinado de terror secuestró, torturó, prostituyó y asesinó a más de doce niños en la Barcelona, España. Su historia, no sólo es una de las más escalofriantes de la crónica negra del mundo sino también, símbolo de la extraña fascinación que despiertan las mujeres que matan. Una historia que se remonta a siglos de antigüedad y que resume una extraña ambivalencia en la forma en que se percibe la feminidad y la violencia.

Aun en la actualidad, la idea que una mujer pueda ser violenta, agresiva o “malvada”, nos resulta incomprensible. Nos resistimos a ella, intentamos catalogarla en algún estrato que le reste consistencia. Como si se tratara de un rasgo inadmisible. Hasta hace menos de tres décadas, en buena parte de los países de Europa las mujeres que participaron en crímenes junto a sus maridos, eran exoneradas por “obedecer la potestad matrimonial”, aunque su participación en cualquier crimen fuera tan evidente y activa como la de su marido. ¿Por qué esa sutil diferencia entre la violencia entre géneros? ¿La violencia femenina es distinta a la que puede ejercer el hombre? Sin duda, la cultura y sus exigencias, hace que la mujer perciba la violencia de manera diferente al hombre y quizás, ese ligero matiz es lo que haga por completo distinta la manera como se asume.

Hace poco, la escritora Katherine Quarmby comentaba en un artículo que publicó el El País sobre la violencia femenina, que las ramificaciones de lo que hace — o no — violenta a una mujer son inquietantes y la mayoría de las veces, difíciles de analizar. Cuenta Quarmby que la violencia en la mujer tiene un ingrediente sociológico que lo hace inquietante. Y para ilustrar la idea, cuenta un testimonio temible: Durante el genocidio ruandés, había grupos de mujeres que arrojaban pimienta de cayena por las casas, sabiendo que eso haría estornudar a los niños escondidos, lo que permitiría su captura y asesinato. Lo que la autora llama ese “profundo conocimiento de la infancia” y sobre todo, esa natural comprensión sobre el comportamiento infantil, hacen que el crimen tenga una connotación nueva y temible. Desconocida para la sociedad.

Pero en realidad, las mujeres asesinas — o la mujer que mata, a pesar de la presunción de la bondad que suele achacarse al género — no es un fenómeno reciente ni mucho menos, consecuencia de nuestra visión contemporánea sobre el bien y el mal. Ya hace 2500 años, la historia de Clitemnestra — que asesinó a sangre fría a su marido Agamenón, que regresaba convertido en un héroe de guerra — sorprendió y fascinó a los Atenienses, para quién la posibilidad de la maldad femenina era menos que sorprendente. La sociedad Griega consideraba a la mujer un ciudadano de segunda categoría, que carecía de los atributos morales e intelectuales para considerarse maligna. De modo que los crímenes cometidos por mujeres eran considerados con frecuencia estallidos de ánimo, locura o incluso, ceguera amorosa. Jamás un acto criminal por sí mismo.

Pero con Clitemnestra todo era distinto: no sólo mató a Agamenón con mano firme sino después de haber planeado su muerte. O eso sugería lo terrible de lo todo lo ocurrido: la esposa espero que el marido recién llegado, se relajara en el baño para apuñalarlo hasta la muerte. No una pelea, enfrentamiento ni tampoco, ningún indicio que sugiriera que Clitemnestra era una asesina por pasión. De hecho, era evidente que se trataba de un acto de profunda perfidia, por lo que Clitemnestra se convirtió en la primera mujer consideraba villana en la historia.

Por supuesto, la existencia — y el furor asesino de Clitemnestra — parecían ser la excepción y no la regla, con respecto a la idea de la mujer asesina. Durante siglos, la idea de la mujer que mata se relacionó directamente con el dolor, los celos e incluso, con la pérdida del control de la mujer sobre sus emociones, al contrario de los asesinos masculinos cuyo comportamiento solía interpretarse desde la psicopatía y su capacidad para la crueldad. No obstante, casos como de Enriqueta Martí, desconcertaron no sólo al público de la época sino también, a los incipientes psiquiatras que trataron sin demasiado acierto de analizar el hecho violento aparejado con el contexto que rodeaba al asesino. Para la gran mayoría, una mujer capaz de matar era fruto del trauma, del miedo o del dolor. La posibilidad de algo distinto — una asesina llevada por la ambición o simplemente el deseo de matar — resultaba impensable.

