A la sombra de la violencia: La detención del periodista Luis Carlos Díaz y la agresión invisible.
El apagón nacional en Venezuela puertas adentro.
(Lee aquí la tercera parte de esta crónica)
Durante los últimos días, he dormido muy poco. Apenas un par de horas cada día y gracias a los medicamentos. Pero siempre que lo hago, tengo sueños parecidos: Camino por la calle en la que vivo y hay fuego. Llamas rojas y naranjas que se elevan entre las ramas muy viejas y gruesas. En medio del concreto roto de las avenidas. El humo que se eleva en espiral. Es una imagen a medio recordar, seguramente la vi antes, despierta pero no puedo recordar cuándo ni dónde. Pero en el sueño, tiene algo de temible. Una amenaza.
Soñaba con fuego cuando el sonido de un mensaje en mi teléfono celular, me despertó. Me lleva esfuerzos escapar del olor del humo tan real, del brillo incandescente imaginario. Extiendo la mano, miro la pantalla. Escribe una de mis amigas más cercanas. “Luis Carlos está detenido”. Miro la frase con los ojos muy abiertos, el corazón me comienza a latir muy rápido. No sé qué debo responder o que puedo decir. “¿Cuando pasó?” “Está desaparecido desde las 5:30 de la tarde” me explica mi amiga. Es casi la medianoche y siento un escalofrío de un miedo tan vívido como sofocante. Desaparición, es la primera palabra en la que pienso. Una voz que se apaga, en medio de un país que las necesita más que nunca antes. Me quedo sentada en la cama, aún aturdida por el sueño de medicamentos, los ojos llenos de lágrimas.
“¿Qué se sabe?
“Nada por ahora. Pero ya debes imaginar que está pasando”.
Lo imagino, claro. Desaparición, pienso de nuevo. La palabra tortura aparece en mi mente como el fuego en mis sueños: nítido y doloroso, casi real. Me levanto de la cama a tropezones. Mi amiga sigue explicando lo ocurrido en frases medidas, rápidas: “Nadie sabe dónde está, pero según algunos periodistas, está en el SEBIN”. Cierro los ojos mientras me dejo caer frente a mi computadora. El Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional, ahora convertido en órgano ejecutor de la represión y violencia directa del régimen chavista, es quizás uno de las bases fundamentales del sistema represivo en el país. Muy cerca del lugar en el que vivo, se encuentra el Helicoide, sede del organismo y anteriormente, un proyecto inconcluso de una Venezuela más próspera que ya nadie recuerda. Diseñado por los arquitectos Pedro Neuberger, Dirk Bornhorst y Jorge Romero Gutiérrez, el complejo albergaría un centro comercial y exposición de industrias, un hotel 5 estrellas, un parque, un club de propietarios y en séptimo nivel un palacio de espectáculos. Ahora, es un complejo de celdas diminutas y sofocantes, el lugar más temido de Venezuela, a dónde van a parar los presos políticos luego que el gobierno decide que deben desaparecer. Me quedo muy quieta, sentada con el teléfono entre las manos. Desaparición, pienso de nuevo, una especie de hilo de la gran oscuridad que en la actualidad vive el país.
A Luis Carlos le conocí hace cinco años o más. Un muchacho gracioso e inteligente en Redes Sociales. En medio de la escalada de la crisis, este periodista joven cuyo sueño era viajar a Islandia, se convirtió en un símbolo de un nuevo tipo de ciudadano vocal, aliado de la tecnología, un ciudadano 2.0 enfrentándose a un gobierno retrógrado y primitivo a base de inteligencia y buen hacer. Cuando le conocí en persona, sonrío. Los ojos muy brillantes, anteojos. “El Rey de los Nerds” dijo en esa oportunidad al grupo que le escuchaba. Me simpatizó aún más.