Aun así, los ejemplos parecían sugerir lo contrario: La figura inquietante de Lavinia Fisher aterrorizó entre 1800–1819 a buena parte de EEUU, luego que se descubriera que había asesinado a puñaladas a más de 100 personas en una posada en Carolina del Sur, cerca de Charleston. Corrieron ríos de tinta sobre los crímenes que cometió, pero también la posada se convirtió en un atractivo turístico para la región. Fisher era mujer hermosa, acaudalada y sofisticada que desafiaba cualquier explicación temprana sobre el motivo que le llevó a matar. En apariencia lo hacía porque podía — y porque así lo deseaba — por lo que la tesis sobre un impulso instintivo y emocional, quedaba descartado de inmediato. Llegó a decirse que Fisher “carecía de sentimientos” — los periódicos insistieron en describir su actitud altiva durante el juicio — y que incluso, “padecía” de una frialdad “inexplicable”. Al final, Fisher fue condenada a muerte pero el misterio de la razón por la cual cometía sus crímenes — más allá de la avaricia — continuó siendo un misterio.

Lo mismo ocurrió con Mary Jane Jackson, la controvertida Madame Bricktop que en 1860, desfiguró y mató a cuatro hombres en Nueva Orleans. De nuevo, cundió el asombro y el miedo, pero también la curiosidad sobre sus asesinatos y en la actualidad, la ciudad aún recuerda su historia con vicios de leyenda. Como Fisher, Jackson era una mujer de notoria belleza y elegancia, además de ser considerada inteligente y de impecables modales. Pero eso no impidió que no sólo cometiera asesinatos de enorme crueldad — a una de sus víctimas le arrancó los ojos y la miró desangrarse por horas — sino, sin un motivo claro más allá del deseo de hacerlo. Para los psiquiatras de la época, se trataba de un misterio inexplicable. Se llegó a teorizar que la frialdad de Jackson al asesinar era de hecho, la demostración evidente de “un tipo de locura inexplicable”. Pero Mary Jane insistió siempre que pudo en que se encontraba cuerda y que de hecho, había matado “a placer”.

Con Enriqueta Martí ocurrió otro tanto: La mujer jamás se arrepintió de sus crímenes y de hecho, hasta el día de su muerte aseguró que lo había hecho por “deseos”. Durante buena parte de su vida, Martí se llamó a sí misma “curandera”, por lo que varios de sus crímenes fueron considerados “obra de magia negra y ocultismo”. Pero la gran mayoría, eran producto directo de la crueldad: Martí secuestraba niños a los que rapaba el cabello para luego prostituir en su propia casa. También les torturaba privándoles de comida o bebida. Cuando alguno moría, les desmembraba y utilizaba sus huesos para “pócimas” que después vendía a acaudalados enfermos de la ciudad. Al final, los crímenes de Enriqueta Martí no sólo eran fruto de un instinto asesino o un instinto pasional, sino real crueldad.

Las asesinas norteamericanas de principios del siglo XX no sólo demostraron que las asesinas femeninas podían ser tan peligrosas como los hombres, sino que además, manejaban el peligroso ingrediente de la manipulación. Tanto Lavinia Fisher como Mary Jane Jackson, eran mujeres atractivas y sin duda, educadas. Y también disfrutaban al matar. No se debía a momentos de furor ni mucho menos, situaciones excepcionales. Tanto una como la otra, dedicaban tiempo y esfuerzo a planear sus crímenes. En el Jackson incluso dedicó parte de sus ahorros a construir la habitación en que asesinó a todas sus víctimas: se encargó que se tratara de un lugar aislado que le permitiera incluso disponer de los cuerpos una vez cometidos los crímenes. Por su parte, Fisher reformó su casa de huéspedes hasta crear un entorno que facilitaba sus crímenes: la escalera de fondo terminaba en una puerta doble de la que sólo Fisher poseía la llave, el pasillo era inclinado y peligroso e incluso, el cuarto de baño era más amplio, lo que permitía a la asesina llevar a cabo sus asesinatos en los momentos más inesperados. Lo mismo que Clitemnestra, Fisher asesinaba en el momento más vulnerable y en el que usualmente, sus víctimas tenían pocas posibilidades para defenderse.

Cuando ambas llegaron a juicio, los abogados que les defendían intentaron demostrar que tanto Jackson como Fisher habían obrado debido a la locura, al miedo y el desamparo, pero resultó poco menos que imposible. Jackson era una prostituta, era una mujer refinada que cometió su asesinatos en sus lujosas habitaciones cubiertas de sedas y sobre camas de madera costosa. Por su lado Fisher, era tan próspera que al momento de ser detenida, era una de las mujeres más acaudaladas del Sur de EEUU. Se trataba de una anfitriona espléndida que durante años, dedicó esfuerzos a hacerse de un grupo de contactos que le permitieron acumular poder y que sin duda, fue una de las razones por lo que su juicio se convirtió en un espectáculo público. Al final, fue evidente que no había explicación sencilla sobre el motivo por cual mataban: Fisher y Jackson fueron condenadas a muerte y jamás se arrepintieron de sus crímenes. De hecho, el día en que fue llevada a su ejecución Jackson aseguró que “volvería a matar, de poder”, lo que provocó el terror y la fascinación entre la multitud que le escuchaba desde la calle.