No coincidimos demasiado. Más de una vez compartimos conversaciones esporádicas en ese gran valle de las redes sociales. Luis Carlos Díaz se convirtió en el rostro de una generación de nuevos comunicadores, de hombres y mujeres que utilizan el poder de la información con la eficacia certera de una herramienta modulada a conciencia. Luis Carlos se convirtió en un educador, en un hombre que llevó la cultura pop a un país aislado intelectualmente. De modo que el muchacho que quería ir a Islandia — y llegó a ir — se convirtió en un símbolo de algo mucho más importante: un ciudadano educado para utilizar los recursos de nuestra época a su favor, de crear redes, de sostener la esperanza gracias a la inteligencia.
“Hay abogados y periodistas buscándolo, tiene que aparecer” prosigue mi amiga “Pero estoy muy asustada”.
Miedo, claro. No podía faltar. El miedo en todas partes. El 31 de octubre de 2018 desperté con la llamada de uno de mis editores. “Por favor, quiero que mantengas la calma, pero alguien está difundiendo información difamatoria sobre ti”. Todavía recuerdo el pánico blanco, la absoluta sensación de aturdimiento que me sacudió. Y también, mi primer gesto. “Luis, no sé si me recuerdes, pero necesito tu consejo, me está ocurriendo algo muy grave” le escribí. Luis Carlos me escuchó con atención. “Tu trabajo habla por ti, tus editores te conocen, el objetivo de todo acosador es satisfacer su sensación que tiene poder sobre ti, pero en realidad sólo lo tendrá si tu se lo das” me respondió. “Eres fuerte, no tengas miedo”.
No lo tuve. O no tanto como podría haber tenido. Recuerdo la conversación mientras leo los cientos de Tweets que exigen el gobierno información sobre Luis Carlos. “¿Dónde está?” preguntan mil voces. También la mía. Los ojos se me llenan de lágrimas. Recuerdo el mensaje que me envío una vez que logró hacerme entender el valor de la integridad, de mantenerme fuerte en mitad de una situación crítica. “Tienes poder, siempre debemos ejercerlo. No estás sola”.
Tu tampoco lo estás, pienso y comienzo a escribir. Tweet a Tweet. “¿Dónde está Luis Carlos” exigo con los dedos temblando de furia. “¿Dónde estás?”. Ya no tengo miedo. Quiero respuestas. Me une al coro de voces coléricas. “¿Dónde está Luis Carlos?”
Cuando se habla de presos políticos en mi país, hay una cierta idea genérica. Un concepto amplio y brumoso sobre la solidaridad y la comprensión de la gravedad de una situación legal semejante. Al menos, es la percepción general, que parece comprender la idea sobre el terrorismo de Estado y el poder judicial convertido en una forma de presión, desde cierta distancia prudencial. Y es que en un país donde impera la impunidad y donde la seguridad ciudadana son temas que nadie analiza lo suficiente, sus consecuencias inmediatas parecen situarse en esa franja brumosa a la que nadie quiere adjudicar responsabilidad o mucho menos, comprender a cabalidad. Ese lugar común tan peligroso como frecuente, que intenta abarcar la peligrosa de un país al borde del desastre judicial desde la superficialidad.
El padre de mi amiga Lisette, fue detenido durante las protestas del 2014 por la delación de un “patriota cooperante”. Se le acusó de participar en otro de los tantos “Golpes de Estado” que el gobierno denuncia sin prueba alguna. Y sin prueba alguna, el padre de Lissette estuvo recluido por casi un año en el SEBIN.
El trece de marzo del 2015, este ciudadano ejemplar, padre, esposo, abuelo, se suicidó en la celda donde estuvo confinado. Otra tragedia anónima de la Venezuela del resentimiento.
Cuando supe de la noticia sobre la detención del Padre de Lissette — ocurrida la noche del 26 de Abril del 2014 — me enfurecí, a la manera blanda y un poco insustancial del observador. Como cualquier ciudadano supongo, como cualquier Venezolano, que aún intenta comprender a cabalidad que ocurre en el paisaje de un país cada vez más herido por la ideología. Y no obstante en esta ocasión, la violencia judicial, el hecho real del riesgo que nos amenaza a todos me rozó muy cerca, logró abrir una brecha en esa ignorancia elemental de la distancia, del no comprender la real envergadura de la situación que padece Venezuela. Recuerdo que leer su testimonio vía Twitter “La casa de mis padres está siendo allanada, no sabemos por qué”, tuve esa sensación de vulnerabilidad que creo no he dejado de experimentar desde hace quince años. Casi dieciséis. Y es que me hice adulta en un país militarista, obsesionado con la jerarquía de la obediencia, una Venezuela ideológica que convierte al opositor en enemigo. De pronto, ese puño de hierro de la represión tocó muy cerca, rozó ese cotidiano simple y de todos los días. Porque Lissett no es un nombre en la lista interminable de víctimas de la violencia política, una estadística, mucho menos una idea brumosa sobre la situación que padecemos en el país Heredado por el chavismo. Lissett es mi amiga, profesora universitaria, una mujer dedicada a la educación. Un espíritu libre y cultivado. Una Venezolana extraordinaria. Una de mis amigas.
Me acostumbré a leer la historia de Lissette a través del medio simple de las Redes Sociales. De enterarme de ese largo trajín del familiar del preso político en un país sin ley, en un país árido, violento, revanchista. Me acostumbré a llorar sus tristezas, a celebrar sus pequeños triunfos. A enterarme como es la vida del que sobrevive a una tragedia anónima en un país trágico. Porque Lissett era hija de un preso político cuyo único delito fue manifestar su opinión. De formar parte de ese gran conglomerado de Venezolanos que nos oponemos por necesidad, por furia, por medio, por necesidad a un Gobierno represor, corrupto y burócrata.
Porque el Señor Rodolfo González, padre, abuelo, esposo, cometió un delito imperdonable en el país de las prohibiciones. Como cualquiera de mis parientes y amigos, como yo misma, decidió manifestar su punto de vista contra una visión ideológica que no compartía ni asumida como propia. El Señor Rodolfo no hizo otra cosa que ejercer su derecho ciudadano a la opinión, que asumir su responsabilidad como parte del futuro político del país. El mismo gesto de frustración, de furia, de agotamiento moral y ético, que podríamos tener usted o yo. Que podríamos proferir usted o yo en cualquiera de nosotros. La misma angustia cotidiana, el mismo dolor esencial por un país que se desmorona, se destruye, deja de existir para convertirse en una caricatura de sí mismo.
El Señor Rodolfo fue acusado de participar en un “Golpe de Estado”. Una de las tantas fantasías ideológicas en un país en una batalla de ideas superficial. Fue detenido sin otra prueba en su contra que la delación de uno de los llamados “patriotas cooperantes”. Un militante revolucionario que no sólo acuso a un ciudadano de un crimen que no logró demostrar, sino que vendió su acusación como una prueba de lealtad. Un hombre Venezolano criado y educado en el odio y resentimiento. Un hombre Venezolano que consideró a Rodolfo su enemigo. Y a usted y a mí también.
El Presidente Nicolás Maduro acusó al Señor Rodolfo de golpista. Lo hizo de manera pública, sin ninguna prueba que avalaran la acusación. En uno de los tantos discursos de odio y persecución que el poder utiliza para señalar, estigmatizar y aplastar al opositor. Con esa agresiva certeza de la ideología que se apoya en la revancha. Le llamó despectivamente “El aviador”. Caricaturizó la honorable carrera en el mundo castrense de un ciudadano cuyo único delito fue contradecir al poder. Lo hizo, con la complicidad de las Instituciones públicas que debieron proteger al Señor Rodolfo y no sólo no lo hicieron, sino que además apoyaron un linchamiento judicial inaudito. Lo hizo con el aplauso de la militancia fanática que asume la lealtad debida como necesidad política.