Los terrores inconfesables, el misterio del crimen.

Por siglos, la muerte era algo público en la mayor parte de Europa. Los más pobres morían en las calles, los enfermos sin recursos recibían atención médica frente a los auspicios y los criminales eran ajusticiados a la vista de todos. No obstante, había una excepción: las mujeres recibían en la mayoría de los casos, un trato excepcional y mucho más considerado. De hecho, hasta 1849 hubo muy pocas ejecuciones de mujeres en Inglaterra, cuando ocurrió uno de los casos más conocidos de asesinas en el reino Unido: la extraña historia de María Manning.

María era una doncella de origen suizo que sostenía una relación clandestina con Patrick O’Connor. Su marido Frederick, toleraba la situación en la medida que O’Connor ayudaba en la manutención del hogar y ejercía un extraño rol como tutor de María, a quién enseñó a leer y a escribir. No obstante, con el transcurrir del tiempo la relación entre Patrick y María se volvió hostil, hasta que finalmente ella le asesinó de un disparo. Pero no se trató sólo de un asesinato: María hizo venir a Frederik y en lo que pareció un extraño ritual amoroso, asesinó a su amante frente al marido, que además remató a la víctima con una palanca. Luego, ambos enterraron el cuerpo bajo las losas de la cocina y ella intentó robar la mayor parte de las pertenencias de O’Connor, aunque al final apenas logró cargar con unas cuantas joyas y dinero en efectivo.

El crimen se descubrió de inmediato: una de las vecinas de O’Connor denunció de inmediato su desaparición y en cuestión de días, los Meaning fueron acusados de su muerte. Pero lo más desconcertante para buena parte de Londres, fue que María había sido la artifice del crimen o eso aseguró Frederik en más de una ocasión. Para la imaginación popular, se trató de una idea escalofriante y asombrosa: Fue María quien escogió al hombre que sería su amante y después, el momento que sería asesinado. Y también fue María, la que planeó hasta el último detalle su muerte. Frederick, abrumado por la culpa, admitió que había obedecido a su mujer por “amor”. ¿Y que dijo María en su descargo? Para sorpresa del público que seguía con atención las noticias del crimen, María nunca se molestó en explicar su conducta, incluso cuando el llamado “Horror de Bermondsey”, se convirtió en una sensación nacional. En la Gran Bretaña del siglo XIX, la idea que una mujer pudiera matar y hacerlo a sangre fría, era menos que inconcebible. Y fue esa percepción — la de María como una criatura inexplicable y peligrosa — lo que convirtió el caso en un suceso histórico.

La ejecución de los Meaning se convirtió en uno de los primeros sucesos mediáticos en Inglaterra: asistieron más de 50 mil personas y Londres entera se sacudió por la envergadura de los preparativos. Para cuando la pareja fue llevada al verdugo, una multitud enardecida gritaba y pateaba con tal desborde de odio y hostilidad, que la policía tuvo que replegar a quienes exigían que María fuera entregada “para un juicio popular” y que al final, contemplaron la muerte de la pareja a distancia. Para buena parte de la muchedumbre que rodeaba el patíbulo, el crimen de María era mucho peor que el había cometido Frederick, por lo que su muerte se convirtió en una especie de símbolo de una cierta justicia natural. “Debe morir y demostrar que ninguna mujer puede matar de semejante forma” publicó el Pal Mal Gazette en una de sus editoriales dedicados al crimen.

Se trató de una circunstancia de tal relevancia que incluso el novelista Charles Dickens asistió y quedó tan impresionado por la reacción de la multitud y la muerte de la pareja, que escribió una carta al periódico The Times ese mismo día para contar sus impresiones. Para Dickens se trató de un horror rayano en la fascinación pero también, de un evento barbárico: “Creo que una vista tan inconcebiblemente horrible, como lo fue la iniquidad y levedad de la inmensa multitud reunida en esa ejecución esta mañana, es imposible de imaginar por ningún hombre” escribió. Mucho después, el autor insistiría que la multitud que reclamaba la vida de la mujer — e insistía en que Frederik debía ser liberado — había sido una de las experiencias más terribles que atravesado en su vida.

Las mujeres asesinas siempre han sido motivo de curiosidad y miedo. Provocan inquietud por el hecho que se considera que las mujeres son incapaces de la misma violencia que los hombres. Un mito extraño, retorcido y la mayoría de las veces inquietante que convierte a la mujer que mata en una rareza circunstancial, pero también en símbolo de la manera en que la cultura mira a la mujeres y a sus motivaciones. Una siniestra forma de analizar la personalidad femenina desde una óptica por completo nueva.

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Aglaia Berlutti

Bruja por nacimiento. Escritora por obsesión. Fotógrafa por pasión. Desobediente por afición. Escribo en @Hipertextual @ElEstimulo @ElNacionalweb @PopconCine