El Señor Rodolfo fue culpable por la inocencia de asumir su derecho ciudadano en un país arrasado y devastado por el odio ideológico.
Porque Venezuela es el país de la incertidumbre. Del miedo a la palabra, al hecho, a la violencia, a lo que puede suceder. Al castigo inmediato. A la inmediatez del horror de la ley que castiga la simple conciencia de la diferencia. Somos una Generación herida, destrozada por las heridas abiertas de la impunidad, sometida a un proyecto político desigual y vicioso que sólo es otra forma de asumir el poder absoluto. Somos, usted y yo, incluso el militante convencido, el que acepta la violencia como inevitable, el que la celebra, el que la asume como parte del discurso, víctimas. Venezolanos convertidos en chivos expiatorios de la ideología de la Revancha.
Hace un año o un poco más, Lissette escribió en su blog la crónica de los días de horror, la historia de un suplicio interminable que padeció durante los últimos meses. Lo hizo a su estilo sencillo, amable, metódico. A pesar de la tristeza, de la angustia diaria, de la incertidumbre y la zozobra. Me sorprendió su valor, pero sobre todo su conmovedora humanidad, esa necesidad de continuar alzando la voz de la esperanza incluso cuando no parece tener sentido. La misma sensibilidad que le hizo escribir palabras de agradecimiento incluso desde el horror: “Hemos recibido a lo largo de estos meses innumerables muestras de apoyo de familiares y amigos, pero también la solidaridad anónima de mucha gente que recolecta productos escasos para llevar a los presos (desde jabón de tocador hasta papel toilet), que hace comida para llevarles alimentos nutritivos y variados, que les envía sus cartas de apoyo. A toda esa gente que día a día se ocupa de su aporte, por pequeño que sea, va nuestro agradecimiento. Pero hoy publico esto en la web porque es necesario no olvidar que siguen aun muchos venezolanos en las cárceles sin haber cometido delito alguno. Y cuando no hay estado de derecho, ni independencia del poder judicial, cualquiera puede ser víctima”.
Lissette, hija, madre, Venezolana. Como podríamos ser usted o yo.
“Liberen a Luis Carlos” es la primera frase que escribo al despertar en mi TimeLine de Twitter. He dormido menos de una hora. De nuevo soñé con el fuego. Esta vez una ráfaga verde y roja elevándose en espiral en medio de la calle en la que vivo. Desperté con un sobresalto y como ya es común en Venezuela — en donde no hay tránsito a la vida cotidiana más allá del conteo de noticias, de la rápida necesidad de analizar lo que ocurre y comenzar el recorrido diario en medio del conflicto — tomé el celular. Escribo la frase con los dedos temblorosos. Acabo de leer que ya el gobierno reconoció que capturó a Luis Carlos en una operación más parecida al secuestro que a un proceso judicial. Naky lo cuenta, en un video casero, la cabeza rapada, el rostro hermoso y digno. Los ojos atentos. Una mujer fuerte. No tiene miedo. Y yo tampoco lo tengo, estoy enfurecida, herida, preocupada. Encuentro un video en que la esposa de Luis mira a la cámara y explica lo ocurrido. Naileth “Naky” Soto”, también es comunicadora y rostro visible de un tipo de nuevo ciudadano que admiro por su perseverancia y poder. “Fuimos allanados. Le trajeron esposado” cuenta. Los labios apretados, el rostro serio. Una mujer que representa este sentimiento agridulce de poder, lo que viene después del miedo. Lo que te hace ser valiente, aunque no sepas como ocurrió o por qué lo eres.
“Liberen a Luis Carlos” insisto otra vez. Los ojos llenos de lágrimas. Es el sexto día del apagón nacional en Venezuela. El servicio se ha recuperado de manera parcial en sólo algunas regiones. Pero ahora, la lucha escala a otro nivel. A otra idea. La oscuridad no está sólo en la calle, sino al acecho. Liberen a Luis Carlos. La oscuridad, ya es otra cosa.